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– ¿Puedo tomar otro? -preguntó Sievewright, alzando la taza vacía.

– Te toca pagar a ti -replicó Clarke.

– No tengo dinero.

Clarke lanzó un suspiro y le dio un billete de cinco libras.

– Pídeme otro capuchino -dijo.

Capítulo 29

– Es muy difícil localizarle -dijo Terence Blackman agitando las manos.

Blackman dirigía una galería de arte contemporáneo en William Street, en el centro oeste de Edimburgo. Era un local con dos salas de paredes blancas y suelo de madera pulida. Blackman era un hombre de apenas un metro cincuenta, delgado, con ligera panza y con treinta o cuarenta años por el estilo de ropa que vestía. Su melena oscura parecía teñida e incluso podía ser una peluca de las caras. Tenía un rostro de cutis tenso debido a una serie de estiramientos, lo que limitaba enormemente sus posibilidades expresivas. Era el agente de Roddy Denholm, según figuraba en Internet.

– ¿Y ahora dónde está? -preguntó Rebus dando la vuelta a una escultura que parecía una maraña de perchas metálicas.

– Creo que en Melbourne. Pero podría estar en Hong Kong.

– ¿Tiene aquí alguna obra suya?

– Hay lista de espera para comprar y hay media docena de clientes con dinero de sobra.

– ¿Rusos? -aventuró Rebus. Blackman le miró.

– Perdone, inspector, ¿para qué quiere ver a Roddy?

– Ha estado trabajando en un proyecto para el Parlamento.

– Una auténtica rémora para todos -comentó Blackman con un suspiro.

– El señor Denholm encargó algunas grabaciones y el que las hizo ha resultado muerto.

– ¿Qué?

– Su nombre es Charles Riordan.

– ¿Muerto?

– Eso me temo. Hubo un incendio…

Blackman se llevó la palma de las manos a las mejillas.

– ¿Las grabaciones se han salvado? -preguntó. Rebus le miró.

– Muy amable por preocuparse, señor -dijo.

– Oh, bueno, ya, naturalmente, es una gran desgracia para la familia y…

– Creo que las grabaciones no han sufrido daño.

Blackman dio gracias en silencio y preguntó qué tenía aquello que ver con el artista.

– El señor Riordan ha sido asesinado, señor. Y no sabemos si grabaría algo que no debía.

– ¿En el Parlamento, quiere decir?

– ¿Hay algún motivo por el que el señor Denholm eligiera el comité de rehabilitación urbana para su proyecto?

– No tengo la menor idea.

– Por tanto, comprenderá que tengo que hablar con él. ¿Tiene usted un número de móvil suyo?

– No siempre contesta.

– Pero se le puede dejar un mensaje.

– Sí, claro, es de suponer -dijo Blackman no muy predispuesto.

– Así pues, haga el favor de darme el número -insistió Rebus.

El galerista lanzó otro suspiro y le hizo seña de que le siguiera al fondo de la sala hacia una puerta que abrió. Era una oficina pequeña, como un camerino, atestada de lienzos sin enmarcar. Blackman tenía su móvil en recarga, pero lo desenchufó y pulsó los botones hasta que el número del artista apareció en la pantalla. Rebus lo copió en su móvil mientras preguntaba cómo se cotizaba la obra de Denholm.

– Depende del tamaño, los materiales, el trabajo…

– Dígame una cifra aproximada.

– Entre treinta y cincuenta…

– ¿Miles de libras? -preguntó Rebus y aguardó a que el hombre se lo confirmara con una inclinación de cabeza.

– ¿Y cuántas hace al año?

Blackman le miró frunciendo el ceño.

– Ya le he dicho que hay lista de espera.

– ¿Cuál fue el cuadro que compró Andropov?

– Sergei Andropov tiene buen ojo. Yo precisamente adquirí uno de los primeros óleos de Roddy, pintado probablemente el año que dejó la Escuela de Bellas Artes de Glasgow -dijo Blackman cogiendo de la mesa una postal que era reproducción del cuadro-. Se titula Desesperado.

A Rebus le parecía una raya infantil sin propósito.

– Alcanzó un precio récord entre las obras de Roddy anteriores al videoarte -añadió el galerista.

– ¿Y usted cuánto ganó, señor Blackman?

– Un porcentaje, inspector. Bueno, si me disculpa…

Pero Rebus no estaba dispuesto a hacerlo.

– Qué agradable es saber que mis impuestos van a parar a su bolsillo.

– Pierda cuidado si se refiere a la comisión del Parlamento, porque es el banco First Albannach el que lo avala.

– ¿Y corre con los gastos?

Blackman asintió tajante con la cabeza.

– Si me disculpa…

– Qué generosidad -comentó Rebus.

– El First Albannach es un gran patrocinador del arte.

Esta vez fue Rebus quien asintió con la cabeza.

– Sólo un par de preguntas más, señor. ¿Tiene idea de por qué Andropov está invirtiendo en pintura escocesa?

– Porque le gusta.

– ¿Y sucede lo mismo con todos esos millonarios y multimillonarios rusos?

– No me cabe duda de que algunos compran como inversión, pero otros lo hacen por gusto.

– Y algunos para que otros vean lo ricos que son.

Blackman esbozó una levísima sonrisa.

– Puede que haya algo de eso -dijo.

– Igual que con sus yates: el mío es más grande que el tuyo. Y sus mansiones en Londres, las joyas para la esposa-trofeo…

– No dudo de que tiene toda la razón.

– Pero no me explico el interés por Escocia -añadió Rebus al pasar a la sala de exposición.

– Hay antiguos vínculos, inspector. Los rusos, por ejemplo, admiran a Robert Burns, quizá porque ven en él el ideal del comunismo. No me acuerdo quién fue, tal vez Lenin, el que dijo que si en Europa había una revolución estallaría en Escocia.

– Pero ahora es otro cantar, ¿no es cierto? Hablamos de capitalistas, no de comunistas.

– Antiguos vínculos -repitió Blackman-. Tal vez aún crean que hay una revolución a la vista -añadió con una sonrisa triste.

Rebus pensó que el hombre quizás había estado afiliado al Partido. Qué demonios, ¿por qué no? Él se había criado en Fife, zona de clase obrera y llena de minas. Y en Fife habían votado al primer diputado -incluso quizás el único- comunista. En los años cincuenta y sesenta había bastantes concejales comunistas. Rebus no había vivido la huelga general, pero recordaba que una tía suya le habló de las barricadas, de los cortes de carreteras, de la declaración unilateral de independencia. El Reino Popular de Fife. Sonrió a su vez levemente, asintiendo con la cabeza al galerista.

– ¿Por revolución entiende independencia? -preguntó.

– No sería mucho peor que lo que hay…

– El móvil de Blackman sonó y él lo sacó del bolsillo, alejándose y dirigiendo a Rebus un movimiento rápido con la mano a guisa de despedida.

– Gracias por atenderme -musitó Rebus camino de la puerta.

Afuera marcó el número del artista. Sonó y sonó hasta que un contestador automático le anunció que dejara un mensaje. Lo hizo y a continuación marcó otro número: el de Siobhan Clarke.

– ¿Estás disfrutando de tu tiempo libre? -preguntó ella.

– Mira quién habla… ¿Es una cafetera eso que oigo?

– Tuve que irme de la comisaría. Corbyn nos ha vuelto a traer a Derek Starr.

– Sabíamos que sucedería.

– Sí -admitió ella-. Así que aquí estoy charlando con Nancy Sievewright, quien me dice que la noche en que mataron a Todorov ella fue a casa de Sol a recoger droga. Pero Sol no estaba allí, como bien sabemos. El caso es que Nancy oyó un coche que se acercaba y alguien que se bajaba de él y que propinaba un golpe al poeta en la nuca.