– Entonces, ¿fueron dos agresiones?
– Eso parece.
– ¿La misma persona en las dos?
– No lo sé. Estoy pensando si no sería Sol quien estaba destinado a ser víctima la segunda vez.
– Es una posibilidad.
– Pareces escéptico.
– ¿Puede oírte Nancy?
– Ha ido al servicio.
– Bien, vamos a ver qué te parece: Todorov entra en el aparcamiento, eso lo sabemos; se aleja tambaleándose, pero el agresor o agresora sube a su coche, le sigue y remata la faena.
– ¿O sea que el coche estaba en el aparcamiento?
– No necesariamente… podría haberlo estacionado en la calle. ¿Vale la pena volver a la sala de control del Ayuntamiento y mirar el vídeo? Hasta ahora sólo buscábamos peatones…
– ¿Y pedirle a tu amigo que nos facilite la matrícula de los coches que pasaron por King’s Stables Road? -dijo ella pensativa-. Lo que sucede es que Starr está empeñado en rehacer la hipótesis del atraco.
– ¿Le has dicho lo del coche?
– Aún no.
– ¿Se lo vas a decir? -inquirió él en broma.
– ¿Sería una alternativa que me lo callara, igual que harías tú? Y luego, si yo tengo razón y él no, ¿me llevo yo el mérito?
– Empiezas a aprender.
– Me lo pensaré -Rebus notó que ya estaba medio decidida-. Bueno, ¿dónde estás? Oigo ruido de tráfico.
– Mirando escaparates.
– No me lo creo -hizo una pausa-. Vuelve Nancy. Voy a colgar…
– Oye, ¿hizo Starr uno de sus discursos para levantar la moral?
– ¿Tú que crees?
– Seguro que a Goodyear se le caería la baba.
– No creo. Pero a Col le encantó… Le he enviado con Phyl al banco First Albannach. Janney va a darnos los datos de la cuenta de Todorov.
– Sí que ha tardado.
– Bueno, tiene mucho que hacer… agasajando con cenas y buen vino a los rusos en Gleneagles.
Eso sin contar -podría haber añadido Rebus- las reuniones en el paseo marítimo de Granton con Cafferty y Andropov… Pero se despidió de ella y cortó la comunicación. Miró a su alrededor y vio que la mayoría de los establecimientos eran tiendas pequeñas, boutiques de moda femenina sobre todo; y luego pensó que estaba a dos minutos del hotel Caledonian.
«¿Por qué no? -se dijo-. Pues claro».
En recepción dijo que le pusieran con la «habitación del señor Andropov», pero no contestaron. El empleado le preguntó si quería dejar algún recado, pero él negó con la cabeza y se dirigió al bar. El que servía no era Freddie; era una camarera más joven, rubia y con acento de Europa del Este. A la pregunta de qué tomaba, Rebus respondió que un Highland Park. Al ofrecerle hielo, tuvo la impresión de que era nueva en el oficio o en Escocia. Negó con la cabeza y le preguntó de dónde era.
– De Cracovia -dijo ella-. Polonia.
Rebus asintió con la cabeza. Sus antepasados eran polacos, pero era todo lo que sabía de aquel país. Se sentó en un taburete y cogió unas nueces de un cuenco.
– Aquí tiene -dijo la joven poniendo ante él el vaso.
– Y un poco de agua, por favor.
– Por supuesto -respondió ella aturdida por su error y le trajo casi una pinta de agua del grifo en una jarra. Rebus vertió un chorrito en el vaso y lo agitó en la mano.
– ¿Espera a alguien? -preguntó ella.
– Creo que ya está aquí -contestó Rebus volviéndose hacia quien acababa de acercarse a la barra. Andropov debía seguramente de estar en el mismo compartimento, el que quedaba en ángulo muerto. Sonrió pero le miró fríamente.
– ¿Hoy no lleva guardaespaldas? -preguntó Rebus.
Andropov no contestó.
– Otra botella de agua -dijo a la camarera-. Y esta vez no traiga hielo.
La mujer asintió con la cabeza, sacó la botella de un refrigerador y la destapó.
– Inspector -dijo Andropov-, ¿me busca a mí realmente?
– Pasaba por aquí. Vengo de la galería de Terence Blackman.
– ¿Le gusta el arte? -inquirió Andropov enarcando las cejas.
– Soy un entusiasta de Roddy Denholm. Sobre todo de sus primeras obras de garabatos de niños de guardería.
– Creo que se burla -replicó Andropov cogiendo el agua-. Cárguelo a mi cuenta -dijo a la camarera-. Siéntese conmigo, por favor -añadió para Rebus.
– ¿Es este el mismo compartimento? -preguntó Rebus.
– Perdone; no le entiendo.
– El que ocupaba la noche en que estuvo aquí Alexander Todorov.
– Ni siquiera sabía que estaba en la barra.
– Cafferty le pagó la copa. Y después de irse el poeta, Cafferty vino aquí a sentarse con usted -Rebus hizo una pausa-. Y con el ministro de Fomento.
– Es admirable -dijo Andropov-. De verdad. Veo que es un hombre que no se anda con rodeos.
– Ni se deja sobornar.
– Estoy seguro -dijo el ruso con otra sonrisa que tampoco se transmitió a su mirada.
– Bien, ¿de qué habló con Jim Bakewell?
– Por raro que le parezca, hablamos de desarrollo económico.
– ¿Está pensando en invertir en Escocia?
– Lo encuentro un país muy acogedor.
– Pero aquí no tenemos los productos que a usted le interesan… gas, carbón, acero.
– En realidad sí que hay gas y carbón. Y petróleo, desde luego.
– Que se habrá acabado dentro de unos veinte años.
– Sí, el del mar del Norte sí, pero no olvide las aguas al oeste. Hay mucho petróleo en el Atlántico, inspector, y al final dispondremos de la tecnología para extraerlo. Además, hay energías alternativas como el viento y el oleaje.
– No olvide el ambiente acalorado del Parlamento -dijo Rebus dando un sorbo al whisky-. Eso no explica por qué está buscando solares en Edimburgo.
– Es muy observador, ¿verdad?
– Gajes del oficio.
– ¿Es por el señor Cafferty?
– Podría ser. ¿Cómo se han conocido?
– Por negocios, inspector. Todos legales, tenga la seguridad.
– ¿Por eso el gobierno en Moscú está dispuesto a cargárselo?
– Cosas de la política -replicó Andropov cariacontecido-. Y por negarme a engrasar las manos adecuadas.
– ¿O sea que la han tomado con usted para dar ejemplo?
– Los acontecimientos seguirán su curso… -dijo llevándose el vaso a los labios.
– En Rusia hay muchos hombres ricos en la cárcel. ¿No teme que le suceda igual? -Andropov se encogió de hombros-. Tiene suerte de haber hecho muchos amigos aquí, no sólo laboristas, sino nacionalistas del SNR Debe de ser agradable sentirse tan solicitado -el ruso continuó impasible y Rebus decidió cambiar de tema-. Hábleme de Alexander Todorov.
– ¿Qué es lo que quiere saber?
– Dijo que le expulsaron de la universidad por excesiva confianza con las estudiantes.
– ¿Y?
– No he encontrado datos sobre ese incidente.
– Se echó tierra al asunto, pero en Moscú lo sabe mucha gente.
– Es curioso que me contara eso y se le olvidase comentarme que se conocieron de niños, que vivían en el mismo barrio…
Andropov volvió a mirarle.
– Le repito que me admira usted.
– ¿Le conocía bien?
– Muy poco. Mucho me temo que yo represento todo cuanto Alexander Todorov detestaba. Él probablemente me calificaría de «codicioso» e «implacable», mientras que yo prefiero decir «seguro de mí mismo» y «emprendedor».