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– Podrían haberle desplumado -asintió Tibbet-. Veinticuatro mil libras… No está mal para un artista muerto de hambre.

– Se ve que Garret’s ya no está tan de moda -dijo Hawes, marcando un número en el móvil. Clarke contestó a la llamada y Hawes le pasó la principal información-: Sacó cien libras el día en que lo mataron.

– ¿Desde dónde?

– Desde un cajero automático en Waverley Station -Hawes frunció el ceño de pronto-. ¿Cómo es que salió de Edimburgo por una estación y regresó por la otra?

– Porque iba a una cita con Charles Riordan, quien creo que frecuentaba un restaurante de las inmediaciones.

– Bueno, con él no podemos verificarlo, claro.

– Pues no -dijo Clarke. Hawes oyó voces en segundo término y le parecieron mucho más tranquilas que las de Gayfield Square.

– Shiv, ¿dónde está? -preguntó.

– En el Ayuntamiento, averiguando lo de la videovigilancia.

– ¿Cuánto tardará en volver a la comisaría?

– Una hora tal vez.

– Lo dice muy poco animada. ¿Sabe algo de su inspector preferido?

– Suponiendo que te refieres a Rebus y no a Starr, la respuesta es «no».

– Dile lo del banco -dijo Tibbet.

– Dice Colin que le comente que nos ha encantado el First Albannach.

– Era lujoso, ¿no?

– He estado en hoteles peores. Tienen de todo menos riachuelos.

– ¿Visteis a Stuart Janney?

– Estaba reunido. La verdad es que fue como una cadena de producción. Entrar, salir y adiós muy buenas.

– Tienen que proteger a los accionistas. Unos beneficios de diez mil millones son incompatibles con publicidad adversa.

Hawes se volvió hacia Tibbet.

– Siobhan dice que los beneficios el año pasado fueron diez mil millones.

– Así como suena -añadió Clarke.

– Así como suena -repitió Hawes mirando a Tibbet.

– Es increíble -volvió a decir Tibbet meneando despacio la cabeza.

Hawes le miró fijamente. Tenía unos labios tentadores, era más joven que ella y con menos experiencia. Había materia para trabajar, tal vez aquella misma noche.

– Hasta luego -dijo a Clarke, cortando la comunicación.

Capítulo 31

La doctora Scarlett Colwell esperaba a Rebus en su despacho de George Square. Estaba en uno de los pisos altos, por lo que la vista habría sido magnífica de no ser por el vaho que empañaba el doble vidrio de las ventanas.

– Deprimente, ¿verdad? -comentó como disculpándose-. Una construcción de hace cuarenta años y ya está a punto para la piqueta.

Rebus dirigió su atención a las estanterías de libros rusos. Unos bustos de escayola de Marx y Lenin hacían de sujetalibros. En la otra pared había carteles y postales con chinchetas y una foto del presidente Yeltsin bailando. La mesa de Colwell estaba junto a la ventana pero de espaldas a ella. Había otras dos mesas juntas con sitio para ocho sillas alrededor. La intelectual se agachó junto a un hervidor en el suelo y echó unos granos de café en dos tazas.

– ¿Leche? -preguntó.

– Sí, gracias -contestó Rebus, contemplando su gran melena. La tensa falda le marcaba la cadera.

– ¿Azúcar?

– No, sólo leche.

El hervidor acabó de bullir y ella vertió el agua, tendiendo una taza a Rebus antes de ponerse de pie. Estuvieron un instante muy cerca uno de otro hasta que ella volvió a disculparse por la falta de espacio y se sentó detrás del escritorio, para satisfacción de Rebus, que apoyó el trasero en la mesa.

– Gracias por recibirme.

Ella sopló sobre el café.

– No me las dé. Me causó gran impresión la noticia de la muerte del señor Riordan.

– ¿Le conoció en la Biblioteca de Poesía? -aventuró Rebus. Ella asintió con la cabeza y a continuación se echó el pelo hacia atrás.

– Y en Word Power.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿La librería donde el señor Todorov dio la conferencia?

Colwell señaló hacia la pared; Rebus dirigió allí la mirada y esta vez vio la foto de Alexander Todorov en pleno arrebato poético con el brazo teatralmente alzado y la boca abierta.

– No parece una librería -comentó Rebus.

– Se han trasladado a un local mayor: el café de Nicolson Street. Pero estaba lleno.

– Él está en su elemento, ¿verdad? -preguntó Rebus escrutando la foto más de cerca-. ¿Hizo usted la foto, doctora Colwell?

– No me salió muy bien -respondió ella como disculpándose.

– Yo no soy quién para juzgar -dijo él volviéndose y sonriendo-. Así que, ¿esa conferencia la grabó también Charles Riordan?

– Exacto -dijo ella, haciendo una pausa-. En realidad, es una feliz coincidencia que me llamase, inspector.

– ¿Ah, sí?

– Sí, estaba a punto de hacerlo yo para pedirle un favor.

– ¿En qué puedo servirla, doctora Colwell?

– En una revista, la London Review of Books, han visto la necrológica que redacté para el Scotsman y quieren publicar un poema de Alexander.

– ¿Y bien? -dijo Rebus llevándose la taza a los labios.

– Es un nuevo poema en ruso que recitó en la Biblioteca de Poesía -dijo ella con una risita-. En realidad, creo que lo terminó aquel mismo día. La cuestión es que no tengo copia del mismo, ni creo que la tenga nadie.

– ¿Ha mirado en la papelera?

– ¿Suena vergonzoso si digo que sí?

– En absoluto. Entonces, ¿no lo encontró?

– No… y por eso hablé con un hombre muy amable de Estudios Riordan.

– Sería Terry Grimm.

Ella asintió con la cabeza, y volvió a echarse el pelo hacia atrás.

– Él me dijo que hay una grabación.

Rebus pensó en la hora que había pasado en el coche de Siobhan escuchando con ella la grabación del difunto.

– ¿Quiere que se la prestemos? -preguntó, recordando que, en ella, Todorov recitaba en ruso algunos poemas.

– El tiempo justo para traducirlo. Será mi necrológica.

– No veo inconveniente.

Ella sonrió encantada, y a él le dio la impresión de que de no haber existido la mesa se habría acercado a darle un abrazo. Pero lo que hizo realmente fue añadir si tenía que escuchar el CD en la comisaría o se lo podría llevar. La comisaría: él no podía aparecer por allí…

– Se lo puedo traer yo -dijo y ella amplió la sonrisa.

– Se lo devolveré como máximo la semana que viene -añadió seria.

– No hay problema -dijo Rebus-. Y siento que no hayamos descubierto aún al asesino del señor Todorov.

– Estoy segura de que hacen cuanto pueden -dijo más seria aún.

– Gracias por el voto de confianza -hizo una pausa-. Aún no me ha preguntado a qué he venido.

– Esperaba que usted me lo dijera.

– He estado indagando en la vida del señor Todorov para ver si tenía enemigos.

– Alexander era enemigo del Estado, inspector.

– Eso creo. Pero una de las historias que he oído es que le apartaron de su puesto de docente por tomarse demasiadas confianzas con las estudiantes. Y creo que quien me lo contó trataba de darme gato por liebre.

Ella negó con la cabeza.

– Pues es cierto. El propio Alexander me lo contó. Fueron acusaciones amañadas, desde luego, porque querían echarle por las buenas o por las malas -añadió, como condolida por el hecho.