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– Doctora Colwell, ¿me permite que le pregunte si él intentó… algo con usted?

– Yo tengo pareja, inspector.

– Con todos mis respetos, usted es una mujer hermosa, y tengo la impresión de que a Alexander Todorov le gustaban las mujeres. Y no creo que eso le hubiera disuadido a menos que el rival fuese un asesino ninja.

Ella volvió a obsequiarle con una espléndida sonrisa, bajando la vista con falsa modestia.

– Bien -dijo al fin-. Sí, tiene usted razón. Después de unas copas, la libido de Alexander siempre se despertaba.

– Bonito modo de decirlo. ¿Son palabras de él?

– Son mías, inspector.

– Debió de considerarle a usted amiga suya para hacerle tal confidencia.

– No estoy muy segura de que tuviera amigos de verdad. Los escritores son así a veces… nos ven a los demás como material literario. ¿Se imagina ir a la cama con alguien sabiendo que después va a escribir sobre ello? ¿Sabiendo que todo el mundo leerá cosas sobre ese momento tan íntimo?

– La entiendo perfectamente -Rebus hizo una pausa y se aclaró la garganta-. Pero debió de encontrar el modo de… «apagar» esa libido que usted dice.

– Ah, no le faltaban mujeres, inspector.

– ¿Estudiantes? ¿Aquí en Edimburgo?

– No sabría decirle.

– ¿O tal vez Abigail Thomas de la Biblioteca de Poesía? Usted pareció insinuar que estaba loca por él.

– Inútilmente, lo más seguro -respondió Colwell tajante y pensativa, para añadir-: ¿De verdad cree que a Alexander lo mató una mujer?

Rebus se encogió de hombros. Se imaginó a Todorov, con más de una copa, caminando por King’s Stables Road, y de pronto una mujer que surge y que, sin más, le ofrece fornicio. ¿Habría ido con una desconocida? Probablemente. Pero más aún con una conocida.

– ¿Le mencionó alguna vez el señor Todorov a un tal Andropov? -preguntó.

Ella vocalizó en silencio el nombre unas cuantas veces, pensándolo, y al final dijo:

– No.

– Otra posibilidad: ¿y un tal Cafferty?

– No le estoy ayudando mucho, ¿verdad? -añadió ella, negando con la cabeza.

– A veces las cosas que descartamos son tan importantes como las que retenemos -dijo Rebus.

– ¿Como en los casos de Sherlock Holmes? -preguntó ella-. «Cuando se ha eliminado…» -dijo sin concluir la frase-. No recuerdo nunca esa cita, pero seguro que usted sí.

Él asintió con la cabeza para que no le tachara de poco leído. Cada día, camino del trabajo, pasaba por delante de una estatua de Sherlock Holmes en la rotonda de Leith Street, que, en realidad, señalaba el lugar que había ocupado la casa derruida de Conan Doyle.

– ¿En qué está pensando? -preguntó ella. Rebus se encogió de hombros.

– Me sucede lo que a usted, que nunca acabo de recordarla…

Ella se levantó, dio la vuelta a la mesa, rozándole las piernas con la falda, y cogió un libro de una estantería. Por el lomo, Rebus vio que era un compendio de citas. Encontró la sección de Doyle y pasó el dedo por las líneas hasta dar con ella.

– «Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad» -frunció de nuevo el ceño-. No lo recordaba así. Pensé que era al contrario y se refería a eliminar lo posible.

– Humm -dijo Rebus, con la intención de que creyera que estaba de acuerdo con ella. Miró su taza vacía en la mesa-. Bien, doctora Colwell, dado que le he hecho un favor…

– ¿Quid pro quo? -preguntó ella cerrando el libro de golpe, haciendo saltar polvo.

– ¿No tendrá por casualidad la llave del piso de Todorov?

– Pues tiene usted suerte. Tenía que venir alguien de Building Services a recogerla pero no se han presentado.

– ¿Qué será de todas sus cosas?

– En el consulado dijeron que ellos se encargarían. Tendrá familia en Rusia -explicó ella abriendo un cajón de la mesa y sacando el llavero. Rebus lo recogió al tiempo que hacía una inclinación de cabeza-. En la planta baja hay un bedel. Si no estoy yo, puede dejársela a él. Y no se le olvide la grabación -añadió tras una pausa.

– Pierda cuidado.

– Es que en el estudio me dijeron que era la única copia existente. Pobre señor Riordan, morir de ese modo tan horrible…

* * *

En la calle, Rebus descendió la escalinata desde George Square a Buccleuch Place. Había algunos estudiantes con aspecto de… estudiosos, era el único calificativo posible. Se detuvo al final de los peldaños a encender un cigarrillo, pero empezaba a hacer frío y optó por fumarlo a resguardo.

En el piso de Todorov no advirtió señales de cambio desde su anterior visita, salvo que el contenido de la papelera estaba volcado en la mesa: seguramente Scarlett Colwell, para buscar el poema. Rebus había olvidado la existencia de los seis ejemplares de Astapovo Blues. Tenía que encontrar a alguien con cuenta en eBay para darles salida. Miró con más detenimiento el cuarto y le dio la impresión de que alguien había cogido libros del poeta. ¿También Colwell? ¿U otra persona de la universidad? Rebus pensó si no se le habrían anticipado. Una superabundancia de los recuerdos de Todorov haría bajar los precios. Sonó el móvil y lo sacó del bolsillo. No conocía el número, pero vio que era el indicativo internacional.

– Inspector Rebus al habla -dijo.

– Hola, aquí Roddy Denholm respondiendo a una llamada misteriosa -era una voz educada de acento angloescocés.

– No es tan misteriosa, señor Denholm, y le agradezco su atención.

– Tiene suerte de que sea un noctámbulo, inspector.

– Aquí es mediodía…

– Pero en Singapur, no.

– El señor Blackman pensaba que estaría en Melbourne o en Hong Kong.

Denholm se echó a reír con tos de fumador.

– Sí, muy bien podría haber estado allí, ¿no? O incluso en la esquina. Esto de los móviles es maravilloso…

– Si está en la esquina, señor, sería más barato hablar cara a cara.

– Si quiere hacerlo, puede tomar el avión para Singapur.

– Trato de reducir mis emisiones de dióxido de carbono, señor -replicó Rebus expulsando humo hacia el techo.

– ¿Dónde está usted en este momento, inspector?

– En Buccleuch Place.

– Ah, sí, el barrio universitario.

– Estoy en el piso de un difunto.

– Creo que es la primera vez que oigo esa frase -dijo el artista realmente impresionado.

– No era un hombre dentro de su línea profesional. Se trata de un poeta llamado Alexander Todorov.

– He oído hablar de él.

– Le asesinaron hace una semana y en las indagaciones ha surgido el nombre de usted.

– Explíquese.

Tuvo la impresión de que Denholm se ponía cómodo en la cama del hotel. Él se sentó en el sofá y apoyó el codo en la rodilla.

– Usted está encargado de un proyecto para el Parlamento y había encargado unas grabaciones a un…

– A Charlie Riordan.

– Bien, éste ha muerto también -Rebus oyó un silbido al otro lado de la línea-. Le incendiaron la casa.

– ¿Las grabaciones están a salvo?

– Que nosotros sepamos, sí, señor.

Denholm captó el tono de la réplica de Rebus.

– Le pareceré un cabrón insensible -dijo.

– No se apure. Fue lo primero que preguntó su galerista.

Denholm contuvo la risa.

– Pobre hombre, ese Riordan…

– ¿Le conocía usted?

– Sólo del trabajo para el Parlamento. Era agradable, capaz… pero en realidad no hablé mucho con él.