– Bien, el señor Riordan tuvo también contacto con Alexander Todorov.
– Dios, ¿significa eso que yo soy el siguiente?
Rebus no pudo discernir si lo decía en broma o no.
– No creo, señor.
– ¿No me llama para prevenirme?
– Le llamo porque me pareció una curiosa coincidencia.
– Pero yo a Alexander Todorov no le conocía de nada.
– Tal vez no, pero sí a uno de sus admiradores: Sergei Andropov.
– Me suena el nombre…
– Colecciona obra suya. Es un industrial ruso que se crió con el señor Todorov -Rebus oyó otro silbido-. ¿Le conoce?
– Que yo sepa, no -se hizo una pausa-. ¿Cree que ese Andropov mató al poeta?
– No descartamos ninguna hipótesis.
– ¿Ha sido con algún isótopo extraño como el de ese tipo en Londres?
– Le apalearon de lo lindo y le remataron hundiéndole el cráneo.
– No muy sutil, no.
– Pues no. Dígame una cosa, señor Denholm, ¿por qué eligió el comité de rehabilitación urbana para su proyecto?
– Me eligieron ellos, inspector. Nosotros preguntamos si a alguien le interesaba participar y la presidenta del comité se auto-designó.
– ¿Megan MacFarlane?
– Tiene un ego descomunal, inspector. Se lo digo por experiencia.
– No me cabe la menor duda.
Rebus oyó una especie de timbre.
– Debe de ser el servicio de habitaciones -dijo Denholm.
– Le dejo, entonces -se despidió Rebus-. Gracias por llamar, señor Denholm.
– De nada.
– Una última cosa… -Rebus hizo una pausa para asegurarse la atención del artista-. Antes de abrir, asegúrese de que es realmente el servicio de planta.
Cerró el móvil y se obsequió con una sonrisita.
Capítulo 32
– No puede haber mucho si cabe aquí -comentó Siobhan Clarke.
Había regresado al DIC y como el inspector jefe Macrae no estaba, se había instalado en su despacho para recibir a Terry Grimm. Sentada a la mesa del jefe, sujetaba el lápiz de memoria USB de plástico transparente entre el pulgar y el índice mirándolo a contraluz.
– Le sorprendería saber que habrá quizá dieciséis horas de grabación -dijo Grimm-. Habría cargado más si hubiera dispuesto de más material no estropeado, pero lamentablemente el calor del incendio lo destruyó casi todo.
Había traído las bolsas con las pruebas que estaban bien cerradas pero aún desprendían olor a quemado.
– ¿Le ha llamado algo la atención? -Clarke hizo una pausa-. Bueno, debería más bien decir si ha oído algo chocante.
Grimm negó con la cabeza.
– Pero le he traído algo -dijo metiendo la mano en el bolsillo y sacando un CD en una funda de plástico-. Charlie grabó al poeta ruso en otra conferencia hace unas semanas. Lo encontré en el estudio y le he hecho una copia.
– Gracias -dijo ella.
– Una profesora de la universidad buscaba la copia de la otra conferencia, pero es la copia única que tiene usted.
– ¿Se llama Colwell?
– Exacto -contestó Grimm mirándose el dorso de las manos-. ¿Tienen ya alguna pista sobre quién lo mató?
– Ya ve que no nos dormimos en los laureles -respondió Clarke señalando hacia la sala del DIC.
Grimm asintió con la cabeza sin dejar de mirarla a la cara.
– Buena manera de eludir una respuesta -comentó.
– Se trata de un caso en que hay que averiguar el «móvil», señor Grimm. Si puede ayudarnos a arrojar alguna luz le quedaremos inmensamente agradecidos.
– Le he estado dando vueltas a la cabeza y lo hemos hablado Hazel y yo, pero no acabamos de entenderlo.
– Bien, si se le ocurre algo…
Clarke se levantó para dar a entender que la entrevista había concluido. A través de la mampara de vidrio vio que había un revuelo en el DIC del que se destacó Todd Goodyear, que llamó a la puerta del despacho, entró y cerró.
– Para poder oír esas grabaciones tendré que irme a otro sitio -protestó-. Ahí fuera es como una casa de locos -al reconocer a Terry Grimm le dirigió un saludo con la cabeza.
– ¿Las cintas del Parlamento? -aventuró Grimm-. ¿Todavía las están rastreando?
– Todavía -contestó Goodyear, que tendió a Clarke un montón de hojas que llevaba bajo el brazo.
Clarke vio que había escrito a máquina los datos del contenido de las respectivas cintas. Había montones de notas. En sus primeros tiempos de agente también ella había sido tan meticulosa… antes de que Rebus la enseñase a buscar atajos.
– Gracias -dijo-. Y esto es para ti -añadió tendiéndole el dispositivo de memoria-. El señor Grimm dice que habrá unas dieciséis horas de grabación.
Goodyear miró un buen rato el lápiz y preguntó a Terry Grimm qué tal iban los asuntos del estudio.
– Vamos tirando. Gracias.
Clarke examinó las hojas mecanografiadas.
– ¿Te ha llamado la atención alguna cosa? -preguntó a Goodyear.
– Nada -respondió él.
– Imagínese lo que fue para nosotros -terció Grimm-, estar días y días escuchando a todos esos políticos hablando sin parar…
Goodyear meneó la cabeza como desechando la idea de tener que hacerlo él.
– El material que les hemos entregado es el que salió mejor librado -añadió Grimm.
Clarke advirtió que en la sala de DIC había amainado el revuelo.
– ¿Qué era ese barullo? -preguntó a Goodyear.
– Una carrera libre hacia el depósito -respondió él sin darle importancia, lanzando el dispositivo USB al aire y recogiéndolo-. Se ha presentado alguien a reclamar el cadáver de Todorov y el inspector Starr quería saber quién conducía más rápido -volvió a lanzar el dispositivo y a recogerlo-. El agente Reynolds dijo que él, pero muchos no estaban de acuerdo… -de pronto advirtió que Clarke le miraba furiosa y añadió despacio-: ¿Tendría que habérselo dicho al entrar?
– Exactamente -respondió ella en tono amenazador, y añadió para Terry Grimm-: Gracias por su visita.
Bajó la escalera apresuradamente camino del aparcamiento y subió a su coche, giró la llave de contacto y arrancó. Iba a preguntarle a Starr por qué no le había dicho nada… por qué no le había pedido a ella que fuera. Y, además, se lo encomendaba nada menos que ¡a Ray Reynolds! ¿Sería porque ella se había marchado de la comisaría sin avisarle? ¿Era una indicación del futuro que le aguardaba?
Tenía mucho que preguntar al inspector Derek Starr.
Giró al final de Leith Street y a continuación hizo un giro brusco en North Bridge. Cruzó el Tron y dobló a la derecha, cruzándose con el tráfico que venía en sentido contrario, hacia Blair Street, pasando de nuevo por delante del piso de Nancy Sievewright. Los Talking Heads que decían que Londres era una «ciudad pequeña» tendrían que recorrer Edimburgo. Menos de ocho minutos después de salir de Gayfield Square entraba en el aparcamiento del depósito de cadáveres y detenía el coche junto al de Reynolds, preguntándose si no habría llegado antes que él. Había otro coche, un gran Mercedes viejo, aparcado entre dos furgonetas del depósito blancas y sin rótulo. Lo miró apenas camino de la puerta de los empleados. Giró la manivela y entró. No había nadie en el pasillo ni en el cuarto de personal, pero vio que salía vapor de un hervidor. Avanzó hacia la zona de ingreso, abrió otra puerta, cruzó otro pasillo y subió las escaleras hasta la planta superior, en donde estaba la entrada para el público y los familiares antes de identificar a sus seres queridos y en donde se llevaba a cabo el papeleo ulterior. Era generalmente un lugar ocupado por gente que sollozaba callada y permanecía pensativa en dramático silencio. Aquel día no.