– Sí, claro, el único problema es que para rimar con Cafferty sólo se me ocurren dos palabras: «maldad» e «hijo de puta».
El gángster sonrió, mostrando su costosa dentadura. A continuación lanzó un profundo suspiro y caminó hacia el extremo de puente.
– Yo me crié no lejos de aquí, ¿lo sabía?
– Pensé que era en Craigmillar.
– Pero tenía unos tíos en Gorgie que me cuidaban cuando mi madre trabajaba. Mi padre se largó de casa un mes antes de nacer yo. Usted no se crió en Edimburgo, ¿verdad? -añadió volviéndose hacia Rebus.
– En Fife -contestó él.
– Entonces, no recordará el matadero. A veces se escapaba un toro, sonaba la alarma y a los críos no nos dejaban salir de casa hasta que llegaba el tirador de primera. Recuerdo que una vez yo lo estaba viendo desde la ventana. Era un animal enorme, con el morro pringado de mocos y echando vaho, que corría enloquecido al verse libre de pronto -hizo una pausa-. Hasta que el tirador echó rodilla en tierra, apuntó y le disparó a la cabeza. Las patas se le doblaron y perdió el brillo de los ojos. Durante un tiempo pensé que era yo el último toro en libertad.
– Dices muchas tonterías -replicó Rebus.
– La verdad es que -añadió Cafferty con sonrisa casi entristecida-, ahora se me ocurre pensar que tal vez ese toro es usted, Rebus. Embiste, pega patadas y muge porque no soporta la idea de que yo estoy dentro de la ley.
– Sí, porque es eso, nada más que una «idea» -hizo una pausa y tiró la colilla al agua-. ¿Por qué demonios me has hecho venir aquí, Cafferty?
El gángster se encogió de hombros.
– Ahora no hay tantas oportunidades para nuestras conversaciones a solas. Y cuando Sergei me dijo que nos había seguido… Bueno, tal vez es que buscaba la oportunidad de hablar.
– Me conmueves.
– He oído que han encargado al inspector Starr de la investigación. Ya le están dando de lado, ¿verdad? Bueno, la pensión es sana…
– Y de dinero limpio.
– Ahora a Siobhan le llega su oportunidad.
– Será digna contendiente tuya, Cafferty.
– Ya veremos.
– Con tal de que yo lo vea…
Cafferty centró su atención en la alta tapia de ladrillo que cercaba el solar.
– Ha sido un placer hablar con usted, Rebus. Disfrute en su camino hacia el ocaso.
Rebus no se movió del sitio.
– ¿Te has enterado de ese ruso que han envenenado en Londres? Ten cuidado con quién te la juegas, Cafferty.
– Nadie va a envenenarme, Rebus. Sergei y yo vemos las cosas del mismo modo. Dentro de pocos años Escocia va a ser independiente, de eso no cabe la menor duda. Con treinta años de petróleo en el mar del Norte y Dios sabe cuántos en el Atlántico, en el peor de los casos haremos un trato con Westminster y nos quedaremos con el ochenta o noventa por ciento -argumentó Cafferty encogiéndose ligeramente de hombros-. Y luego nos gastaremos el dinero en nuestros placeres habituales: bebida, drogas y juegos de azar. Montaremos un supercasino en todas las ciudades, y a mirar cómo crecen los beneficios…
– Otras de tus invasiones silenciosas, ¿eh?
– Los soviéticos siempre pensaron que habría una revolución en Escocia. A usted le dará igual, ¿no? Usted ya estará fuera de juego -añadió Cafferty diciendo adiós con la mano y volviéndole la espalda.
Rebus permaneció inmóvil, pero sabía que no valía la pena quedarse allí. De todos modos, le costaba marcharse. El Cafferty de la otra noche se había comportado como un actor en un decorado con coche y chófer, pero el Cafferty de aquella noche era distinto, más reflexivo. Aquel Cafferty tenía muchas caras… una máscara para cada ocasión. Pensó en ofrecerse a llevarle a casa, pero ¿por qué demonios molestarse? Se dio la vuelta y se dirigió al coche, encendiendo otro pitillo por el camino. La historia del gángster sobre el toro le rondaba por la cabeza. ¿Sería así la jubilación: una libertad extraña y desconcertante y brutalmente corta?
«Nada de Leonard Cohen cuando llegues a casa. Ya tienes pensamientos morbosos de sobra», se dijo.
Lo que hizo fue poner a Rory Gallagher: «Big Guns» y «Bad Penny», «Kickback City» y «Sinnerboy». Los tres whiskys largos que se tomó entraron bien. Después de Gallagher puso Jackie Leven y Page, y después Plant. Pensó en llamar a Siobhan, pero cambió de idea. Sería mejor que tuviera un poco de tregua de las preocupaciones de Rebus. No había comido nada y no tenía hambre.
Cuando sonó el teléfono llevaría dormido casi una hora. Tenía el vaso de whisky en el brazo del sillón, agarrado en la mano.
«No has tirado ni una gota, John», se dijo a sí mismo admirado, cogiendo el teléfono con la otra mano.
– Hola, Shiv -dijo al ver el número-. ¿Controlándome?
– John… -por el tono de voz supo que había ocurrido algo. Algo malo.
– Vamos, suéltalo -dijo levantándose del sillón.
– Cafferty está ingresado en cuidados intensivos -dijo ella y quedó un instante en silencio. Rebus hundió la mano en el pelo, pero al caer el vaso al suelo comprendió que no la tenía libre. Ahora tendría los zapatos mojados de whisky.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó.
– Eso es precisamente lo que yo te pregunto -espetó ella-. ¿Qué demonios sucedió en el canal?
– Sólo hablamos.
– ¿Hablasteis?
– Te lo juro.
– Ha debido de ser una conversación muy acalorada, dada la fractura craneal. Y otras lesiones y contusiones…
Rebus entrecerró los ojos.
– ¿Le encontraron en el canal?
– Claro que sí.
– ¿Estás tú ahí, ahora?
– Shug Davidson se tomó la molestia de llamarme.
– Llego dentro de diez minutos.
– No, no se te ocurra… has bebido, John. Se te pone la voz nasal tras cuatro o cinco copas.
– Pues envíame un coche.
– John…
– ¡Envíame un puto coche, Siobhan! -exclamó pasándose de nuevo la mano por el pelo y tirándose de él. «Me han tendido una trampa», pensó.
– John, ¿cómo va a consentir Shug que te acerques? En lo que a él respecta, eres sospechoso. Si deja que un sospechoso entre en el escenario del crimen…
– Sí, vale, de acuerdo -dijo Rebus mirando el reloj-. Hará unas tres horas que nos separamos. ¿Cuándo le encontraron?
– Hace dos horas y media.
– Mal asunto -su mente iba a toda velocidad, pensando en que tal vez dos litros de agua le vendrían bien-. ¿Avisaste a Calum Stone?
– Sí.
– Mierda.
– Está aquí con su compañero.
Rebus abrió los ojos cuanto pudo.
– No hables con ellos.
– Demasiado tarde. Estaba hablando con Shug cuando ellos llegaron. Stone se presentó y ¿sabes qué es lo primero que me dijo?
– Pues, ¿algo así como «tiene la misma voz de la mujer anónima que me hizo ir a una gasolinera de Granton»?
– Más o menos.
– Lo único que puedes hacer es decir la verdad, Shiv. Que yo te ordené hacer esa llamada.
– Y que estabas suspendido de servicio… algo que yo sabía perfectamente.
– Dios, lo siento, Siobhan…
El grifo seguía abierto y el fregadero casi lleno. Casi veinte centímetros. Conocía casos de hombres ahogados con mucho menos.
Capítulo 34
Cuando el taxi le dejó en el puente levadizo de Leamington ella le esperaba con los brazos cruzados, igual que un gorila de un club elegante.