A continuación hasta el micrófono enmudeció. Por el contador del aparato vio que había escuchado casi una hora. No había nadie en el despacho de Macrae y a Starr no se le veía por ninguna parte. Se quitó los auriculares y miró si tenía mensajes en el móvil. Ninguno. Llamó a Rebus a casa pero le habló el contestador automático. Tampoco contestaba al móvil. Estaba marcando otra vez el número cuando vio que regresaba Todd Goodyear y torció el gesto.
– Mi novia acaba de decirme una cosa -dijo.
– Dime cómo se llama que lo he olvidado.
– Sonia.
– ¿Y qué te ha dicho Sonia?
– Que cuando estaban buscando por el canal encontraron un protector para zapatos de esos de plástico que se ajustan al tobillo con un elástico.
– Y luego dicen que no contaminemos el escenario del crimen…
Goodyear comprendió lo que quería ella decir.
– No -añadió-, no se les cayó a ellos. Tenía restos de sangre, o es lo que parece.
– ¿O sea, que lo llevaba puesto el agresor?
Goodyear asintió con la cabeza.
El atuendo de la Científica consistía en un mono blanco, gorra, protectores de plástico para los zapatos y guantes desechables; todo pensado para no dejar rastro. Sí, pero precisamente por eso… Los investigadores no dejaban pistas falsas, pero alguien que vistiera igual podía realizar una agresión sin temor a impregnarse con sangre, pelo de la víctima o fibras de su ropa, tirarlo después todo, o mejor quemarlo, y con buenas posibilidades de quedar así impune.
– No pienses eso -dijo Clarke a Goodyear. Era lo mismo que Rebus le había dicho a ella-. Esto no tiene nada que ver con el inspector Rebus.
– Yo no he dicho eso -contestó Goodyear como picado por la acusación.
– ¿Qué más te ha contado Sonia?
Él se encogió de hombros. Clarke hizo una fioritura con los dedos y él se volvió y vio que la mesa que le habían asignado la ocupaba otro. Mientras se acercaba a ella dispuesto a protestar, Clarke cogió el bolso y el abrigo y salió de la comisaría. Rebus estaba aparcado junto al bordillo en Gayfield Square. Le dirigió una sonrisa disimulada, abrió la portezuela del pasajero y subió al coche.
– Tienes el móvil desconectado -dijo ella.
– No he tenido tiempo de recargarlo.
– ¿Te has enterado? Han encontrado un protector para zapatos.
– Shug ya me ha pasado por el cuarto de interrogatorios -contestó él, enchufando el móvil al dispositivo de carga-. En presencia de Stone, que se lo pasó en grande.
– ¿Qué les has dicho?
– La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
– ¡No es momento de bromas, John!
– ¡A mí me lo vas a decir! -musitó él-. Pero sólo resultará problemático si relacionan ese protector con el maletero de mi coche.
– ¿Sí? -inquirió ella mirándole.
– Piénsalo, Shiv. La única intención de plantar ese protector era incriminarme más aún. Hace meses que el maletero del Saab no cierra bien y en él no llevo más que equipo para escenarios del crimen.
– Y unas botas de excursión -añadió ella.
– Sí -dijo él-, y si una de ellas hubiera servido para ese propósito, puedes apostarte algo a que la hubieran cogido.
– ¿Quiénes? ¿Sigues sospechando de Andropov?
Rebus se pasó por el rostro la palma de las manos acentuando sus ojos enrojecidos y ojerosos y la barba crecida.
– Lo que demuestra que va a ser el asesino -contestó finalmente.
Clarke asintió con la cabeza y estuvieron un instante en silencio hasta que él preguntó cómo iba la investigación.
– Starr y Macrae han iniciado la jornada con una conversación en el despacho.
– Seguro que mi nombre salió a relucir en ella.
– Yo lo único que he hecho ha sido escuchar la otra grabación de Todorov.
– Me alegra ver que no paras.
– El micrófono de Riordan captó conversaciones del público y creo que hay una voz hablando ruso.
– ¿Ah, sí?
– Creo que iré a Word Power a preguntarles.
– ¿Quieres que te lleve?
– Claro.
– Hazme primero un favor. Necesito el CD del otro recital de Todorov.
– ¿Para qué?
Rebus le contó su visita a Scarlett Colwell y el nuevo poema.
– Quieres congraciarte con ella, ¿eh?
– Ve a por el compacto.
Ella abrió la portezuela, pero se detuvo.
– Todorov, en el recital de Word Power, leyó un poema de Burns titulado «Adiós a nuestra fama escocesa».
Rebus asintió con la cabeza.
– Lo conozco. Trata de cómo nos compraron los ingleses. Escocia perdió toda su fortuna por el robo de la propuesta de Inglaterra de una unión de los dos países.
– ¿Y qué hubo de malo en ello?
– Siempre se me olvida que tú eres inglesa… Que dejamos de ser una nación, Siobhan.
– ¿Y os convertisteis en un puñado de granujas?
– Según Burns, sí.
– Me da la impresión de que Todorov era un poco nacionalista escocés.
– Quizá contempló este país y lo vio como el suyo… vendido y comprado por el oro, el estaño, el zinc, el gas…
– ¿De nuevo Andropov?
Rebus se encogió de hombros.
– Anda, ve a por el CD -dijo.
Capítulo 37
La librería era pequeña y estrecha, Rebus temía moverse por si derribaba algún expositor. La mujer de la caja estaba ensimismada en un ejemplar de Labyrinth. Trabajaba en el establecimiento a tiempo parcial y no había asistido al recital de Todorov.
– Pero tenemos libros suyos.
Rebus miró hacia donde señalaba.
– ¿Están firmados? -preguntó, mientras Clarke le daba un codazo por sus impertinencias antes de preguntar a la dependienta si habían hecho alguna foto en la presentación. La mujer asintió con la cabeza y musitó algo sobre la página de Internet de la librería. Clarke miró a Rebus.
– Deberíamos haberlo pensado -dijo.
Volvieron al piso de ella y Rebus dijo que aparcara en doble fila en vez de buscar un sitio más adelante.
– Hacía tiempo que no venía aquí -comentó al entrar en el pequeño recibidor. La distribución era muy parecida a la de su propio piso pero en menor proporción.
– Perdona el desorden -dijo ella-. Es que no recibo muchas visitas.
Pasaron al cuarto de estar. En la alfombra, junto al sofá, había envoltorios de chocolate y un vaso de vino vacío. En el sofá un oso de peluche grande y viejo. Rebus lo cogió.
– Es un Steiff-dijo Clarke-. Lo tengo desde pequeña.
– ¿Tiene nombre?
– Sí.
– ¿No me lo dices?
– No -respondió ella acercándose a la mesa del ordenador junto a la ventana y enchufando el portátil.
Tenía una de esas sillas en forma de S supuestamente convenientes para la espalda, pero se sentó en el apoyo para las rodillas. No tardó mucho en encontrar la página de Word Power. Hizo clic en «últimos eventos» y luego en «galería de fotos» y comenzó a buscar. Allí estaba Todorov ante los asistentes al fondo sentados en el suelo, mirando al poeta como auténticos conversos.
– ¿Cómo vamos a saber quiénes son los rusos? -preguntó Rebus apoyando las manos en el borde de la mesa-. ¿Por el sombrero de cosacos? ¿Los carámbanos en las orejas?
– No miramos debidamente la lista -dijo Clarke.
– ¿Qué lista?
– La de residentes rusos de Edimburgo que nos entregó Stahov y que incluía su propio nombre, ¿recuerdas? Me pregunto si estaría también el del chófer -añadió dando unos golpecitos en la pantalla. Sólo se le veía la cara y estaba sentado en un sofá de cuero marrón, pero había gente agachada y sentada en el suelo delante de él. No era la foto de un profesional porque todos aparecían con los ojos rojos-. ¿Recuerdas a aquellos rusos del depósito? Stahov quería repatriar los restos de Todorov. Estoy segura de que éste estaba con él.