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– ¿De qué hablaron ustedes tres?

– De negocios… del ambiente comercial -contestó Bakewell encogiéndose de hombros-. De nada apasionante.

– ¿Y cuando Cafferty se sentó a su mesa, no mencionó a Alexander Todorov?

– No, que yo recuerde.

– ¿A qué hora se fue usted del bar, señor?

Bakewell infló los carrillos y expulsó aire esforzándose por recordar.

– A las once y cuarto… más o menos.

– ¿Andropov y Cafferty se quedaron allí?

– Sí.

Clarke hizo una pausa, pensando.

– ¿Le pareció que Cafferty conocía bien al señor Andropov?

– No sabría decirle.

– ¿Pero no era la primera vez que se veían?

– La empresa del señor Cafferty actúa en representación del señor Andropov en algunos proyectos de desarrollo.

– ¿Por qué eligió a Cafferty?

Bakewell rió irritado.

– Pregúnteselo a él.

– Le estoy preguntando a usted, señor.

– Me da la impresión de que está dando palos de ciego, sargento, y no con mucha sutileza. Como ministro de Fomento mi trabajo me obliga a hablar de las posibilidades de desarrollo con hombres de negocios de cierto calibre.

– ¿Por lo que iría acompañado de sus asesores? -Clarke observó cómo Bakewell trataba de encontrar una respuesta-. Si acudió allí de manera oficial -insistió-, supongo que iría con su equipo de asesores.

– Era una reunión oficiosa -espetó el político.

– ¿Es eso algo generalizado, señor, en su línea de trabajo?

Bakewell estaba a punto de protestar, o de largarse; ya tenía las manos apoyadas en las rodillas, dispuesto a ponerse en pie, pero se acercó una mujer que se dirigió a él.

– Jim, ¿dónde te has metido? -dijo Megan MacFarlane, volviéndose hacia Clarke-. Ah, es usted.

– Me está interrogando sobre Alexander Todorov y Sergei Andropov -dijo Bakewell.

MacFarlane miró enfurecida a Clarke como dispuesta al ataque, pero ella no le dio la oportunidad.

– Me alegro de verla, señorita MacFarlane -dijo-. Quería preguntarle algo sobre Charles Riordan.

– ¿Quién?

– El que hizo unas grabaciones con su comité para una instalación.

– ¿Se refiere al proyecto de Roddy Denholm? -preguntó MacFarlane con interés-. ¿Qué quiere saber?

– El señor Riordan era amigo de Alexander Todorov y ahora los dos están muertos.

Pero el intento de Clarke por distraer la atención de MacFarlane no sirvió de nada, y vio que la diputada apuntaba con un dedo hacia Rebus.

– ¿Qué hace éste acechando aquí? -inquirió.

Bakewell se volvió hacia Rebus, pero no sabía quién era.

– Yo no le conozco -dijo.

– Es su jefe -dijo MacFarlane-. Jim, me da la impresión de que esta conversación privada no lo es tanto.

Bakewell cambió su expresión de sorpresa por la de cólera.

– ¿Es cierto? -preguntó a Clarke, pero fue MacFarlane quien tomó de nuevo la palabra con verdadera fruición.

– Además, creo que está suspendido de servicio hasta la jubilación -comentó.

– ¿Y cómo se ha enterado, señorita MacFarlane? -preguntó Rebus.

– Tuve ayer una entrevista con su jefe de policía y mencionó su nombre. A Corbyn no le va a gustar mucho esto -añadió con una especie de chasquido de la lengua.

– Esto es intolerable -farfulló Bakewell, poniéndose en pie.

– Yo tengo el número de James Corbyn si te hace falta -dijo MacFarlane a su colega parlamentario tendiéndole el móvil. Su ayudante, Roddy Liddle, apareció a su lado cargado con archivadores y carpetas.

– ¡Intolerable! -repitió Bakewell, haciendo que algunas cabezas se volvieran.

Dos guardianes de seguridad mostraron cierto interés.

– ¿Nos vamos? -dijo Clarke a Rebus.

Aún le quedaba algo de café, pero pensó que la cortesía le obligaba a acompañarla en su digna retirada hacia la salida.

Capítulo 38

– ¿Adonde vamos ahora? -preguntó Rebus mientras la llevaba a Gayfield Square.

– A hablar con el chófer de Stahov, supongo.

– ¿Crees que el consulado accederá?

– ¿Se te ocurre algo mejor?

Él se encogió de hombros.

– Quizá sea más fácil abordarle en la calle.

– ¿Y si no habla inglés?

– Creo que sí lo habla -respondió Rebus recordando los coches aparcados junto al canal y al guardaespaldas de Cafferty charlando con el chófer de Andropov-. Y si no lo habla, tú y yo conocemos a una traductora -añadió señalando hacia el asiento trasero donde estaba el CD-. Y me debe un favor.

– Así que ¿abordo al chófer en la calle y comienzo a interrogarle? -dijo ella mirándole-. ¿Quieres que me meta en más líos aún?

El Saab cruzó el semáforo de Regent Road y se dirigió hacia Royal Terrace.

– ¿Hasta qué extremo puedes hacerlo? -inquirió él finalmente.

– No mucho más -respondió ella-. ¿Crees que Bakewell hablará con el jefe de policía?

– Es posible.

– En ese caso, seguramente compartiremos suspensión de servicio.

– ¿A que sería divertido? -replicó él mirándola de reojo.

– Yo creo que tú te estás volviendo loco, John.

Vieron que un coche patrulla les seguía y hacía señales con los faros.

– Dios, ¿ahora qué pasa? -exclamó Rebus, parando poco antes de la siguiente rotonda y bajando del coche.

El conductor se tomó un tiempo ajustándose la gorra que acababa de ponerse. Rebus no le conocía.

– ¿Inspector Rebus? -dijo el agente. Rebus asintió con la cabeza-. Tengo órdenes de llevarle.

– Llevarme, ¿adonde?

– A la comisaría de West End.

– ¿Shug Davidson me da una fiesta?

– Yo no sé nada.

Tal vez no, pero Rebus sí: habían descubierto algo que le incriminaba y se apostaba cualquier cosa a que no era una medalla. Se volvió hacia Clarke, que también se había bajado del coche y ahora apoyaba las manos en el techo. Unos peatones se detuvieron a mirar.

– Llévate el Saab -dijo Rebus-, y entrega el CD a la doctora Colwell.

– ¿Y el chófer?

– Hay cosas que deberás decidir tú sola.

Subió al asiento trasero del coche patrulla.

– Luces y sirena, muchachos -dijo-. No puedo hacer esperar a Shug Davidson.

Pero no era Davidson quien le esperaba en Torphichen Place, sino el inspector Calum Stone, sentado a la única mesa del cuarto de interrogatorios, con el sargento Prosser en un rincón con las manos en los bolsillos.

– Por lo visto tengo un club de admiradores -dijo Rebus sentándose frente a Stone.

– Tengo novedades para usted -replicó Stone-. La sangre del protector para zapatos era de Cafferty.

– Sí, claro; el análisis del ADN tarda más.

– Bien, es del grupo sanguíneo de Cafferty.

– Barrunto algún «pero».

– No hay huellas dactilares precisas -admitió Stone.

– ¿Lo que significa que no pueden demostrar que procede del maletero de mi coche? -dijo Rebus dando una palmada y haciendo gesto de levantarse.

– Siéntese, Rebus.

Rebus se lo pensó un instante y se sentó.

– Cafferty sigue inconsciente -dijo Stone-. No han dictaminado coma, pero sé que lo estará pensando. Los médicos dicen que puede quedar en estado vegetativo. Por lo que, en definitiva, a lo mejor no conseguimos arrebatarle el triunfo, después de todo -añadió con los ojos entrecerrados.