– ¿Sigue creyendo que fui yo?
– Sé perfectamente que fue usted.
– ¿Y yo se lo dije a la sargento Clarke porque necesitaba que le telefoneara para apartarles del lugar de la encerrona?
Rebus vio cómo Stone asentía despacio con la cabeza.
– Utilizó ese accesorio de plástico para no mancharse de sangre -espetó Prosser desde el rincón-. El protector se le voló al canal y no pudo arriesgarse a recuperarlo.
– ¡Otra vez lo mismo! -replicó Rebus.
– Y sin duda volveremos a ello -añadió Stone-. En cuanto hayamos concluido la investigación.
– Estoy deseando que concluya -dijo Rebus poniéndose en pie decidido-. ¿Es todo cuanto quería de mí?
Stone volvió a asentir con la cabeza y aguardó a que Rebus llegara a la puerta para lanzarle otra pregunta.
– Los agentes que le trajeron dicen que en su coche había una mujer… ¿La sargento Clarke?
– Claro que no.
– Mentiroso -comentó Prosser.
– Sigue suspendido de servicio, Rebus -añadió Stone-. ¿Quiere arrastrarla en su caída?
– Es curioso que es lo mismo que ella me dijo hace ni media hora -replicó Rebus abriendo la puerta y largándose de una vez.
La doctora Colwell estaba ante el ordenador cuando llegó Siobhan Clarke. En opinión de Clarke usaba demasiado maquillaje y habría estado mejor sin él. Su pelo era bonito, pese a que sospechaba que era teñido.
– Le he traído el CD del recital del poeta -dijo Clarke poniéndolo en la mesa.
– Muchísimas gracias -dijo Colwell cogiéndolo y mirándolo.
– ¿Sería tan amable de echar una mirada a una cosa?
– Naturalmente.
– Tendré que usar su ordenador… -la profesora le hizo seña de que se sentara y Clarke ocupó su silla mientras Colwell permanecía detrás de ella viendo cómo tecleaba para entrar en la página de la librería Word Power y en la opción de fotografías donde aparecía el café-. ¿Hizo alguna otra foto? -preguntó señalando con la cabeza la pared donde estaba la instantánea de Todorov.
– Eran tan malas que las borré. No se me da muy bien hacer fotos.
Clarke asintió con la cabeza y señaló la pantalla con el dedo.
– ¿Recuerda a este hombre? -preguntó.
Colwell se inclinó para ver mejor el rostro del chófer.
– Sí, estaba allí.
– ¿Y no sabe quién es?
– ¿Debería saberlo?
– ¿Habló Todorov con él?
– No sabría decirle. ¿Quién es?
– Un ruso… trabaja en el consulado.
– ¿Sabe qué? -dijo Colwell escrutando el rostro-. Creo que también le vi en la Biblioteca de Poesía.
– ¿Está segura? -inquirió Clarke volviendo la cabeza.
– Él y otro hombre… No, no estoy segura -añadió negando con la cabeza.
– Piénselo bien -dijo Clarke. Colwell se apartó el flequillo con las dos manos mientras reflexionaba.
– No estoy segura -dijo al cabo de una pausa, dejando caer de nuevo el pelo sobre su frente-. Tal vez esté confundiendo un recital con otro… ¿me entiende?
– ¿Se imagina que vio a ese hombre en uno de ellos porque lo vio en el otro?
– Exactamente. ¿Tiene más fotos de él?
– No.
Clarke comenzó a teclear otra vez y escribió el nombre de Nikolai Stahov en el buscador. Al no obtener resultado, hizo la descripción física del agente consular para Colwell.
– No me suena -dijo la profesora, disculpándose.
Clarke volvió a probar, esta vez con el nombre de Andropov. Colwell volvió a encogerse de hombros, y ella entró en la página del Evening News, retrocediendo fechas hasta encontrar el artículo sobre los rusos y su fastuosa cena y señalar con el dedo la foto de la pantalla.
– No me resulta desconocido -dijo Colwell.
– ¿De la Biblioteca de Poesía?
La doctora se encogió de hombros y lanzó un prolongado suspiro. Clarke le dijo que no se apurara y llamó a la Biblioteca con el móvil.
– ¿Señorita Thomas? -preguntó cuando respondieron a la llamada.
– Hoy no está -contestó otra voz de mujer-. ¿En qué puedo servirle?
– Soy la sargento Clarke de la policía. Estoy investigando el homicidio de Alexander Todorov y quería hacerle a ella una pregunta.
– Hoy está en casa… ¿Quiere su número?
Clarke anotó el número y a continuación hizo la llamada. Preguntó a Abigail Thomas si tenía acceso a Internet y la instruyó sobre los enlaces de Word Power y el periódico.
– Hum, sí -dijo finalmente Thomas-. Creo que estaban los dos. Sentados delante, en la segunda fila, creo.
– ¿Está segura?
– Casi segura.
– Una comprobación, señorita Thomas. ¿No se hicieron fotos esa noche?
– Supongo que alguien pudo hacerlas con el móvil.
– ¿No tienen videovigilancia en el establecimiento?
– Esto es una biblioteca -replicó Abigail Thomas.
– Era una simple pregunta… Gracias por su ayuda -dijo Clarke cortando la comunicación.
– ¿Por qué es tan importante esa identificación? -preguntó Colwell interrumpiendo las cavilaciones de Clarke.
– Tal vez no lo sea -contestó ella-, pero Todorov y Andropov tomaron una copa en el mismo bar la noche en que mataron al poeta.
– A juzgar por el artículo de ese periódico, ¿el señor Andropov es un hombre de negocios?
– Los dos se criaron en Moscú. El inspector Rebus dice que se conocían…
– Ah.
Clarke se percató de que sus palabras hacían cavilar a la profesora.
– ¿Qué sucede? -inquirió.
– Tal vez eso explique algo -contestó Colwell.
– ¿Qué, doctora Colwell?
La profesora cogió el compacto del poeta, «Poema ex tempore de Alexander», se acercó a unas estanterías y se agachó ante un aparato de alta fidelidad en el que introdujo el disco y apretó la tecla. El cuarto se llenó con el rumor del público ocupando los asientos y algunos carraspeos.
– Está hacia la mitad -dijo apretando la tecla de avance, pero llegó al fin de la grabación-. Se me ha olvidado que es una sola grabación.
Rebobinó y apretó el avance rápido.
– La primera vez que lo oí -comentó Clarke-, advertí que recitó poemas en inglés y algunos en ruso.
Colwell asintió con la cabeza.
– El poema nuevo es en ruso. Ah, aquí está -volvió a su mesa y cogió un papel y un bolígrafo, concentrándose mientras escribía. Finalmente, dijo a Clarke que apretara «rebobinar» y volvieron a escuchar el poema; cuando advertía que Colwell se quedaba retrasada, Clarke pulsaba «pausa»-. Necesitaría más tiempo -dijo ella-. No es la mejor manera de traducir un poema.
– Digamos que es un trabajo inconcluso -dijo Clarke sonriente.
Colwell se pasó la mano por la melena y comenzó de nuevo. Al cabo de veinte minutos, dejó el papel y el bolígrafo en la mesa. En el disco, Todorov se dirigía en inglés al público anunciando que el siguiente poema era de Astapovo Blues.
– No dice que sea un nuevo poema -comentó Clarke.
– Nada -corroboró Colwell.
– Ni lo presentó.
Colwell negó con la cabeza y volvió a echarse el pelo hacia atrás.
– Yo no creo que muchos advirtieran que era un poema nuevo.
– ¿Por qué está segura de que era nuevo?
– En su piso no había ningún borrador, pero yo conozco muy bien su obra publicada.
Clarke asintió con la cabeza y tendió la mano.
– ¿Me permite? -dijo. La profesora se mostraba reacia, pero finalmente tendió la libreta a Clarke.