Comenzaron a caminar escrutando señales esporádicas de gotas.
– ¿Vas a incorporarte a la SCRU? -preguntó Duff.
– ¿Tú crees que me querrían en la SCRU?
La SCRU era la Unidad de Revisión de Crímenes Graves formada por agentes jubilados cuya misión era examinar los casos no cerrados.
– ¿Te has enterado de lo que resolvimos la semana pasada? -preguntó Duff-. Obtuvimos ADN de una huella dactilar sudada. Ese tipo de detección puede ser útil en casos no resueltos; con una ampliación del ADN se pueden comparar muchos ADN.
– Lástima que yo no pueda descifrar lo que dices.
Duff contuvo la risa.
– El mundo cambia, John. Y más rápido de lo que muchos podemos asumir.
– ¿Quieres decir que me una al basurero?
Duff se encogió de hombros. Habían recorrido unos cien metros y se encontraban en la entrada de un aparcamiento de varias plantas con dos barreras, a elección de los automovilistas. Tras pagar la tarifa, se introducía el recibo en la ranura y se alzaba la barrera.
– ¿Habéis identificado a la víctima? -preguntó Duff mirando el suelo para detectar el rastro.
– Era un poeta ruso.
– ¿Llevaba coche?
– Era incapaz de cambiar una bombilla, Ray.
– En los aparcamientos siempre quedan restos de aceite.
Rebus advirtió que había intercomunicadores junto a ambas barreras. Pulsó un botón y aguardó. Transcurrido un instante se oyó crepitar el altavoz.
– ¿Qué desea?
– ¿Podría ayudarme…?
– ¿Busca alguna calle? Mire, amigo, esto es un aparcamiento. Lo único que aceptamos son coches.
Rebus tardó un instante en hacerse cargo de la situación.
– ¿Puede verme?
Claro: había una cámara de videovigilancia en un rincón elevado enfocada hacia la salida. La señaló con un gesto.
– ¿Tiene algún problema con el coche? -preguntó la voz.
– Soy policía -contestó Rebus-. Quiero hablar con usted.
– ¿De qué?
– ¿Dónde está?
– En la primera planta -respondió finalmente la voz-. ¿Es por el accidente que tuve?
– Depende… ¿atropello a alguien y lo mató?
– Dios, no.
– Entonces no se preocupe. Subimos dentro de un minuto -dijo Rebus acercándose a donde Ray Duff estaba a cuatro patas mirando debajo de un BMW dentro del aparcamiento.
– No me gustan estos BMW nuevos -comentó Duff al advertir la presencia de Rebus a su espalda.
– ¿Has descubierto algo?
– Creo que hay sangre debajo… y bastante. Creo incluso que el rastro acaba aquí.
Rebus dio la vuelta alrededor del vehículo. El boleto del parabrisas indicaba que había entrado a las once de la mañana.
– ¿Hay algo debajo del coche de al lado? -añadió Duff.
Rebus dio la vuelta alrededor del gran Lexus pero no vio nada; no había más remedio que arrodillarse. Sí, había un trozo de cordel o de alambre. Estiró el brazo para agarrarlo hasta que lo consiguió. Se puso en pie con ello colgando entre el pulgar y el índice: una cadenita de plata.
– Ray, trae tu instrumental -dijo.
Capítulo 5
Clarke decidió que no valía la pena ir a ver a la bibliotecaria y la llamó desde el piso de Todorov mientras Hawes y Tibbet hacían el registro. Acababa de marcar el número cuando Hawes salió del dormitorio enarbolando el pasaporte del muerto.
– Estaba debajo del colchón -dijo-. Lo encontré a la primera.
Clarke asintió con la cabeza y salió al pasillo para que no oyera lo que hablaba.
– ¿Señorita Thomas? -preguntó-. Soy la sargento Clarke. Perdone que vuelva a molestarla…
Tres minutos más tarde regresaba al cuarto de estar con un par de nombres: efectivamente, Abigail Thomas había acompañado a Todorov al pub después del recital, pero ella sólo había tomado una copa y decía que el poeta no se habría dado por satisfecho sin antes pasar por otros cuatro o cinco pubs.
– Sé que estaba en buenas manos con el señor Riordan -añadió.
– ¿El ingeniero de sonido?
– Sí.
– ¿No había otras personas? ¿Ningún otro poeta?
– Sólo nosotros tres, y ya le digo que yo no me quedé mucho tiempo…
Colin Tibbet había terminado de registrar los cajones del escritorio y de la cocina y comenzó a inclinar el sofá para comprobar si había algo más que polvo. Clarke cogió un libro del suelo. Era otro ejemplar de Astapovo Blues. Había leído un par de minutos en Internet la biografía del conde Tolstoi y sabía que su vida había concluido en la vía muerta de una estación, rechazado por una esposa que se negaba a adaptarse a su vida austera. Esta información le había ayudado a entender mejor el sentido del último poema del libro «Codex Coda» y el verso de «una muerte fría y limpia». Comprobó que Todorov no había acabado los poemas del libro porque en todos ellos había enmiendas a lápiz. Recogió las hojas tiradas en la papelera.
La ciudad es invisible
El aire clama estragos
Cargado como un
El resto de la hoja era una serie de signos de puntuación. En la mesa había una carpeta vacía; un libro de sudokus difíciles, todos acabados; bolígrafos y lápices y un estuche de grafista con instrucciones. Se acercó a la pared, miró el plano de autobuses de Edimburgo y vio un trazo desde King’s Stables Road hasta Buccleuch Place. Podía haber optado por una docena de itinerarios y quizá fuera una ruta de pubs o que anduvo sin saber dónde ir. No podía realmente interpretarse como el itinerario hacia la residencia, porque podía haber salido de casa, cruzar George Square, dirigirse a Candelmaker Row y bajar por la empinada costanilla hasta Grassmarket. Allí había muchos pubs y King’s Stables Road quedaba cerca a mano derecha… Sonó su móviclass="underline" era el inspector Rebus.
– Phyl ha encontrado el pasaporte -dijo ella.
– Y yo acabo de encontrar en el suelo del aparcamiento la cadenita que llevaba al cuello.
– ¿Entonces le mataron allí y dejaron el cadáver en la calle?
– A juzgar por el rastro de sangre…
– O fue tambaleándose hasta derrumbarse allí.
– Es otra posibilidad -comentó Rebus-. Pero, entonces, ¿qué hacía en el aparcamiento? ¿Estás en el piso?
– Iba ya a marcharme.
– Antes incluye en la lista de registro las llaves de un coche y permiso de conducir. Y pregunta a Scarlett Colwell si Todorov disponía de un vehículo. Estoy seguro de que dirá que no, pero es igual.
– ¿No hay ningún coche abandonado en el aparcamiento?
– Buena idea, Shiv. Haré que lo comprueben. Te llamo más tarde.
Concluida la comunicación, ella esbozó una sonrisa; hacía meses que no veía a Rebus tan animado. Y volvió a preguntarse qué demonios haría después de jubilarse. Respuesta: lo más probable, fastidiarla llamándola a diario para saber si tenía muchos casos.
Clarke localizó desde el móvil a la doctora Colwell, que no había desconectado el suyo.
– Lo siento si he interrumpido su clase -dijo excusándose.
– He mandado a los alumnos a casa.
– Es comprensible. Tal vez debería tomarse el día libre. Ha debido de afectarle la noticia.
– ¿Y para qué? Mi novio está en Londres y me vería yo sola en casa.
– Siempre puede llamar a una amiga -replicó Clarke levantando la vista al advertir que Hawes volvía a entrar, pero esta vez no hizo más que encogerse de hombros: ninguna agenda, llaves ni tarjeta bancaria. Tibbet tampoco había encontrado nada y se había sentado en un sillón leyendo con el ceño fruncido un poema de Astapovo Blues-. Bien -añadió Clarke-, llamo para preguntarle si Alexander tenía coche.