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– No es más que un borrador… no sé bien dónde caen las pausas…

Clarke hizo caso omiso de sus reticencias y comenzó a leer.

«La lengua del invierno lame a los hijos de Zhdanov… La lengua del diablo lame a la madre Rusia, cubriendo sus papilas con metales preciosos. Despiadado apetito… La gula no se sacia, no descansa, no ama. El deseo madura sólo para arrasar. No hay bocados aquí para quienes el hambre acosa, ni castigo para todos cuando caen las sombras del invierno… semejante pandilla de sinvergüenzas en mi país».

Clarke volvió a leerlo y miró a Colwell a la cara.

– No es muy bueno, ¿no cree?

– No está pulido -replicó la profesora a la defensiva.

– No me refiero a su traducción -añadió Clarke.

Finalmente, Colwell asintió con la cabeza.

– Pero desborda indignación -dijo.

Clarke recordó las palabras del profesor Gates: «Una auténtica furia».

– Sí -dijo-, y toda esa imaginería de la alimentación…

Colwell dijo pensativa:

– Ese artículo de prensa, ¿apareció después de la muerte de Alexander?

– Sí, pero la cena tuvo lugar unos días antes… tal vez él se enteró.

– ¿Cree, entonces, que es un poema sobre ese hombre de negocios?

– Compuesto sobre la marcha en el recital, sólo para restregárselo por las narices. Andropov hizo su fortuna con esos «metales preciosos» que menciona Todorov.

– ¿Y él sería el diablo?

– No parece muy convencida.

– Es una traducción sobre la marcha… Ahora que pienso, ciertas expresiones… Necesito más tiempo.

Clarke asintió despacio con la cabeza, y de pronto recordó algo.

– ¿Puede escuchar conmigo otro disco?

Encontró el CD en el bolso y se arrodilló ante el tocadiscos. De nuevo les costó cierto tiempo dar con el momento del recital en Word Power en que el micrófono ambulante de Charles Riordan captaba la voz en ruso.

– Escuche -dijo Clarke.

– Sólo son un par de palabras -comentó Colwell-. Contesta a una llamada en el móvil, y sólo dice «diga» y «».

– Era por estar segura -dijo Clarke con un suspiro, extrayendo el disco y levantándose. Volvió a coger la libreta-. ¿Puede prestarme el poema cierto tiempo? Mientras, usted puede seguir tratando de llegar a una versión más exacta.

– ¿Existía rencor entre Alexander y ese hombre de negocios?

– No estoy segura.

– Pero sería un móvil, ¿verdad? Y si se volvieron a ver en ese bar…

Clarke alzó una mano.

– No hay pruebas de que se vieran en el bar, por ello, le agradecería que no hablase de esto con nadie, doctora Colwell. Por no interferir la investigación.

– Comprendo -dijo la profesora asintiendo con la cabeza. Clarke arrancó la hoja de la libreta y la dobló en cuatro.

– Un consejo -añadió después de doblarla-. El último verso del poema, que es una cita de Robert Burns, más que «una pandilla de sinvergüenzas» es una «pandilla de granujas».

Capítulo 39

Rebus se sentó junto al lecho de Morris Gerald Cafferty.

Había mostrado su carnet de policía, preguntando a la enfermera si había tenido alguna otra visita. La enfermera negó con la cabeza.

No, porque, aparte de la presencia irritante de Rebus, Cafferty no tenía amigos. Su esposa había muerto, al hijo lo habían asesinado años atrás y su antiguo lugarteniente había «desaparecido» tras una discusión. Sólo tenía en casa al guardaespaldas, cuya mayor preocupación en aquel momento sería cómo ganarse la vida. Claro que habría contables y abogados -Stone tendría una lista- pero éstos no eran de los que hacen visitas de cortesía.

Cafferty continuaba en la unidad de cuidados intensivos, pero Rebus oyó a las enfermeras hablar de una previsible falta de camas. Tal vez le trasladasen a la sala general, o a una habitación si podían acceder a sus finanzas. De momento no le faltaban tubos, aparatos ni monitores centelleantes, conectados por cables al cráneo, para medir la actividad cerebral, más un goteo en el brazo. Le habían puesto una especie de camisón, pero Rebus se imaginaba que sería abierto por detrás; en sus brazos desnudos el vello gris parecía alambre de plata.

Rebus se puso en pie y se inclinó sobre su rostro, pensando en si el aparato registraría su proximidad, pero no observó ningún cambio en el monitor. Miró el trayecto desde el cuerpo de Cafferty hasta los aparatos y desde ellos a los enchufes de la pared. El médico había dicho que Cafferty no estaba agonizando; un motivo más para trasladarle fuera de cuidados intensivos. ¿Con qué grado de intensidad hay que cuidar de un cuerpo en estado vegetativo? Rebus miró los nudillos y las uñas de Cafferty, sus gruesas muñecas y la piel blanquecina y seca de los codos. Era un hombre robusto, pero no especialmente musculoso. En el cuello tenía unas arrugas como los círculos de un árbol recién talado y la mandíbula laxa, con la boca abierta y un tubo insertado en ella. En una mejilla se apreciaba un reguero de saliva reseca. Así, con los ojos cerrados, Cafferty parecía bastante inofensivo. El poco pelo que le quedaba estaba sucio. Aquellos gráficos a los pies de la cama no le decían nada a Rebus; eran una manera de reducir la vida del paciente a cifras y diagramas. No podía saberse si una línea ascendente era buena o mala señal.

– Despierta, cabrón -musitó Rebus al oído del gángster-. Se acabó el juego -no captó ni un parpadeo-. No te escondas dentro de ese cabezón. Te estoy esperando.

La única respuesta fue un borboteo en la garganta, un ruido que Cafferty repetía cada medio minuto aproximadamente. Rebus volvió a desplomarse en la silla. Una enfermera que entró en aquel momento le preguntó si era hermano del paciente.

– ¿Qué más da? -replicó él.

– Lo digo porque se parece a él -añadió ella dejándole a solas.

Rebus pensó que era una anécdota digna de ser compartida con el paciente, pero antes de que pudiera transmitírsela notó una vibración en el bolsillo de la camisa. Sacó el móvil y miró a derecha e izquierda por si miraba alguien.

– ¿Qué sucede, Shiv? -dijo.

– Andropov y su chófer estuvieron en el recital de la Biblioteca de Poesía y Todorov improvisó un poema dirigido a Andropov, creo.

– Interesante.

– ¿Te han dejado en paz?

Rebus tardó un instante en captar a qué se refería.

– El interrogatorio terminó. En el protector sólo había sangre, del grupo de Cafferty.

– Ah. ¿Dónde estás?

– Visitando al paciente.

– Dios, John, ¿qué van a pensar?

– No estoy pensando en asfixiarle con la almohada.

– Pero imagina que la diña mientras tú estás ahí…

– Tienes razón, sargento Clarke.

– Así que lárgate.

– ¿Dónde nos vemos?

– Yo tengo que volver a Gayfield Square.

– ¿No íbamos a buscar al chófer?

– No vamos a buscar al chófer.

– ¿Quieres decir que se lo vas a pasar a Derek Starr?

– Sí.

– Él no conoce el caso como nosotros, Siobhan.

– John, nosotros no hemos averiguado nada.

– No estoy de acuerdo. Las relaciones comienzan a esclarecerse… no me digas que no lo percibes.

Se había levantado de nuevo de la silla para inclinarse sobre el rostro de Cafferty. Un aparato lanzó un pitido agudo que hizo que Clarke lanzara un elocuente suspiro.

– Sigues junto a la cama -dijo.