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– Me pareció verle parpadear. Bueno, ¿dónde nos vemos?

– Espera que hable con Starr y Macrae.

– Mejor habla con Stone.

Ella guardó silencio un instante.

– Debo de haber oído mal.

– El SCD tiene más garra que nosotros. Cuéntale la relación Todorov-Andropov.

– ¿Por qué?

– Porque puede servirle a Stone para la incriminación de Cafferty. Andropov es un hombre de negocios… y los hombres de negocios hacen tratos.

– Sabes que no voy a hacerlo.

– No sé para qué pierdo el tiempo.

– Porque piensas que necesito que Stone sea amigo mío. Él está convencido de que yo te ayudé a montar la encerrona a Cafferty, y la única manera de demostrarle lo contrario sería contarle eso.

– A veces eres muy lista cuando te interesa -hizo una pausa-. De todos modos, debes hablar con él. Si el consulado alega inmunidad diplomática, el SCD tiene más poder que nosotros.

– Lo que quiere decir…

– Que tiene acceso a la Brigada Especial y al servicio secreto.

– ¿Vas a ponerte en plan James Bond conmigo?

– Sólo hay un James Bond, Shiv -replicó él, incapaz de soltar la carcajada.

– Lo pensaré si me prometes que antes de cinco minutos te has ido del hospital -añadió ella.

– Ya me marcho -mintió él, cortando la comunicación.

Tenía la boca seca y pensó que al paciente no le importaría que tomase un poco del agua que había en un armarito junto a la cama, en una botella de plástico transparente. Cogió el vaso que había al lado y se sirvió dos veces. A continuación decidió echar un vistazo en el armarito.

No esperaba encontrar el reloj, la cartera y las llaves de Cafferty, pero ya que estaban allí abrió la cartera y vio que contenía cinco billetes de diez libras, un par de tarjetas de crédito y trozos de papel con números de teléfono, todos ellos desconocidos para él. El reloj era un Rolex, por supuesto; lo sopesó en la mano y comprobó que era auténtico. Cogió las llaves; había media docena que tintinearon en su mano mientras les daba vueltas. Las llaves de la casa. Les dio vueltas y más vueltas sin dejar de mirar a Cafferty.

– ¿Te importa? -musitó en voz baja, haciendo una pausa-. Ya me parecía…

* * *

La suerte seguía jugando a su favor: no estaba conectada la alarma ni había rastro del guardaespaldas.

Nada más abrir la puerta, lo primero que hizo fue mirar si en los rincones del techo había cámaras de seguridad. Ninguna; así que siguió hasta el estudio. Era una casa victoriana de techos altos con molduras. Cafferty había comenzado a coleccionar pintura, grandes cuadros con manchones que le hacían daño a la vista a Rebus. Pensó si alguno sería de Roddy Denholm. Las cortinas estaban echadas; las dejó así y encendió la luz. Había un televisor, un tocadiscos y tres sofás. Sobre la mesita de centro con tapa de mármol sólo quedaban un par de periódicos atrasados y unas gafas; el gángster era demasiado presumido para ponérselas fuera de casa. Vio una puerta a la derecha de la chimenea y la abrió. Era el bar de Cafferty, con capacidad para una nevera doble y varios botelleros con vinos y una estantería de alcohol y licores. Resistiendo la tentación, cerró la puerta y salió al vestíbulo. Más puertas: una gran cocina, un invernadero con mesa de billar, lavandería, el baño, el despacho y otro cuarto de estar menos lujoso. Se preguntó si realmente el gángster disfrutaba viviendo en aquella casa tan grande.

«Claro que sí», se respondió a sí mismo. La escalera era ancha y alfombrada. En el primer piso había dos dormitorios con cuarto de baño anexo; un cine casero con pantalla de plasma de cuarenta y dos pulgadas empotrada en la pared y lo que parecía un trastero, lleno de cajas y más cajas grandes de madera, casi todas vacías. Sobre una de ellas había un sombrero de mujer, álbumes de fotos y zapatos debajo. Rebus se imaginó que era cuanto quedaba de la difunta señora Cafferty. En la pared, una diana con pinchazos fuera del círculo, prueba de que alguien tenía que mejorar su puntería. Rebus se imaginó que habría caído en desuso al cambiar el destino del cuarto.

La última puerta del descansillo daba a una escalera de caracol. En el piso superior había más habitaciones: una la ocupaba una mesa de billar cubierta con una funda, y otra era una librería bastante llena. Rebus reconoció el modelo: él había comprado uno igual en Ikea. La mayoría de los libros eran tomos en rústica polvorientos, novelas de misterio para el señor y novelas rosa para la señora. Había algunos libros infantiles, seguramente del hijo de Cafferty. Se notaba que era una casa poco habitada, el parquet crujía al pisarlo. Supo que el gángster rara vez subía allí.

Volvió al piso de abajo y al despacho de Cafferty. Era una habitación espaciosa con una ventana que daba al jardín trasero. También tenía las cortinas echadas, pero se aventuró a abrir una rendija para ver la casita del guardaespaldas. Había dos coches aparcados -el Bentley y un Audi- pero ni rastro de aquél. Corrió las cortinas y encendió la luz. En el centro del cuarto había un viejo escritorio lleno de papeles, facturas a simple vista. Se sentó en el sillón de cuero y comenzó a abrir cajones. Lo primero que encontró fue una pistola con una inscripción grabada en el cañón que parecía en ruso.

«¿Un regalito de tu amigo?», pensó. Pero no tenía balas en el cargador, ni las había en el cajón. Hacía tiempo que Rebus no empuñaba un arma de fuego. La sopesó, comprobó el equilibrio y volvió a dejarla en su sitio cogiéndola con el pañuelo. El siguiente cajón estaba lleno de extractos de bancos. Vio que Cafferty tenía dieciséis mil libras en la cuenta corriente, un cuarto de millón con interés en acciones de bolsa y otras cien mil en acciones personales. No encontró recibos de pago de hipoteca, lo que probablemente era prueba de que la casa era de su propiedad. En aquella zona de Edimburgo valdría millón y medio. Pero no sería el único bien del gángster; Stone había insinuado unas compañías de inversión en el extranjero. Cafferty era dueño de bares, discotecas, de una agencia de alquiler de pisos y de unos billares, y se decía que tenía parte en una empresa de taxis.

De pronto advirtió algo en un rincón: una vieja caja de caudales con cerradura de combinación, de color verde grisáceo y fabricada en Kentucky. Se acercó y no le extrañó que estuviera cerrada. La única combinación que se le ocurría probar era la de la fecha de cumpleaños de Cafferty. Dieciocho, diez, cuarenta y seis. Tiró de la manivela y la puerta se abrió.

Se agasajó con una sonrisa. No sabía por qué recordaba aquellas cifras, pero de algo le había servido.

En el interior había dos cajas de munición del calibre nueve milímetros, cuatro gruesos fajos de billetes de cincuenta y de veinte libras, libros de contabilidad, discos de ordenador y un joyero con los collares y pendientes de la difunta esposa. Rebus cogió el pasaporte de Cafferty y lo hojeó: ningún viaje a Rusia. Un certificado de nacimiento de Cafferty y los certificados de defunción de la esposa y el hijo. En el certificado de matrimonio, expedido en Edimburgo, constaba que Cafferty se había casado en 1973. Dejó todo en su sitio y examinó los discos: no tenían etiqueta ni inscripción. Además, en el despacho no había ordenador… ni había visto ninguno en toda la casa. En el estante inferior de la caja de caudales había una caja de cartón. La cogió y la abrió: una docena de discos plateados brillantes. Compactos, pensó de entrada, pero miró una a la luz y vio que estaba marcado DVD-R, 4 7G. Él no era un técnico, pero comprendió que éste podía verlo en el aparato del primer piso. Ninguno tenía etiqueta, sólo señales de colores: verde, azul, roja o amarilla.

Cerró la caja fuerte y giró la combinación, apagó la luz y subió al primer piso. El salón de cine tenía ventanas con contraventanas, con una fila de bancos de cuero y otra detrás de sofás de dos plazas. Se agachó ante los aparatos e introdujo el DVD, conectó la pantalla y tomó asiento. Tuvo que probar con tres mandos a distancia para ponerlo todo en marcha: pantalla, DVD y altavoces. Sentado en el borde del sofá de cuero se dispuso a mirar lo que parecía metraje de vigilancia.