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No quedaban ya periodistas pululando ante la comisaría. La última noticia sobre las dos muertes ocupaba un párrafo de tres centímetros en las páginas interiores del Evening News. Starr celebraba otra reunión con Macrae; tal vez más tarde aquel mismo día anunciasen que la investigación había quedado dividida, dado que no existían indicios de que la muerte de Todorov tuviera relación con la de Riordan. Desharían el equipo y el caso de Riordan volvería a ser competencia de Homicidios de Leith.

A menos que Clarke lo impidiera.

Tardó otros diez minutos en decidirlo. Starr continuaba reunido, así que cogió su abrigo y se acercó a la mesa en que trabajaba Goodyear.

– ¿Va a salir? -preguntó él.

– Vamos a salir los dos -contestó ella para júbilo del joven.

Tardaron diez minutos en coche en llegar al consulado, que era una gran casona georgiana entre otras cerca de la catedral episcopaliana. Estaba en una calle bastante ancha con aparcamiento en el centro de la calzada, del que arrancó un coche en el momento en que ellos llegaban. Mientras Goodyear echaba las monedas en el parquímetro, Clarke examinó el coche que había al lado del suyo, muy parecido al que llevaba Andropov el día que acudió al Ayuntamiento y al de Nikolai Stahov en su visita al depósito de cadáveres: un viejo Mercedes negro con cristal trasero ahumado. Pero al ver que no tenía matrícula diplomática, llamó a la comisaría para comprobar. El coche estaba registrado a nombre de Boris Aksanov con domicilio en Cramond. Clarke anotó los datos y puso fin a la llamada.

– ¿Cree que nos permitirán interrogarle? -preguntó Goodyear al volver de la máquina. Ella se encogió de hombros.

– Ya veremos -dijo dirigiéndose al consulado; subió los tres peldaños de piedra y llamó al timbre. Les abrió una joven con sonrisa fija de recepcionista. Clarke ya tenía la identificación en la mano-. Quiero hablar con el señor Aksanov -dijo.

– ¿El señor Aksanov? -replicó la joven sin perder la sonrisa.

– El chófer. Su coche está ahí -añadió volviendo la cabeza.

– Pero él no está.

– ¿Está segura? -replicó Clarke mirándola fijamente.

– Claro que sí.

– ¿Y el señor Stahov?

– Tampoco está en este momento.

– ¿Cuándo estará?

– Más tarde, creo.

Clarke miró por encima del hombro de la mujer. El vestíbulo era amplio pero sin muebles, se veían desconchones en la pintura y el papel de las paredes era viejo. Una escalera curvada llevaba al piso superior, pero la vista no alcanzaba al rellano.

– ¿Y el señor Aksanov?

– No lo sé.

– ¿No está haciendo de chófer con el señor Stahov?

La joven comenzaba a hacer esfuerzos por mantener la sonrisa.

– Lo siento, pero yo no puedo…

– Aksanov es el chófer del señor Stahov, ¿no es cierto?

La mano de la joven se aferró a la madera de la puerta. Clarke vio que estaba a punto de cerrársela en las narices.

– Yo no puedo decirle nada -repetía.

– ¿Es un empleado consular el señor Aksanov? -la joven cerraba ya la puerta, despacio pero decidida-. Volveremos -añadió Clarke. La puerta se cerró y ella permaneció mirándola.

– Se le notaba el miedo en la mirada -comentó Goodyear. Clarke asintió con la cabeza.

– Y nos ha salido caro. Eché monedas para media hora.

– Cárgalo a las investigaciones -dijo Clarke, dándose la vuelta y dirigiéndose al coche, pero se detuvo junto al Mercedes y consultó su reloj. Nada más sentarse al volante, Goodyear preguntó si volvían a Gayfield Square. Ella negó con la cabeza.

– Los vigilantes de este aparcamiento son muy severos, y al Mercedes le quedan siete minutos.

– ¿Lo que significa que alguien tendrá que ir a echar monedas al parquímetro? -aventuró él. Pero Clarke volvió a negar con la cabeza.

– Eso es ilegal, Todd. Si quieren evitar una multa tendrán que cambiar de sitio el coche -añadió girando la llave de encendido.

– Yo creía que las embajadas no pagaban multa.

– Cierto. Cuando es un coche con matrícula diplomática -Clarke puso la marcha y salió del aparcamiento para detenerse junto al bordillo doce metros más allá-. Merece la pena esperar un poco, ¿no crees? -dijo.

– Así me libro de las transcripciones -comentó Goodyear.

– Todd, ¿no te gusta ya tanto el trabajo de policía?

– Creo que es mejor que vuelva a vestir el uniforme -contestó él haciendo estiramientos con los hombros-. ¿Se sabe algo del inspector Rebus?

– Han vuelto a convocarle a comisaría.

– ¿Será para imputarle?

– Le llamaron para comunicarle que no hay pruebas.

– ¿No han encontrado en el protector fibras que correspondan a su ropa?

– No.

– ¿Hay algún otro sospechoso?

– ¡Dios, Todd, yo qué sé! -el silencio que siguió duró doce segundos hasta que Clarke expulsó aire con fuerza-. Todd, lo siento…

– Soy yo quien debería disculparse -dijo el joven-. No he podido reprimir mi curiosidad.

– No; es culpa mía. Es que… podría tener problemas.

– ¿Cómo?

– Los de la SCDEA vigilaban a Cafferty, y él me encomendó que los desviara a otro lugar.

– Hostia -exclamó el joven con los ojos muy abiertos.

– Habla bien -dijo Clarke.

– Cafferty bajo vigilancia… Las cosas se ponen feas para el inspector Rebus.

Clarke se encogió de hombros.

– Vigilaban a Cafferty -repitió Goodyear, meneando despacio la cabeza. Clarke dirigió su atención a alguien que salía del consulado.

– Esto se pone bien -comentó.

Era el mismo hombre que acompañaba a Stahov en su visita al depósito de cadáveres; el mismo que aparecía en la foto del recital en Word Power. Aksanov abrió el coche y se sentó al volante. Clarke decidió girar la llave de encendido y dejar el motor al ralentí hasta ver si lo cambiaba de estacionamiento o iba a otro lugar. Al ver que dejaba atrás dos espacios libres lo tuvo claro.

– ¿Vamos a seguirle? -preguntó Goodyear abrochándose el cinturón de seguridad.

– Has acertado.

– Y luego, ¿qué?

– Estoy pensando en pararle con algún pretexto falso…

– ¿Cree que es prudente?

– Pues no lo sé. Ya veremos.

En Queensferry Street se encendió el intermitente izquierdo del Mercedes.

– ¿Sale de Edimburgo? -aventuró Goodyear.

– Aksanov vive en Cramond. Tal vez vaya allá.

Después de Queensferry Street, el Mercedes tomó Queensferry Road. Clarke miró el velocímetro y vio que alcanzaba el límite de velocidad. Vio que el siguiente semáforo cambiaba a rojo y comprobó que las luces del freno del Mercedes funcionaban perfectamente. Si iba a Cramond, probablemente seguiría hasta la rotonda de Barnton y luego giraría a la derecha. Lo que no sabía es si iba a dejarle que llegara tan lejos. En Queensferry Road había un semáforo cada cien metros. Al detenerse el Mercedes en uno de ellos, Clarke se acercó casi rozándole.

– Todd, mira en el suelo junto al asiento de atrás -dijo. Él tuvo que desabrocharse el cinturón de seguridad.

– ¿Es esto lo que quiere?

– Conéctalo a ese enchufe y baja tu parasol -añadió Clarke.

– ¿Tiene un magneto en la base?

– Exacto.

La luz parpadeante comenzó a funcionar nada más conectarla. Goodyear la sacó por la ventanilla y la acopló al techo. El semáforo seguía en rojo. Clarke hizo sonar el claxon, vio que el chófer del Mercedes miraba por el retrovisor y le hizo una señal con la mano para que lo estacionara. Al cambiar el semáforo a verde, el del Mercedes hizo lo que le había indicado subiéndose al bordillo después del cruce. Clarke lo adelantó e hizo lo propio con su coche. Los automovilistas que pasaban aminoraban la velocidad para mirar. El chófer bajó del Mercedes y aguardó en la acera. Llevaba gafas de sol, traje y corbata. Clarke se acercó a él con el carnet de policía en la mano.