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– ¿Qué sucede? -preguntó él con fuerte acento extranjero.

– ¿El señor Aksanov? Nos vimos en el depósito de cadáveres…

– Le he preguntado qué sucede.

– Tiene que acompañarme a la comisaría.

– ¿Qué es lo que he hecho? -dijo sacando un móvil del bolsillo-. Hablaré con mi consulado.

– No le servirá de nada -dijo ella-. No conduce un coche oficial, lo que me hace pensar que trabaja de autónomo. No goza de inmunidad, señor Aksanov.

– Soy chófer para el consulado.

– Pero no del consulado. Suba al coche -añadió Clarke en tono tajante. El ruso seguía con el móvil en la mano.

– ¿Y si me niego?

– Le acusaré de obstrucción a la autoridad… y de lo que se me ocurra.

– Yo no he hecho nada.

– Eso es lo que queremos aclarar… pero en la comisaría.

– ¿Y mi coche…?

– Déjelo ahí; no se preocupe. Le traeremos después. Se lo prometo -añadió forzando una amable sonrisa.

* * *

– ¿Cómo comenzó a hacer de chófer para Sergei Andropov? -preguntó Clarke.

– Me gano la vida trabajando de chófer.

Estaban en un cuarto de interrogatorios de la comisaría del West End porque Clarke no quiso llevar al ruso a Gayfield Square. Había enviado a Goodyear a por café. Aunque la mesa tenía grabadora no la puso en marcha ni utilizó la libreta de anotaciones. Aksanov solicitó fumar y ella lo permitió.

– Habla usted bien inglés, incluso con cierto acento local.

– Estoy casado con una chica de Edimburgo. Llevo aquí casi cinco años -respondió él inhalando el humo y expulsándolo hacia el techo.

– ¿Es ella también amante de la poesía? -Aksanov miró a Clarke-. ¿Y bien? -insistió.

– Ella lee libros… casi todo, novelas.

– Entonces, ¿es a usted a quien le gusta la poesía? -el ruso se encogió de hombros-. ¿Ha leído algo de Seamus Heaney últimamente? ¿O de Robert Burns?

– ¿Por qué me pregunta esto?

– Porque le vieron en un recital de poesía dos veces hace dos semanas. ¿O es simplemente que le gusta Alexander Todorov?

– Dicen que es el mejor poeta ruso.

– ¿Está de acuerdo? -Aksanov volvió a encogerse de hombros y miró la punta del cigarrillo-. ¿Compró su último libro?

– No sé por qué esto es asunto suyo.

– ¿Recuerda el título?

– No tengo por qué responderle.

– Señor Aksanov, estoy investigando dos asesinatos.

– ¿Y yo qué tengo que ver? -el ruso comenzaba a enojarse, cuando en ese momento se abrió la puerta y entró Goodyear con los cafés.

– Sólo con dos terrones de azúcar -dijo poniendo uno delante de Aksanov-. Con leche y sin azúcar -añadió tendiendo el segundo vaso de plástico a Clarke. Ella dio las gracias con una inclinación de cabeza e hizo una ligera señal que Goodyear captó, dirigiéndose a la pared del fondo en la que se recostó con las manos juntas delante. Aksanov aplastó la colilla y estaba a punto de encender otro cigarrillo.

– La segunda vez que asistió -dijo ella-, llevó a Sergei Andropov.

– ¿Ah, sí?

– Hay testigos -el ruso se encogió de nuevo de hombros, esta vez exageradamente y torciendo el gesto-. ¿Lo niega? -inquirió Clarke.

– No he dicho nada.

– Eso me hace pensar que oculta algo. ¿Estaba de servicio la noche en que murió el señor Todorov?

– No lo recuerdo.

– Sólo le pido que recuerde hechos de hace poco más de una semana.

– Algunas veces trabajo de noche, otras no.

– Andropov fue a su hotel y tuvo un encuentro en el bar.

– No puedo decirle nada.

– ¿Por qué fue a esos recitales de poesía, señor Aksanov? -preguntó Clarke pausadamente-. ¿Le pidió Andropov que fuese? ¿Le pidió que le llevase?

– ¡Yo no he hecho nada, impúteme si quiere!

– ¿Es lo que desea?

– Lo que deseo es irme de aquí.

En los dedos que sostenían el cigarrillo se advirtió un leve temblor.

– ¿Recuerda el recital de la Biblioteca de Poesía? -preguntó Clarke en tono monocorde y moderado-. ¿Recuerda al hombre que lo grabó? También él ha sido asesinado.

– Yo estuve toda la noche en el hotel.

– ¿En el Caledonian? -aventuró Clarke sin estar segura.

– En Gleneagles -replicó él-. La noche del incendio.

– En realidad fue al amanecer.

– Por la noche… o al amanecer… Yo estaba en Gleneagles.

– De acuerdo -dijo ella, extrañada por su súbito nerviosismo-. ¿A quién llevó en el coche, a Andropov o a Stahov?

– A los dos. Fueron juntos y yo estuve allí todo el tiempo.

– Ya lo ha dicho.

– Porque es la verdad.

– Pero la noche en que murió el señor Todorov, ¿no recuerda si trabajó o no?

– No.

– Es muy importante, señor Aksanov. Pensamos que quien mató a Todorov iba en un coche…

– ¡Yo no tengo nada que ver! ¡Estas preguntas son intolerables!

– ¿De verdad?

– Intolerables e irracionales.

– ¿Ya lo ha terminado? -preguntó ella tras quince segundos de silencio. El ruso frunció el ceño-. El cigarrillo -añadió ella señalando el cenicero-. No ha hecho más que encenderlo.

El ruso miró un cigarrillo casi entero aplastado que seguía consumiéndose.

* * *

Tras pedir un coche patrulla que llevase a Aksanov a Queensberry Road, Clarke cruzó el pasillo hasta el lugar en que Goodyear charlaba con otros dos agentes, pero en ese momento sonó su móvil. No conocía el número.

– Diga -contestó, dando la espalda a Goodyear y los agentes.

– ¿Sargento Clarke?

– Diga, doctora Colwell. He estado a punto de llamarla.

– ¿Ah, sí?

– Porque creí que iba a necesitar una intérprete, pero no ha sido necesario. ¿Qué se le ofrece?

– Acabo de escuchar ese disco.

– ¿Sigue trabajando con el poema?

– En principio sí… pero al final escuché el disco entero.

– A mí me sucedió igual -dijo Clarke, recordando la hora que ella y Rebus habían pasado en su coche oyéndolo.

– Justo al final -añadió Colwell-. Bueno, después del recital y una vez terminadas las preguntas…

– ¿Sí?

– El micrófono capta un trozo de conversación.

– Lo recuerdo. ¿No es el poeta que murmura algo?

– Eso es lo que yo pensé y me costó entenderlo. Pero no es la voz de Alexander.

– ¿De quién, entonces?

– No tengo ni idea.

– Pero es ruso, ¿no?

– Ah, desde luego. Después de escucharlo varias veces creo que sé lo que dice.

Clarke pensó en Charles Riordan dirigiendo el micrófono hacia el público para grabar sus comentarios.

– ¿Y qué dice? -inquirió.

– Algo así como «Ojalá estuviera muerto».

Clarke se quedó helada.

– ¿Puede repetírmelo, por favor?

Capítulo 41

Rebus acudió a la cita con la doctora Colwell en su despacho y escucharon el CD.