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– Tal vez el consulado le pidió que fuera -dijo Andropov encogiéndose de hombros.

– ¿Por qué razón?

– Para comprobar hasta qué punto iba a mostrarse incordiante Alexander durante su estancia en Edimburgo -respondió Andropov rebulléndose en el asiento-. Alexander Todorov era un disidente profesional… se ganaba así la vida, sacando dinero a los liberales de gran corazón de Occidente.

Clarke aguardó por si Andropov añadía algo más.

– ¿Y cuando usted oyó el último poema…? -añadió en medio del silencio.

Esta vez Andropov se encogió de hombros con gesto conciliador.

– Tiene razón, me enfureció. ¿Qué le dan al mundo los poetas? ¿Aportan puestos de trabajo, energía, materias primas? No… sólo palabras. Y muchas veces bien remuneradas… se les da una fama exagerada. Alexander Todorov ha sido mimado por Occidente porque justamente sabía complacer su deseo de ver una Rusia tan corrupta y deshecha -Andropov cerró el puño derecho, pero al final no golpeó la mesa, sino que lanzó un profundo suspiro y expulsó aire ruidosamente por la nariz-. Yo dije que deseaba que muriera, pero no dejan de ser simples palabras.

– Pese a todo, ¿podría Boris Aksanov habérselas tomado en serio?

– ¿Ha visto a Boris? Él no es un asesino; es un osito.

– Los osos tienen garras -dijo Starr convencido de la oportunidad del comentario. Andropov le miró enfurecido.

– Gracias por decírmelo. Como soy ruso, no lo sabía, claro.

Starr se ruborizó y para que los presentes no se fijaran pulsó la tecla del aparato y volvió a oírse la frase. Starr tuvo que volver a pararla.

– Yo diría que existe motivo para imputarle -dijo.

– ¿De verdad? Bien, veremos lo que cualquiera de los famosos juristas de Edimburgo piensa al respecto.

– En Escocia no tenemos juristas -replicó Starr.

– Se llaman abogados -terció Clarke-. Pero lo que usted necesitaría es un procurador si le imputamos -añadió ella para que Starr lo tuviera en cuenta y no hiciera gestiones. De momento.

– ¿Y bien? -preguntó Andropov a Derek Starr. Había captado el sentido. Starr hizo una mueca pero no contestó-. Es decir, ¿puedo marcharme? -añadió el ruso dirigiendo su atención a Clarke, pero fue Starr quien espetó:

– ¡No abandone el país!

El ruso soltó otra carcajada.

– No tengo intención de marcharme de su espléndido país, inspector.

– ¿Le aguarda el cómodo gulag si vuelve al suyo? -preguntó Clarke sin poder evitarlo.

– Ese comentario la rebaja -dijo Andropov despectivo.

– ¿Va a pasarse por el hospital? -añadió ella-. Es curioso, ¿no?, que la gente que usted trata acabe muerta o en coma.

Andropov se levantó y cogió el abrigo de la silla. Starr y Clarke intercambiaron una mirada, pero a ninguno de los dos se les ocurrió algún truco para impedir su marcha. Goodyear estaba en el pasillo junto a la puerta preparado para acompañar al ruso a la salida.

– Ya hablaremos -dijo Starr a Andropov.

– Con mucho gusto, inspector.

– Y entregue el pasaporte -añadió Clarke como andanada final. Andropov le dirigió una leve reverencia y salió. Starr se levantó, cerró la puerta, rodeó la mesa y se sentó frente a Clarke, quien, fingiendo comprobar mensajes en el móvil, había cortado la comunicación con Rebus.

– Es posible que sea el chófer -dijo Starr-, pero harían falta pruebas concretas.

Clarke volvió a guardar la libreta y el móvil en el bolso.

– Andropov tiene razón en cuanto a Aksanov -dijo-. No me parece un asesino.

– En ese caso, tendremos que indagar el detalle del hotel y ver si cabe la posibilidad de que Andropov siguiera al poeta.

– Ten en cuenta que Cafferty también estaba allí.

– Pues hubo de ser uno u otro.

– El problema -dijo ella con un suspiro-, es que hay un tercer hombre, porque Jim Bakewell afirmó que estuvieron los tres en una mesa hasta después de las once… y a esa hora Todorov ya estaba muerto.

– Entonces, ¿qué? ¿Vuelta a empezar? -preguntó Starr sin disimular su exasperación.

– Bueno, le hemos acosado -replicó Clarke. Y tras un momento de reflexión añadió-: Gracias por seguir con ello, Derek.

Starr se relajó visiblemente.

– Tendrías que haberme informado antes, Siobhan. Necesito solucionar esto tanto como tú.

– Lo sé. Pero vas a dividir las investigaciones, ¿verdad?

– El inspector jefe Macrae considera que es mejor.

Ella asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo.

– ¿Trabajamos mañana? -preguntó.

– Sí, han aprobado horas extra.

– Es el último día de John Rebus -añadió ella en voz baja.

– Por cierto -dijo Starr, sin prestar atención al comentario-, ¿el agente que acompañó a Andropov es nuevo?

– Le enviaron de West End -mintió ella descaradamente.

– En el departamento hay gente cada vez más joven -comentó Starr meneando la cabeza.

* * *

– ¿Qué tal lo he hecho? -preguntó Clarke acomodándose en el asiento del pasajero.

– Tres sobre diez.

Ella le miró.

– Vaya; muchas gracias -dijo cerrando de golpe la portezuela. Rebus había aparcado el coche enfrente de la comisaría y tamborileaba con los dedos en el volante, mirando al frente.

– Casi me dieron ganas de irrumpir en pleno interrogatorio -añadió-. ¿Cómo se te ha podido pasar?

– ¿El qué?

Sólo en ese momento volvió él la cabeza hacia ella.

– La noche de la Biblioteca de Poesía Andropov estaba en la tercera fila. Tuvo necesariamente que ver el micrófono.

– ¿Y bien?

– Pues que planteaste mal las preguntas. Todorov le irrita, él exclama que ojalá muriera y no pasa nada, porque el interlocutor era su chófer. Pero luego Todorov muere y entonces el amigo Andropov tiene un problema…

– ¿La grabación?

Rebus asintió con la cabeza.

– Porque si la escuchábamos y nos lo traducían…

– Un momento -dijo Clarke pellizcándose ambos lados de la nariz y cerrando los ojos-. ¿Tienes una aspirina?

– Tal vez haya en la guantera.

Clarke la abrió y encontró un envase en el que quedaban dos pastillas. Rebus le tendió una botella de agua empezada.

– Si no te importan mis microbios… -dijo. Ella negó con la cabeza, tragó las pastillas y realizó unas rotaciones con el cuello-. Oigo sonar los cartílagos -dijo él compasivo.

– Olvídate de eso… ¿Quieres decir que Andropov no mató a Todorov?

– Suponiendo que no… ¿qué es lo que más temería? -dijo él haciendo una pausa para que ella pensara, y añadió-: Que nosotros pensásemos que había sido él.

– ¿Y que lo que dijo lo usáramos como prueba?

– Lo que nos lleva a Charles Riordan.

La mente de Clarke entró rápido en funcionamiento.

– Aksanov se puso nervioso cuando le interrogué sobre ello… y no cesó de decir que él había estado en Gleneagles todo el tiempo.

– Tal vez temiendo que le incriminásemos.

– ¿Tú crees que Andropov…?

Rebus se encogió de hombros.

– Depende de si podemos probar que salió de Gleneagles por la noche o de madrugada.

– ¿Y no habría optado por llamar a Cafferty y pedirle que interviniera?

– Es posible -dijo Rebus, sin dejar de tamborilear sobre el volante. Permanecieron en silencio casi un minuto, reflexionando-. ¿Recuerdas lo que nos costó conseguir los datos sobre los clientes del hotel Caledonian? No creo que sea más fácil en Gleneagles.

– Pero tenemos un arma secreta -añadió Clarke-. ¿Te acuerdas de la reunión del G8? Había un amigo del inspector jefe Macrae encargado de la seguridad del hotel, que incluso le invitó a una gira a las instalaciones.