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Vio grupos de fumadores en la calle ante los pubs Beehive y Last Drop y en la tiendecita de pescado y patatas fritas había cola. Le asaltó la oleada del olor a frito y respiró hondo con fruición. En otro tiempo, en el Grassmarket se alzaba la horca; en ella murieron docenas y docenas de firmantes del pacto de la Alianza. Tal vez el fantasma de Todorov se habría unido a ellos. El camino se bifurcaba de nuevo y optó por la derecha hacia King’s Stables Road. Al pasar por delante del aparcamiento se detuvo un instante. Sólo había un coche en el nivel cero o planta baja. El dueño tendría que darse prisa porque cerrarían dentro de unos diez minutos. Estaba estacionado junto al sitio en que habían agredido a Todorov. No había ninguna mujer ofreciendo sus favores. Rebus encendió un cigarrillo y continuó caminando. No sabía adonde se dirigía. Por King’s Stables Road llegaría en un minuto a Lothian Road, frente al hotel Caledonian. ¿Seguiría alojado allí Sergei Andropov? ¿Buscaba él realmente otro enfrentamiento?

– Hace buena noche para pasear -repitió.

En ese momento pensó en los pubs de Grassmarket. Mejor retroceder sobre sus pasos, tomarse la última y coger un taxi para volver a casa. Dio la vuelta y comenzó a rehacer su camino. Al aproximarse de nuevo al aparcamiento vio el último coche que salía y paraba junto al bordillo; el conductor bajó y volvió hacia el aparcamiento, donde accionó las persianas metálicas que comenzaron a bajar con un zumbido eléctrico. El hombre no aguardó a verlas cerrarse, subió al coche y arrancó en dirección a Grassmarket.

Era el vigilante Gary Walsh, el guapo. Aparcado en el nivel cero… ¿No le había dicho a él que siempre dejaba el coche junto a la cabina de vigilancia en el primer piso? Las persianas ya se habían cerrado, pero había una ventanita a la altura del pecho. Rebus se agachó para mirar adentro. Las luces seguían encendidas; tal vez permanecieran así toda la noche. Se veía la cámara de seguridad en el rincón. Recordó que el compañero de Walsh le había dicho: «La cámara solía enfocar hacia ese sitio… pero la cambian…». A Rebus le parecía lógico: si trabajas en un aparcamiento de varios niveles, dejas el coche donde las cámaras lo enfoquen, y que se jodan los demás…

Macrae había dicho: «Hay menos de lo que parece». Todas aquellas relaciones… Cath Mills, apodada la Muerte, insinuándosele y hablando de ligues de una noche con los compañeros de trabajo… Alexander Todorov: al regreso de una jornada en Glasgow, cena con Riordan, Cafferty le invita a una copa y tiene los calzoncillos manchados de semen.

La mujer de la capucha.

«Menos de lo que parece».

«Cherchez la femme».

El poeta y la libido. Había un disco de Leonard Cohen titulado Death of a Ladies’ Man [Muerte de un mujeriego] y una de las canciones era «No vuelvas a casa empalmado», y otra: «El verdadero amor no deja huellas».

Huellas, pruebas: sangre en el suelo del aparcamiento; aceite en la ropa del muerto; manchas de semen…

«Cherchez la femme».

Tenía cerca la respuesta. Casi en la punta de la lengua.

NOVENO DÍA

Sábado, 25 de noviembre de 2006

Capítulo 43

A primera hora de la mañana Rebus recogió el ticket de la máquina y aguardó a que se alzase la barrera. Había entrado por el último nivel del aparcamiento en Castle Terrace, pero siguió los indicadores hasta el segundo nivel. Había muchos espacios libres junto a la cabina de vigilancia. Se dirigió a la puerta y llamó antes de entrar.

– ¿Qué sucede? -preguntó Joe Wills con una taza de té negro entre las manos, entrecerrando los ojos al ver a Rebus.

– Buenas, de nuevo, señor Wills. Una noche agitada, ¿eh?

Wills estaba sin afeitar, tenía los ojos enrojecidos y llorosos y aún no se había puesto la corbata.

– Estaba tomando unas copas -dijo el hombre-, y la Muerte me cazó por el móvil. Bill Prentice se tuvo que marchar enfermo y me pidió si yo podía hacer el turno de mañana…

– Y a pesar de todo, no se negó. Eso es lo que se llama lealtad a la empresa.

Rebus vio el periódico en la mesa. El Polonio 210 era el veneno que había matado a Litvinenko. Era la primera vez que Rebus oía hablar de aquel producto.

– ¿Qué se le ofrece? -inquirió Joe Wills-. Creía que habían terminado -Rebus advirtió que la taza de Wills tenía el emblema de una emisora local, Talk 107-. No llevará leche por causalidad…

Pero Rebus tenía centrada su atención en los monitores de las cámaras de seguridad.

– ¿Viene a trabajar en coche, señor Wills?

– A veces.

– Si no recuerdo mal me dijo que tuvo una «piña».

– Pero el coche funciona.

– ¿Lo tiene aquí?

– No.

– ¿Por qué no? -Rebus alzó un dedo-. Por no arriesgarse a un control de alcoholemia, ¿no es cierto? -Wills asintió con la cabeza-. Muy prudente, caballero. Pero cuando viene al trabajo en coche, ¿lo deja a la vista?

– Claro -contestó Wills dando un sorbo al té y haciendo una mueca por lo amargo que estaba.

– Enfocado por una de las cámaras -añadió Rebus señalando con la cabeza la batería de monitores-. ¿Siempre aparca en el mismo sitio?

– Depende.

– ¿Y su compañero? ¿Me equivoco si pienso que el señor Walsh prefiere la planta baja?

– ¿Cómo lo sabe?

Rebus no hizo caso de la pregunta.

– La primera vez que vine -dijo-, el día siguiente al asesinato, no sé si recuerda…

– Sí.

– … las cámaras de la planta baja no estaban enfocadas hacia el sitio en que se produjo la agresión -añadió señalando una de las pantallas-. Y me dijo que una de ellas solía estarlo, pero que la movían. Pero ahora veo que han vuelto a enfocarla a un sitio que… déjeme adivinar, ¿es donde aparca el señor Walsh su coche?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

Rebus forzó una sonrisa.

– Me pregunto, señor Wills, cuándo moverían la cámara -dijo inclinándose sobre el vigilante-. Apostaría a que en el último turno que hizo antes del crimen estaba enfocada hacia el mismo lugar que ahora. Pero entre uno y otro alguien la movió.

– Ya le dije que la cambian.

Rebus estaba a diez centímetros de Wills.

– Lo ve claro, ¿no? No es ninguna lumbrera, pero se lo imaginó antes que todos nosotros. ¿Se lo ha dicho a alguien, señor Wills? ¿O se le da bien guardar secretos? Tal vez sólo desea una vida tranquila, con sus copas por la noche y un poco de leche para el té. No va a delatar a un compañero, ¿verdad? Pero le voy a dar un consejo, señor Wills, y va en su propio interés seguirlo -Rebus hizo una pausa para asegurarse de que el hombre prestaba atención-. No se le ocurra decir ni pío a su compañero, porque si lo hace y yo me entero le meteré a usted en la cárcel en vez de a él. ¿Entendido?

Wills había dejado de rebullirse y ahora la taza le temblaba ligeramente en las manos.

– ¿Lo ha entendido bien? -insistió Rebus. El vigilante asintió levemente con la cabeza, pero Rebus no había acabado-. Dirección -añadió dejando la libreta en la mesa-. Escríbala ahí -vio cómo Joe Wills dejaba la taza y hacía lo que le decía. Los compactos de Walsh estaban en el sitio habitual, pero Rebus no pensaba que Wills los escuchara-. Y otra cosa -añadió, recogiendo el bloc-, cuando el Saab llegue a la barrera de salida quiero que la levante. Lo que cobran en este aparcamiento es un verdadero robo.