– ¿Crees que ella intenta besarle mejor? -preguntó uno de los fumadores.
Hawes y Tibbet, con las caras juntas, perpetraban una especie de abrazo. «Que tengan suerte», pensó Rebus. La profesión de policía había interferido en su matrimonio y acabó rompiéndolo, pero no tenía por qué ser siempre así: él conocía policías casados sin problemas, e incluso algunos se casaban con compañeras del Cuerpo y parecía que les iba bien.
– Ella se lo monta muy bien -comentó el otro fumador. Se abrió la puerta a sus espaldas y salió Clarke.
– Ah, estás aquí -dijo.
– Aquí estoy -contestó Rebus.
– Estábamos preocupados por si te habías escabullido.
– Vuelvo dentro de un minuto -comentó él mostrándole el cigarrillo a medias.
Ella se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío.
– No te preocupes; no va a haber discursos -dijo.
– Muy acertado, Siobhan. Gracias.
Ella le respondió con un leve rictus de la comisura de los labios.
– ¿Qué tal está Colin? -preguntó.
– Me parece que Phyl procede a resucitarle -dijo él señalando con la cabeza hacia la pareja, que ya se había fundido en un solo ser.
– Espero que no les pese por la mañana -musitó ella.
– ¿Qué es la vida sin ciertos pesares? -le replicó uno de los fumadores.
– Pediré que pongan eso en mi epitafio -dijo el otro.
Rebus y Clarke intercambiaron una mirada durante un instante sin decirse nada.
– Entra, que hace frío -dijo ella. Él asintió levemente con la cabeza, aplastó la colilla y la siguió al bar.
Era más de medianoche cuando el taxi le dejó en el hospital Western General. Al llegar al pasillo de la sala de Cafferty una enfermera le salió al paso.
– Está bebido -dijo mirándole furiosa.
– ¿Desde cuando dan el diagnóstico las enfermeras?
– Tendré que llamar a seguridad.
– ¿Para qué?
– Porque no puede visitar a un paciente en plena noche en ese estado.
– ¿Por qué no?
– Porque los pacientes duermen.
– No voy a ponerme a tocar el tambor -protestó Rebus.
La mujer señaló el techo; Rebus dirigió allí la mirada y vio una cámara enfocada hacia el lugar en que estaban.
– Le estarán viendo por el monitor y vendrá enseguida un vigilante -sentenció la enfermera.
– Por Dios bendito.
A espaldas de la enfermera se abrió la puerta -la puerta de la sala de Cafferty- y apareció un hombre.
– Deje que me ocupe yo -dijo.
– ¿Usted quién es? -preguntó la enfermera volviéndose hacia él-. ¿Quién le ha autorizado…?
Pero al ver el carnet de policía la mujer no insistió.
– Soy el inspector Stone -añadió el recién llegado-. Conozco a este hombre y yo me encargo de que no cause ningún trastorno más -dijo, y señaló con la cabeza unos asientos dispuestos allí para las visitas. Rebus pensó que no le vendría mal sentarse y no se opuso. Una vez sentado, Stone hizo una señal con la cabeza a la enfermera para que los dejara a solas, se sentó con Rebus con un asiento libre entre los dos y se guardó el carnet en el bolsillo.
– Yo también tenía uno como ése -comentó Rebus.
– ¿Qué lleva en esa bolsa? -preguntó Stone.
– Mi jubilación.
– Eso lo explica todo.
– ¿Todo, el qué? -replicó Rebus tratando de despejar su visión borrosa.
– Por una parte, lo que ha bebido.
– Seis pintas, tres chupitos y media botella de vino.
– Y aún se tiene en pie -comentó Stone meneando la cabeza sin dar crédito a la afirmación-. ¿Y qué le trae por aquí? ¿Sigue remordiéndole la conciencia por no haber acabado la tarea?
Rebus abrió el paquete de cigarrillos, pero recordó dónde estaba.
– ¿A qué se refiere? -inquirió.
– ¿Venía a desconectar los tubos de Cafferty?
– No fui yo quien le agredió en el canal.
– Tenemos un protector de zapatos manchado de sangre que dice lo contrario.
– No sabía yo que los objetos inanimados hablasen -replicó Rebus, pensando en su conversación con Sonia.
– Tienen su propio lenguaje, Rebus -añadió Stone-, y el departamento científico lo traduce.
«Sí -pensó Rebus, despejándose ligeramente-, y son los agentes de la Científica los primeros que los recogen… agentes como la joven Sonia».
– ¿He de suponer que ha venido a visitar al paciente? -dijo.
– ¿Trata de cambiar de tema?
– No, se me acaba de ocurrir.
Stone asintió finalmente con la cabeza.
– Se ha suspendido la vigilancia hasta que recobre el conocimiento. Lo cual significa que me marcho mañana. El inspector Davidson me tendrá al tanto de lo que suceda.
– Yo no le haría mañana preguntas complicadas -dijo Rebus-. Anoche le vi marcharse tambaleándose por Young Street.
– Lo tendré en cuenta -dijo Stone levantándose-. Bueno, venga; le llevo a casa.
– Vivo al otro extremo de la ciudad -dijo Rebus-. Pediré un taxi por teléfono.
– Pues le acompañaré en la espera.
– Ya veo que no confía en mí, inspector Stone.
Stone no se molestó en contestar. Rebus dio unos pasos hacia la sala y miró por las ventanillas de la puerta. No podía saber qué cama era la de Cafferty. Y, además, había algunas con biombo.
– ¿Y si le ha desenchufado los aparatos? -preguntó Rebus-. Tendría en sus manos al chivo expiatorio perfecto.
Pero Stone negó con la cabeza y, del mismo modo que la enfermera, le señaló la cámara de videovigilancia.
– Esa cámara demostraría que no cruzó la puerta. ¿No conoce el dicho «La cámara nunca miente»?
– Lo he oído -contestó Rebus- pero prefiero no creérmelo.
Dicho lo cual recogió la bolsa y caminó pasillo adelante seguido por Stone hasta la salida.
– Hace tiempo que conoce a Cafferty -dijo éste.
– Casi veinte años.
– Su primera testificación importante contra él fue en el Tribunal Supremo de Glasgow.
– Exacto. El maldito abogado me confundió con un testigo anterior y me llamó «Sr. Stroman», y a partir de ahí fue el apodo que me puso Cafferty: Hombre de Paja.