– La alternativa es que dejes el asunto en mis manos -echaron a andar hacia la salida-. Ese mierda no va a quedar impune. Las cosas han cambiado, John… se acabaron los encubrimientos y el hacer la vista gorda.
– Eso me recuerda -dijo él-, que ayer hice una visita a los Anderson.
Ella le miró.
– ¿Para comunicarles debidamente tu condición de ex combatiente?
– Había vuelto su hija de la universidad y realmente se parece a Nancy.
– ¿Qué quieres decir?
– Llevé a Roger Anderson fuera de la casa y le dije que sabía que había reconocido a Nancy aquella noche. Me refiero a que la había reconocido por el DVD. Él se complacía en la sensación de poder que eso le daba, en saber algo que ella ignoraba. Por eso no dejaba de acosarla. No le gustó nada que le dijera que tal vez hubiera cierta relación con el parecido con su hija -añadió con una sonrisa al recordarlo-. Y en ese momento le dije quién era la chica del cuarto de baño…
Su mirada se cruzó con la de Clarke y se interrumpió de pronto al pensar lo que iba a preguntarle ella. Y se lo preguntó.
– ¿Qué DVD?
Rebus se aclaró aparatosamente la garganta.
– Se me olvidó que no te lo había dicho.
Abrió la puerta, cediéndole el paso, pero Clarke no se movió.
– Dímelo ahora -exigió ella.
– Sería una carga más, Shiv. De verdad que es mejor que no lo sepas.
– Cuéntamelo, de todos modos.
Apenas Rebus abrió la boca oyeron un agudo pitido de alarma en la sala. Aunque él no era experto en instrumental clínico, sí sabía lo que era un pitido de constante plana procedente de uno de los aparatos instalados junto a la cama de Cafferty. Rebus volvió corriendo sobre sus pasos, entró en tromba en la habitación y se montó a horcajadas sobre el cuerpo de Cafferty masajeándole el tórax con las dos manos.
– Boca a boca cada tres pitidos -gritó a Clarke.
– Ya viene el personal -dijo ella-. Deja que se ocupen ellos.
– Maldita sea si este cabrón va ahora a entregar su alma.
Sobre la frente de Cafferty caían salpicaduras de saliva de Rebus. Volvió a presionar con las manos superpuestas, contando, uno, dos, tres; uno, dos, tres; uno, dos, tres. Sabía que con aquella maniobra se lograba revivir a algunos, pero con una o dos costillas rotas.
«Aprieta con ganas», se dijo.
– ¡Ni se te ocurra! -exclamó entre dientes.
Vio que la primera enfermera que entró retrocedía pensando que se lo gritaba a ella. Sentía en los oídos una intensa palpitación casi ensordecedora. «No puedes tener una muerte serena, aséptica», pensó.
Uno, dos, tres. Uno, dos, tres.
– Después de todo lo que hemos pasado… ¡no puedes morirte por un par de golpazos de Todd Goodyear!
«Tiene que haber jaleo… estropicio… y sangre».
Uno, dos, tres.
– ¡John!
Uno, dos, tres.
– ¡John! -la voz de Siobhan le llegó como lejana-. Ya está bien. Déjale.
Los aparatos zumbaban, pitaban. El sudor que bañaba sus ojos y aquel silbido en los oídos le impedían saber si era buena señal o no. Al final, tuvieron que arrancarle de la cama entre dos médicos, un sanitario y la enfermera.
– ¿Se va a recuperar? -se oyó decir-. Díganme que va a recuperarse…