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Christopher Priest

La máquina espacial

A H. G. Wells

Capítulo 1

LA VIAJANTE DE COMERCIO

I

Durante el mes de abril de 1893, me hospedaba yo por razones de trabajo en el Devonshire Arms, de Skipton, Yorkshire. Tenía entonces veintitrés años de edad y una carrera modesta y satisfactoria como viajante de comercio de la firma Josiah Westerman e Hijos, proveedores de artículos finos de cuero. No será mucho lo que se mencione en este relato sobre mi empleo, puesto que no constituía ni siquiera en aquella época mi mayor preocupación, pero sí fue el instrumento que, sin gloria alguna, precipitó la cadena de hechos a los cuales me referiré principalmente en estas páginas.

El Devonshire era un hotel para viajantes, chato, de ladrillos grises, atravesado por pasillos llenos de corrientes de aire y mal iluminados, opaco debido a la pintura deteriorada y a los paneles de madera oscura. El único lugar agradable del hotel era la sala de los viajantes de comercio, pues, aunque pequeña y abarrotada de muebles —los sillones, rellenos en exceso, estaban tan cerca uno del otro que apenas era posible pasar entre ellos—, la habitación era cálida en invierno y contaba con la ventaja de tener iluminación de gas, mientras que en los dormitorios las únicas fuentes de luz eran lámparas de aceite mortecinas y humeantes.

Por las noches no había mucho a lo que un viajante alojado en el hotel pudiera dedicarse, fuera de permanecer dentro de los límites de la sala y charlar con sus colegas. Personalmente, durante la hora que transcurría entre la finalización de la cena y las nueve de la noche era cuando más impaciente me sentía, puesto que desde hacía tiempo, por tácito acuerdo, nadie fumaba en ese ínterin, que se consideraba el período de conversación. A las nueve, sin embargo, aparecían las pipas y los cigarros, poco a poco el aire tomaba un color azul sofocante, las cabezas se apoyaban sobre las cubiertas de los respaldos y los ojos se cerraban. Solía yo, entonces, con discreción, leer un poco, quizás, o escribir una carta o dos.

Cierta noche a la que me referiré en particular, había salido a dar un breve paseo después de la cena y estuve de regreso en el hotel antes de las nueve. Pasé por mi habitación para ponerme mi chaqueta, luego volví a la planta baja y entré en la sala de los viajantes.

Había ya tres hombres allí, y si bien todavía faltaban siete minutos para las nueve, noté que Hughes, representante de una compañía que fabricaba máquinas herramientas, de Birmingham, había encendido su pipa.

Saludé a los demás con un movimiento de cabeza y me dirigí a mi sillón, ubicado en el rincón más apartado de la habitación.

A las nueve y cuarto, Dykes entró en la sala. Dykes era un joven de aproximadamente mi misma edad, y aunque yo no había demostrado interés por él, era su costumbre dirigirse a mí con cierta confianza.

Vino de inmediato hacia mi rincón y se sentó frente a mí. Cubrí con una hoja la carta que estaba escribiendo.

—¿Un cigarrillo, Turnbull? —dijo, ofreciéndome la cigarrera.

—No, gracias. —Yo había fumado en pipa durante un tiempo, pero hacía.más de un año que había abandonado.

Dykes tomó un cigarrillo y lo encendió con mucho aparato. Era viajante como yo, y solía decir que mi actitud era demasiado conservadora. Por lo general, me divertía lo sociable de su personalidad, tal como a uno lo divierten los excesos de los demás.

—Tengo entendido que esta noche llegó una viajante, una mujer —comentó al pasar, pero inclinándose un poco hacia mí para dar énfasis a sus palabras—. ¿Qué me dices de eso, Turnbull?

—Me sorprende —admití—. ¿Estás seguro?

—Llegué tarde esta noche —dijo, bajando la voz—. Miré por casualidad el registro. Miss A. Fitzgibbon, de Surrey. Interesante, ¿no es cierto?

No obstante estar yo, según creía, apartado de las preocupaciones cotidianas de mis colegas, lo que Dykes había dicho me interesaba. Uno no puede dejar de estar enterado de lo que se comenta en su propia actividad, y desde hacía mucho tiempo se rumoreaba que estaban empleando a mujeres como viajantes de comercio. Nunca había conocido ninguna, pero parecía lógico que las ventas de ciertos artículos —digamos de naturaleza íntima o relacionados con el tocador— estarían mejor en manos femeninas. Por cierto, algunos de los negocios que yo frecuentaba empleaban mujeres como agentes de compras, de modo que no había precedente alguno que les impidiera participar en una transacción como vendedoras.

Miré por sobre mi hombro, aunque sabía que la joven no podría haber entrada en la sala sin llamar la atención.

—No la he visto —dije.

—No y no es probable que la veamos. ¿Crees acaso que Mrs. Anson permitiría a una joven de buena familia entrar en una sala para viajantes?

—¿Entonces tú la has visto? —exclamé.

Dykes lo negó con la cabeza y agregó:

—Cenó con Mrs. Anson en el salón de café. Vi cuando llevaban una bandeja hacia allá.

Como mi interés persistía, le pregunté:

—¿Supones que lo que se dice sobre las mujeres viajantes tiene algún fundamento?

—¡Sin duda! —respondió Dykes de inmediato—. No es trabajo para una dama.

—Pero dijiste que esta Miss Fitzgibbon era de buena,,.

—Un eufemismo, amigo mío. —Se reclinó sobre el respaldo, fumando con placer su cigarrillo.

Dykes me resultaba, por lo general, un compañero entretenido, pues su pronto abandono de los refinamientos sociales a menudo significaba que me deleitaría con anécdotas picantes que yo escucharía en silencio, ya que me veía forzado a pasar la mayor parte de mi tiempo solo. Muchos viajantes eran solteros —tal vez por su propia naturaleza— y el constante viajar de un pueblo a otro impedía establecer lazos permanentes. Por lo tanto, cuando corrió el rumor de que algunas firmas empleaban ahora a mujeres como viajantes, una especulación lujuriosa había invadido los salones para viajantes y las salas de fumar de los hoteles de todo el país. El mismo Dykes había resultado una fuente de mucha información sobre el tema, pero a medida que pasaba el tiempo, se hizo evidente que no habría cambios sustanciales en nuestra vida. Es más, ésta era la primera vez que me enteraba de que una viajante mujer estaba hospedada en el mismo hotel que yo.

—Sabes, Turnbull, creo que hablaré con Miss Fitzgibbon antes de que la noche acabe.

—¿Pero qué le dirás? ¿Seguro que necesitarás alguien que te presente?

—Eso será fácil de arreglar. Simplemente llamaré con osadía a la puerta de la sala de Mrs. Anson, e invitaré a Miss Fitzgibbon a dar un corto paseo conmigo antes de retirarse a dormir.

—Creo... —No terminé lo que iba a decir, pues comprendí de pronto que Dykes no podía hablar en serio. Mi colega conocía la seriedad del hotel en el que estábamos y ambos sabíamos la clase de acogida que semejante actitud podía esperar. Miss Fitzgibbon podía muy bien ser liberal, pero Mrs. Anson permanecía firmemente arraigada en 1860.

—¿Por qué habría de revelarte mi estrategia? —continuó Dykes—. Ambos nos quedaremos aquí hasta el fin de semana. Te contaré entonces cómo me fue.

—¿No podrías —le pregunté— averiguar de algún modo para qué firma trabaja? Luego podrías arreglar un encuentro casual durante el día.

Dykes me miró con una sonrisa misteriosa.

—Tal vez tú y yo pensemos igual, Turnbull. Ya obtuve esa información. ¿Aceptarías una pequeña apuesta? El primero en hablarle será el ganador.

Sentí que mi cara enrojecía.

—Nunca apuesto, Dykes. De todos modos, sería tonto competir contigo, ya que tienes una ventaja.

—En ese caso te diré lo que sé. No es una viajante en absoluto, sino una secretaria. No trabaja para ninguna firma, sino para un inventor. O por lo menos eso es lo que mi informante me dijo.