Выбрать главу

—Dentro de la Dimensión Temporal atenuada.

Amelia se adelantó hacia el lugar donde había estado la máquina y caminó por el espacio vacío, agitando los brazos. Miró el reloj.

—Mantente lejos, Edward. La máquina reaparecerá en el mismo lugar donde estaba.

—Entonces tú también debes alejarte —dije. La tomé del brazo, la atraje hacia mí y la sostuve así a unos metros de donde había estado la máquina. Ambos miramos el reloj. El segundero giraba con lentitud... y exactamente a las diez horas menos dieciséis minutos y cuatro segundos la Máquina del Tiempo reapareció.

—¡Ahí está! —exclamó Amelia triunfante—. Tal como dije.

Yo miraba la máquina boquiabierto. El gran volante seguía girando despacio como antes.

Amelia tomó mi mano de nuevo.

—Edward... debemos subirnos a la máquina.

—¿Qué? —exclamé, atónito ante la idea.

—Es absolutamente indispensable. Verás, mientras probaba la máquina, Sir William le incorporó un mecanismo de seguridad automático, el cual regresa la máquina al momento de la partida. Se activa exactamente tres minutos después de que la máquina ha llegado a destino, y si no estamos a bordo, la máquina se perderá en el pasado, para siempre.

Me preocupé un poco, pero dije:

—¿Podrías desconectarlo, sin embargo?

—Sí... pero no lo haré. Quiero probar que la máquina no es una locura.

—Creo que estás ebria.

—Tú también. ¡Vamos!

Antes de que pudiera detenerla, Amelia había corrido hasta la máquina y pasado debajo del barrote de bronce y estaba sentada en el asiento de cuero. Para hacerlo, tuvo que recoger su falda un poco por sobre los tobillos, y debo confesar que este espectáculo me resultó mucho más tentador que cualquier expedición a través del tiempo.

Amelia continuó:

—La máquina regresará en menos de un minuto, Edward. ¿Tendré que dejarte?

No titubeé. Fui hasta donde ella estaba y me subí a su lado. Siguiendo sus instrucciones, puse los brazos alrededor de su cintura, y apoyé el pecho contra su espalda.

Entonces ella dijo:

—Mira el reloj, Edward.

Lo miré con atención. Ahora eran las diez menos trece. El segundero marcó un minuto, siguió adelante hasta marcar otros cuatro segundos.

Se detuvo.

Entonces comenzó a retroceder... con lentitud al principio, más rápido después.

—Estamos viajando hacia atrás en el Tiempo —explicó Amelia, un poco sin aliento—. ¿Puedes ver el reloj, Edward?

—Sí —repuse, observándolo con toda atención—. ¡Sí, puedo!

El segundero se movió hacia atrás durante cuatro minutos, luego comenzó a moverse más despacio. Al acercarse a los cuatro segundos después de las diez menos dieciocho perdió toda su velocidad y se detuvo por completo. Poco después comenzó a moverse hacia adelante normalmente.

—Estamos de vuelta en el momento en que tiré de la palanca —dijo Amelia—. ¿Ves ahora que la Máquina del Tiempo no es un fraude?

Yo permanecía sentado con los brazos alrededor de su cintura, y nuestros cuerpos estaban apretados uno contra otro de la manera más íntima que se pueda imaginar. El cabello de Amelia caía suavemente sobre mi cara, y yo no podía pensar en otra cosa que no fuera su cercanía.

—¡Muéstrame otra vez! —dije, deseando que ese contacto durara una eternidad—. ¡Llévame al futuro!

III

—¿Ves lo que hago? —preguntó Amelia—. Estos cuadrantes se pueden fijar de antemano con exactitud de segundos. Puedo elegir cuántas horas, días o años viajaremos.

Desperté de mis sueños apasionados y observé por encima de su hombro. Vi que señalaba una hilera de pequeños cuadrantes que indicaban los días de la semana, los meses del año... y luego algunos otros que marcaban decenas, cientos y también miles de años.

—Por favor, no fijes una fecha muy adelantada como punto de destino —dije, mirando el último cuadrante—. Todavía tengo que tomar mi tren.

—¡Pero regresaremos al momento de partida, aunque viajáramos cien años!

—Puede ser. No seamos imprudentes.

—Si tienes miedo, Edward, viajaremos sólo hasta mañana.

—No... hagamos un viaje largo. Me has demostrado que la Máquina del Tiempo es segura. ¡Vayamos al siglo próximo!

—Como quieras. Podemos ir al que le sigue, si quieres.

—Tengo interés en el siglo veinte... avancemos primero diez años.

—¿Diez nada más? Eso no tiene nada de aventura.

—Debemos ser sistemáticos —dije, pues aunque no soy timorato, no me agradan las aventuras—. Vayamos primero a 1903, luego a 1913, y así sucesivamente, recorriendo el siglo a intervalos de diez años. Tal vez veremos algunos cambios.

—Bien. ¿Estás listo ya?

—Sí, lo estoy —repuse, volviendo a rodear su cintura con los brazos. Amelia hizo más ajustes en los cuadrantes. Vi que seleccionaba el año 1903, pero los cuadrantes que indicaban los días y los meses estaban muy abajo y yo no los alcanzaba a ver.

—Escogí el 22 de junio. Es el primer mes del verano, de modo que el clima será agradable —dijo Amelia.

Tomó La palanca con las manos, y se enderezó. Yo me afirmé para la partida.

En ese momento, para sorpresa mía, Amelia de pronto se puso de pie y se alejó del asiento.

—Por favor, espera un momento, Edward —dijo.

—¿Adonde vas? —pregunté algo alarmado—. ¡La máquina me llevará en su viaje!

—No hasta que se accione la palanca. Es solo que... Bueno, si vamos a viajar tan lejos, quisiera llevar mi bolso.

—¿Para qué? —exclamé, sin poder creer lo que oía.

Amelia parecía un poco incómoda.

—No sé, Edward. Es que nunca voy a ninguna parte sin mi bolso.

—Entonces también trae tu sombrero —sugerí, riéndome ante tan inesperada demostración de debilidades femeninas.

Salió con rapidez del laboratorio. Miré distraído los cuadrantes durante un momento, luego, siguiendo un impulso, me bajé y fui hasta el corredor a buscar mi sombrero. ¡Si ésta iba a ser una expedición, viajaría debidamente equipado!

Tuve otro impulso y fui hasta la sala; allí serví otras dos copas de oporto y las llevé al laboratorio.

Amelia había vuelto antes que yo y ya estaba sentada en el asiento de cuero. Delante de este último había colocado su bolso y llevaba puesto el sombrero.

Le alcancé una de las copas de oporto.

—Brindemos por el éxito de nuestra aventura.

—Y por el futuro —respondió.

Ambos bebimos alrededor de la mitad del contenido de las copas, luego las coloqué sobre un banco, a un costado.

Me senté detrás de Amelia.

—Ahora estamos listos —dije, asegurándome el sombrero. Amelia tomó la palanca con ambas manos y la atrajo hacia ella.

IV

Toda la Máquina del Tiempo se inclinó como si se hubiera caído de cabeza en un abismo y yo grité alarmado, afirmándome para resistir el inminente impacto.

—¡Sujétate! —dijo Amelia, aunque no era necesario, porque no la habría soltado por nada del mundo.

—¿Qué sucede? —grité.

—No corremos peligro... Es un efecto de la atenuación.

Abrí los ojos y miré con algo de temor hacia el laboratorio, y comprobé anonadado que la máquina permanecía firme sobre el piso. El reloj de la pared ya avanzaba vertiginosamente, y más aún, mientras yo miraba el sol salía detrás de la casa y pasaba con rapidez sobre nosotros. Casi antes de que notáramos su paso, la oscuridad caía otra vez como un manto negro arrojado sobre el techo.

Aspiré profundamente sin querer, y me di cuenta de que al hacerlo varios de los largos cabellos de Amelia habían entrado en mi boca. Aun en medio de las intensas emociones del viaje pude disfrutar un momento de esta furtiva intimidad.