—Edward, ¿estás dormido? —Su voz era muy suave.
—No —dije.
—Todavía tengo frío. ¿Crees que deberíamos apurarnos y cortar algunas hojas más?
—Creo que debemos permanecer quietos. El calor vendrá.
—Estréchame más.
Lo que sucedió después de ese comentario al parecer simple no podría haberlo imaginado, ni siquiera en mis más alocadas fantasías. Espontáneamente pasé mi brazo libre del otro lado y la atraje hacia mí; al mismo tiempo Amelia me rodeó con sus brazos, y descubrimos que estábamos abrazándonos con una intimidad tal que me hizo olvidar la prudencia.
Amelia había apoyado su rostro contra el mío, y sentí que lo movía con un roce sensual. Respondí de la misma manera, consciente de que el amor y la pasión que había estado dominando crecían ahora en mí a una velocidad incontrolable. En lo profundo de mi mente sentí una repentina desesperación, pues sabía que más tarde me arrepentiría de haberme abandonado a este impulso, pero la hice a un lado porque tenía necesidad de dar rienda suelta a mis emociones. El cuello de Amelia estaba junto a mi boca, y sin intentar ningún subterfugio, apoyé sobre él los labios y la besé con vehemencia y sentimiento. Como respuesta, me abrazó con más fuerza aún, y sin prestar atención a cómo desarreglábamos el refugio rodamos con pasión hacia uno y otro lado.
Finalmente, me separé, y Amelia volvió el rostro y me besó en los labios. Yo estaba ahora apoyado casi por completo sobre ella con todo mi peso sobre su cuerpo. Volvimos a separarnos luego, pero mi rostro permaneció a un par de centímetros del de ella.
Con toda la sinceridad de la verdad absoluta, dije simplemente:
—Te quiero, Amelia.
Su única respuesta fue apretar de nuevo su cara contra la mía, y nos besamos como si nunca hubiéramos dejado de hacerlo. Ella era todo lo que podía existir para mí, y, durante esos momentos al menos, la extraordinaria naturaleza de lo que nos rodeaba dejó de tener importancia. Yo sólo deseaba que siguiéramos besándonos para siempre. A decir verdad, dada la índole de su respuesta, supuse que Amelia estaba de acuerdo. Su mano estaba detrás de mi cabeza, abierta entre mis cabellos, y me apretaba contra ella mientras nos besábamos.
Entonces, de pronto apartó su mano, separó su rostro del mío, y se echó a llorar.
La tensión desapareció y mi cuerpo se relajó. Caí atravesado sobre Amelia y mi cara se hundió de nuevo en el hueco de su hombro. Permanecimos inmóviles durante varios minutos. Yo respiraba en forma irregular y con dificultad, mi respiración era cálida en el reducido espacio. Amelia lloraba, y yo sentía sus lágrimas rodar por su mejilla y caer sobre el costado de mi cara.
II
Sólo me moví una vez más para aliviar un calambre en el brazo izquierdo, y luego me quedé quieto, con la mayor parte de mi peso sobre Amelia.
Durante largo rato mi mente estuvo en blanco; todo deseo de justificar mis acciones se había disipado con tanta rapidez como la pasión. También los autorreproches habían desaparecido. Estaba inmóvil, consciente tan sólo de un ligero ardor alrededor de los labios, el sabor que me quedaba del beso de Amelia y sus cabellos rozando mi frente.
Amelia sollozó suavemente algunos minutos más, pero luego se tranquilizó. Poco después su respiración se hizo uniforme, y supuse que se había dormido. Pronto también yo sentí que la fatiga del día nublaba mi mente, y momentos más tarde me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo habré dormido, pero poco después me di cuenta de que estaba despierto, aunque todavía en la misma posición sobre Amelia. Nuestro anterior problema de frío había desaparecido, pues todo mi cuerpo irradiaba calor. Había logrado dormir a pesar del ángulo incómodo en que estaba tendido, y ahora tenía la espalda muy acalambrada. Quería moverme, cambiar de posición, y además sentía el cuello duro de la camisa incrustándoseme en la carne, y. por delante, el botón de bronce se hundía en mi garganta, pero yo no quería despertar a Amelia. Decidí permanecer quieto, con la esperanza de quedarme dormido otra vez.
Descubrí que mi ánimo era optimista, a pesar de lo que había sucedido. Si se las consideraba de manera objetiva, nuestras oportunidades de sobrevivir eran escasas; Amelia también lo había comprendido. A menos que llegáramos a un lugar civilizado antes de veinticuatro horas, era probable que muriéramos en esta meseta.
Aun así, yo no podía olvidar la visión que había tenido del futuro destino de Amelia.
Sabía que si Amelia viviera en Richmond en el año 1903, moriría en medio de una conflagración junto a la casa. Había actuado sin pensar en aquel momento, pero mi irresponsable intromisión en el funcionamiento de la Máquina del Tiempo había sido una respuesta instintiva a ese desastre. El accidente había determinado nuestra presente situación, pero yo no estaba de ninguna manera arrepentido.
En cualquier parte de la Tierra donde estuviéramos, y cualquiera que fuese el año, yo ya había decidido qué haríamos. ¡A partir de ahora, me ocuparía de que Amelia no regresara jamás a Inglaterra antes de que ese día hubiera pasado!
Ya le había declarado mi amor, y ella parecía corresponderme; no me sería muy difícil jurarle amor eterno y proponerle matrimonio. Si Amelia aceptaría o no, yo no podía saberlo, pero estaba decidido a tener paciencia y firmeza. Como esposa, estaría sujeta a mi voluntad. Claro estaba que ella era evidentemente de buena familia, y mi origen era más humilde, pero me dije a mí mismo que eso no había afectado hasta ahora nuestro comportamiento; Amelia era liberal, y si nuestro amor era verdadero, no lo estropearía...
—¿.Estás despierto, Edward?
Su voz sonó cerca de mi oído.
—Sí. ¿Te desperté?
—No... Hace un rato que estoy despierta. Oí que el ritmo de tu respiración cambiaba.
—¿Es de día ya? —pregunté.
—Pienso que no.
—Creo que debería moverme —dije—. Mi peso debe estar aplastándote.
Por un momento, apretó aún más los brazos que todavía me rodeaban.
—Por favor, quédate donde estás —dijo.
—No quiero que parezca que me estoy aprovechando de ti.
—Soy yo la que se aprovecha. Eres un excelente sustituto de las frazadas.
Me incorporé un poco, de modo que mi cara quedase sobre la de ella. A nuestro alrededor las hojas se agitaron en la oscuridad.
—Amelia —dije—, hay algo que quiero decirte. Estoy profundamente enamorado de ti.
De nuevo su abrazo se hizo más apretado, y me acercó, de manera que mi cara quedó junto a la de ella.
—Querido Edward —dijo, abrazándome con cariño.
—¿No tienes nada más que decir?
—Sólo... sólo que lamento lo que sucedió.
—¿No me quieres?
—No estoy segura, Edward.
—¿Te casarías conmigo?
Sentí que movía la cabeza; la sacudía de un lado hacia el otro, pero fuera de esto no hubo respuesta.
—¿Amelia?
Permaneció en silencio, y yo aguardé ansioso. Amelia estaba ahora muy quieta, con los brazos descansando sobre mi espalda pero sin ejercer presión alguna.
—No puedo concebir la vida sin ti, Amelia —dije—. Hace muy poco que nos conocemos, y, sin embargo, siento como si te hubiera conocido toda la vida.
—Así me siento yo —repuso, pero su voz era apenas audible, y su tono inexpresivo.
—Entonces, por favor cásate conmigo. Cuando lleguemos a la civilización encontraremos un cónsul británico o la iglesia de una misión, y podremos casarnos en seguida.
—No deberíamos hablar de estas cosas.
Con ánimo deprimido, pregunté: