—¿Estás rechazándome?
—Por favor, Edward...
—¿Estás comprometida con otro?
—No, ni tampoco estoy rechazándote. Digo que no debemos hablar de esto debido a lo incierto de nuestro futuro. Ni siquiera sabemos en qué país estamos. Y hasta entonces...
Su voz se perdió, tan insegura como sus argumentos.
—Pero mañana —continué— sabremos dónde estamos. ¿Buscarás otra excusa entonces? Sólo te pregunto una cosa; ¿me quieres tanto como yo a ti?
—No lo sé, Edward.
—Te quiero con toda el alma. ¿Puedes decirme eso?
Inesperadamente volvió la cabeza y por un instante sus labios se apoyaron con suavidad sobre mí mejilla. Luego dijo.
—Siento un cariño especial por ti, querido Edward.
Tenía que contentarme con eso. Levanté la cabeza y acerqué mis labios a los suyos. Se tocaron un instante, pero luego Amelia apartó su rostro.
—Fuimos unos tontos antes —dijo—. No cometamos el mismo error otra vez. Estamos obligados a pasar la noche juntos y ninguno de los dos debe aprovecharse del otro.
—Si piensas así.
—Querido, no debemos suponer que nadie nos descubrirá. Por lo poco que sabemos, esto podría ser propiedad privada de alguien.
—No habías sugerido eso antes.
—Pero podríamos no estar tan solos como creemos.
—¡Dudo que alguien investigue un montículo de hojas! —exclamé.
Entonces Amelia se echó a reír y me abrazó.
—Tenemos que dormir —dijo—. Es posible que nos espere otra larga caminata.
—¿Todavía estás cómoda en esa posición?
—Sí, ¿y tú?
—El cuello de la camisa me está lastimando —dije—. ¿Te parecería incorrecto que me quitara la corbata?
—¡Eres siempre tan formal! Déjame hacerlo... debe estar estrangulándote.
Me separé un poco, y con manos diestras, Amelia deshizo el nudo de la corbata y soltó los botones de adelante y de atrás de la camisa. Cuando terminó, me acerqué de nuevo y sus brazos se cerraron sobre mi espalda. Acaricié su mejilla con la mía, la besé una vez en el lóbulo de la oreja, y luego dejamos de movernos, esperando que el sueño volviera.
III
Nos despertamos no por la salida del sol, pues la capa de hojas que nos cubría filtraba eficazmente la luz hasta convertirla en un resplandor castaño casi imperceptible, sino porque cerca de nosotros el matorral crujía y se quejaba. Amelia y yo permanecimos uno en brazos del otro unos minutos antes de levantarnos, como si quisiéramos saborear la tibieza e intimidad de la noche compartida. Luego, arrojamos por fin las hojas a un lado, y salimos a la brillante luz del sol y al fuerte calor que éste irradiaba. Nos desperezamos con cuidado, ambos entumecidos por la obligada inmovilidad de la noche.
Nuestro arreglo matinal fue breve y nuestro desayuno más breve aún. Nos limpiamos la cara con el paño de Amelia, y nos peinamos. Cada uno tomó dos cuadraditos de chocolate y luego bebimos un poco de savia. Recogimos después nuestras escasas pertenencias y nos preparamos a seguir viaje. Noté que Amelia llevaba aún el corset entre las manijas del bolso.
—¿No vamos a desechar eso? —dije, pensando qué agradable sería si Amelia no volviera a usarlo nunca.
—¿Y esto? —dijo Amelia, sacando del bolso mi corbata y el cuello de mi camisa—. ¿Vamos a desecharlo también?
—Claro que no —dije—. Debo ponérmelo cuando regresemos a la civilización.
—Entonces estamos de acuerdo.
—La diferencia estriba —dije— en que yo no necesito un valet. Jamás lo tuve.
—Si tus intenciones con respecto a mí son sinceras, Edward, debes ir pensando en la perspectiva de contratar servidumbre.
El tono de Amelia era tan casual como siempre, pero la indudable referencia a mi proposición había acelerado los latidos de mi corazón. Me hice cargo del bolso y tomé a Amelia de la mano. Me miró una vez, y creí percibir la sombra de una sonrisa, pero luego comenzamos a caminar y cada cual continuó mirando hacia adelante. El matorral estaba en plena actividad y permanecimos a prudente distancia.
Sabedores de que la mejor parte de nuestra caminata debía hacerse antes del mediodía, mantuvimos un buen ritmo, caminando y descansando a intervalos regulares. Como antes, la altura nos dificultaba la respiración, y por ello hablamos muy poco en el camino.
Durante uno de los descansos, sin embargo, saqué a colación un tema en el que había estado pensando.
—¿En qué año crees que estamos? —pregunté.
—No tengo idea. Depende del grado en que hayas alterado los controles.
—No sabía lo que hacía. Cambié el cuadrante indicador de los meses, y entonces marcaba los meses de verano de 1902. Pero no moví la palanca antes de romper la varilla de níquel, y por eso me pregunto si el sistema de retorno automático no se interrumpió y estamos ahora en 1893.
Amelia pensó unos instantes, pero luego respondió:
—No creo. El hecho crucial fue la rotura de esa varilla. Quizás haya interrumpido el sistema automático de retorno y ampliado el viaje original, al finalizar el cual el sistema automático de retorno habría entrado de nuevo en funcionamiento, como comprobamos cuando perdimos la máquina. Por otra parte, al alterar el cuadrante de los meses pudiste provocar otro efecto. ¿Lo cambiaste mucho?
Medité sobre la pregunta con gran concentración y dije:
—Lo adelanté varios meses.
—Sigo sin estar segura, pero me parece que nos encontramos en uno de estos tres momentos en el tiempo. O bien volvimos a 1893, como tú sugieres, y estamos alejado varios miles de kilómetros, o bien el accidente nos dejó en 1902, en la fecha que indicaban los cuadrantes cuando se rompió la varilla... o bien hemos avanzado esos pocos meses, y estamos ahora, digamos, a fines de 1902 o principios de 1903. En todo caso, hay algo que es seguro: hemos sido transportados a considerable distancia de Richmond.
No me agradó ninguna de estas suposiciones, puesto, que cualquiera de ellas significaba que ese desastroso día de junio de 1903 todavía estaba por venir. No deseaba cavilar sobre las consecuencias de esto, de modo que mencioné otro asunto que me había estado preocupando.
—Si regresáramos ahora a Inglaterra —pregunté—, ¿sería posible que nos encontráramos a nosotros mismos?
Amelia no contestó mi pregunta directamente.
—¿A qué te refieres con eso de si regresáramos a Inglaterra? —dijo—. Sin duda arreglaremos eso lo antes posible, ¿no?
—Sí, claro —me apresuré a responder, lamentando haber expresado mi pregunta de esa forma—. Entonces ésta no es una pregunta retórica: ¿Nos encontraremos pronto con nosotros mismos?
Amelia frunció el ceño.
—No lo creo posible —dijo, al final—. Sin duda alguna hemos viajado a través del Tiempo como a través del Espacio, y si lo que creo es correcto, hemos dejado el mundo de 1893 tan atrás como parece que hemos dejado Richmond. En estos instantes no existen ni Amelia Fitzgibbon ni Edward Turnbull en Inglaterra.
—Entonces —pregunté, habiendo presentido esa respuesta— ¿qué habrá pensado Sir William de nuestra desaparición?
Amelia esbozó una inesperada sonrisa.
—No lo sé. Ni sé con seguridad si notará mi ausencia antes de que pasen varios días. Es un hombre con muchas preocupaciones. Cuando se dé cuenta de que no estoy, supongo que se comunicará con la policía y me pondrán en la lista de personas desaparecidas. Hasta ahí por lo menos considerará que llega su responsabilidad.
—Pero hablas de eso con tanta frialdad. Sir William estará seguramente muy preocupado por tu desaparición.
—Me limito a exponer los hechos tal como los veo. Sé que está preparando su Máquina del Tiempo para un viaje de exploración, y sí no nos hubiéramos adelantado a él, sería el primero en viajar al futuro. Cuando Sir William vuelva a su laboratorio, encontrará la máquina como si nadie la hubiera tocado —puesto que habrá regresado directamente desde aquí— y continuará con sus planes sin tener en cuenta a las personas de la casa.