—No soy tan tímida como tú —dijo—. ¿De qué tratas de protegerme?
—No están vestidos decentemente —dije, muy avergonzado—. Les hablaré yo solo.
—¡Por el amor de Dios, Edward! —gritó Amelia exasperada—. ¡Estamos a punto de morir de inanición y tú me apabullas con tanto pudor!
Soltó mi brazo y se alejó sola. La seguí de inmediato, con la cara ardiendo de vergüenza. Amelia se dirigió hacia el grupo más cercano: unas dos docenas de hombres y mujeres que segaban la maleza escarlata con largos cuchillos.
—¡Usted! —gritó, desahogando en el hombre que estaba más cerca la furia que sentía contra mí—. ¿Habla usted inglés?
El hombre se volvió bruscamente y quedó frente a ella. Por un instante la miró con sorpresa —y en ese momento vi que era muy alto, tenía la piel tostada de un color rojizo, y que sólo!levaba puesto un sucio taparrabos—, luego el hombre se postró ante ella. Al mismo tiempo, los demás que lo rodeaban dejaron caer sus cuchillos y se arrojaron de cara al suelo.
Amelia me miró, y vi que su actitud autoritaria había desaparecido con tanta rapidez como surgiera. Estaba asustada y yo me puse a su lado.
—¿Qué pasa? —susurró—. ¿Qué hice?
—Es probable que lo hayas aterrorizado —repuse.
—Discúlpenme —les dijo Amelia entonces, con tono mucho más suave—. ¿Algunos de ustedes habla inglés? Estamos hambrientos y necesitamos un refugio para pasar la noche.
No hubo respuesta.
—Prueba con otro idioma —sugerí.
—Excusez-moi, parlez-vous français? —preguntó Amelia. Tampoco le respondieron, de modo que continuó:
—¿Habla usted español.? —Probó luego con alemán e italiano—, Es inútil —me dijo al final— no entienden.
Me acerqué al primer hombre al que Amelia había hablado, y me senté en cuclillas junto a él. Levantó la cara y me miró, sus ojos parecían llenos de terror.
—Póngase de pie —dije, acompañando mis palabras con los gestos apropiados—. Vamos amigo... de pie.
Extendí una mano para ayudarlo, y se quedó mirándome. Un momento después se puso lentamente de pie y permaneció delante de mí, con la cabeza baja.
—No les haremos daño —dije, hablando con la mayor compasión posible, pero no logré ningún efecto sobre él—. ¿Qué están haciendo aquí?
Al decir esto miré hacia las malezas de manera significativa. Su reacción fue inmediata: se volvió hacia los otros, les gritó algo incomprensible, luego se agachó y recogió su cuchillo. Ante esto retrocedí, pensando que estábamos a punto de ser atacados, pero no pude estar más errado. Los demás se pusieron de pie con rapidez, tomaron sus cuchillos y continuaron el trabajo donde lo habían interrumpido, segando y cortando la vegetación como poseídos.
Con voz suave, Amelia dijo:
—Edward, éstos son sólo campesinos. Nos han tomado por capataces.
—¡Entonces debemos averiguar quiénes son los verdaderos capataces!
Nos quedamos observando a los campesinos alrededor de un minuto más.
Los hombres cortaban los tallos más grandes y los partían en trozos más manuables de unos tres metros o algo más. Las mujeres trabajaban detrás de ellos, arrancando las hojas a los tallos principales y separando los frutos o las vainas de semillas cuando las encontraban. Arrojaban entonces los tallos a un lado y las hojas o frutos a otro. Con cada tajo de los cuchillos brotaba gran cantidad de savia que fluía de las plantas cortadas. El terreno inmediatamente delante del matorral estaba inundado con la savia derramada y los campesinos trabajaban hundidos hasta unos treinta centímetros en el barro.
Amelia y yo seguimos caminando, a una distancia prudencial de los campesinos y sobre terreno seco. Aquí observamos que la savia derramada no se desperdiciaba; a medida que se escurría de donde trabajaban los campesinos, iba cayendo por último dentro de un conducto de madera colocado en el suelo, y a lo largo del cual corría en un estado más o menos líquido, acumulándose todo el tiempo.
—¿Reconociste el idioma? —pregunté.
—Hablaban demasiado rápido. Una lengua gutural. Tal vez fuera ruso.
—Pero no tibetano —dije, y Amelia me miró seria.
—Basé esa suposición en la naturaleza del terreno, y la altura evidente —dije—. Creo que no tiene sentido continuar especulando sobre el lugar donde estamos mientras no encontremos a alguien que represente la autoridad.
A medida que caminábamos a lo largo del matorral encontramos más y más campesinos, todos trabajando al parecer sin supervisión. Las condiciones de trabajo eran atroces, pues en las zonas donde había más trabajadores, la savia derramada formaba grandes pantanos, y algunos de los pobres infelices trabajaban con el líquido barroso que les llegaba arriba de la cintura. Como dijo Amelia, y yo no pude menos que estar de acuerdo con ella, había mucho que reformar aquí.
Caminamos alrededor de un kilómetro hasta llegar a un punto donde el canal de madera confluía con otros tres, qua venían de distintas partes del matorral. En este lugar, la savia se llevaba hasta una pileta grande, de donde varias mujeres la bombeaban por medio de un tosco mecanismo manual hacia un sistema subsidiario de canales para riego. Desde donde estábamos, podíamos ver que estos canales corrían a lo largo y a lo ancho de una extensa zona de terreno cultivado. En el extremo más lejano de dicha zona había otras dos torres de metal.
Más adelante, observamos que los campesinos estaban cortando la maleza en forma oblicua, de modo que como habíamos caminado paralelos a ellos, a su debido tiempo descubrimos lo que había detrás del matorral. Era un curso de agua, de poco menos de trescientos metros de ancho. Su ancho natural quedaba a la vista sólo si se podaba la maleza, pues cuando miramos hacia el Norte, en la dirección de donde veníamos, vimos que la maleza invadía tanto el curso de agua que en algunos lugares estaba totalmente obstruido. El ancho total de la extensión de maleza era de cerca de un par de kilómetros, y como la ribera opuesta del curso de agua tenía un matorral similar, y había otra multitud de campesinos cortando la maleza, comprendimos que si lo que pensaban era limpiar todo a lo largo del curso de agua segando a mano la maleza, entonces los campesinos tenían por delante una tarea cuya realización tomaría muchas generaciones.
Amelia y yo caminamos junto al agua, y pronto dejamos atrás a los campesinos. El terreno era irregular y estaba lleno de pozos, tal vez debido a las raíces de las plantas que una vez habían crecido aquí; el agua era de un color oscuro y no formaba ondas. Si se trataba de un río o un canal era difícil saberlo; el agua fluía pero tan despacio que el movimiento era apenas perceptible, y las márgenes eran irregulares. Esto parecía indicar que se trataba de un curso de agua natural, pero seguía una línea tan recta que desmentía la primera suposición.
Pasamos junto a otra torre de metal, construida al borde del agua, y aunque estábamos ahora a cierta distancia de donde los campesinos cortaban la maleza, seguía habiendo mucha actividad a nuestro alrededor. Vimos carretas cargadas de maleza cortada, arrastradas por hombres, y varias veces nos cruzamos con grupos de campesinos que iban hacia el matorral. En los campos que estaban sobre nuestra izquierda había mucha más gente cultivando la tierra.
Tanto Amelia como yo tuvimos la tentación de cruzar a los campos y pedir algo de comer —puesto que sin duda debía haber alimentos en abundancia—, pero nuestra primera experiencia con los campesinos nos había vuelto cautelosos. Pensamos que no podíamos estar lejos de algún tipo de comunidad, aunque sólo fuera una aldea. En efecto, delante de nosotros ya habíamos podido ver dos grandes edificios, y caminábamos más rápido, intuyendo que en aquel lugar se encontraba nuestra salvación.