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Observamos que la mayoría de los marcianos bebían grandes cantidades de un líquido que había en las jarras de vidrio puestas en cada mesa. Como era transparente, habíamos supuesto que se trataba de agua, pero cuando probé un poco me di cuenta al instante de que no era así. Aunque era refrescante, tenía un fuerte contenido alcohólico, hasta tal punto que, segundos después de beberlo, comencé a sentir un agradable mareo.

Le serví un poco a Amelia, pero ella apenas bebió un sorbo.

—Es muy fuerte —dijo—. Tenemos que estar lúcidos.

Yo me había servido ya una segunda copa, pero ella me impidió beberla. Creo que fue prudente de su parte hacer eso, porque mientras observábamos a los marcianos comprobamos que la mayoría se estaba embriagando con rapidez. Comenzaban a hacer más ruido que antes y su actitud era más despreocupada. Hasta se oyeron risas, aunque sonaban estridentes e histéricas. Bebían grandes cantidades de ese líquido alcohólico, y los esclavos de la cocina traían más jarras. Un banco cayó para atrás sobre el piso, y los que estaban sentados quedaron tendidos formando una pila; y un grupo de mujeres capturó a dos de los esclavos jóvenes y los acorralaron en un rincón; lo que siguió no lo pudimos ver debido a la confusión. Más esclavos vinieron de la cocina, y la mayoría eran mujeres jóvenes. Para asombro nuestro, no sólo estaban desnudas por completo, sino que se mezclaban con sus amos con toda libertad, abrazándolos y seduciéndolos.

—Me parece que es hora de que nos vayamos —dije.

Amelia se quedó mirando la escena que se desarrollaba algunos minutos más antes de contestar. Luego dijo:

—Muy bien. Esto es vulgar y desagradable.

Caminamos hacia la puerta, sin mirar hacia atrás. Otro banco y una mesa se volcaron, acompañados por el ruido de vasos que se rompían y los gritos de los marcianos. La atmósfera de sentimentalismo había desaparecido.

Entonces, cuando llegábamos a la puerta, el eco de un sonido se esparció por la habitación, nos hizo estremecer y volver la mirada. Era un chillido áspero y disonante, que al parecer provenía de un lejano rincón de la habitación, pero tenía suficiente volumen como para sofocar cualquier otro sonido.

El efecto que tuvo sobre los marcianos fue dramático: cesó todo movimiento, y los presentes se miraron desesperados unos a otros. En medio del silencio que siguió a esta repentina y brutal interrupción, oímos sollozos otra vez.

—Vamos, Amelia —dije.

De modo que salimos con rapidez del edificio, lúcidos gracias al incidente, sin comprender, pero bastante asustados.

Había ahora menos personas que antes, pero los reflectores de las torres recorrían las calles como para descubrir a aquellos que deambulaban en la noche, cuando todos los demás estaban en los edificios.

Llevé a Amelia lejos de esa zona de la ciudad donde se reunían los marcianos, de vuelta hacia la parte que habíamos atravesado primero, donde había menos luces. Las apariencias, sin embargo, engañaban, pues el hecho de que no se viera luz en un edificio, y que no se oyera ningún ruido, no quería decir que no estuviera ocupado. Caminamos cerca de diez cuadras, y luego probamos entrar en un edificio oscuro.

Adentro, las luces estaban encendidas, y vimos que allí había tenido lugar otra fiesta. Vimos... pero no es correcto que mencione aquí lo que vimos. Amelia no tenía más deseos que yo de presenciar tal depravación, y nos alejamos apresuradamente, todavía incapaces de conciliar este mundo con el que habíamos dejado.

Cuando probamos con otro edificio, me adelanté solo... pero el lugar estaba sucio y vacío, y el fuego había destruido por completo todo lo que hubiera una vez en su interior. El siguiente edificio que exploramos era otro salón dormitorio, repleto de marcianos. Sin causar molestias nos retiramos.

Así fue, mientras íbamos de un edificio a otro, en busca de un salón dormitorio desocupado; buscamos durante tanto tiempo que comenzamos a creer que no había ninguno que pudiéramos encontrar. Pero entonces, por fin, tuvimos suerte, y hallamos un salón donde había hamacas desocupadas; entramos y nos pusimos a dormir.

Capítulo 9

NUESTRAS EXPLORACIONES

I

Durante las semanas que siguieron, Amelia y yo exploramos la ciudad marciana tan a fondo como pudimos. Nos estorbaba el hecho de que por fuerza teníamos que movilizarnos a pie, pero vimos tanto como nos fue posible, y pronto pudimos hacer cálculos razonables con respecto a su tamaño, cuántos habitantes albergaba, dónde estaban situados los principales edificios, y demás. Al mismo tiempo tratamos de averiguar lo que se pudiera sobre los marcianos y cómo vivían; sin embargo, a decir verdad, no logramos descubrir mucho en este aspecto.

Luego de pasar dos noches en el primer dormitorio que encontramos, nos mudamos a otro edificio mucho más cerca del centro de la ciudad y convenientemente situado junto a un comedor. Este dormitorio tampoco estaba habitado, pero los anteriores ocupantes habían dejado allí muchas pertenencias, y nos fue posible vivir con bastante comodidad. Las hamacas habrían sido insoportables por lo duras en la Tierra —ya que el material con que estaban hechas era áspero y rígido— pero con la ligera gravedad de Marte eran perfectas y adecuadas. Como mantas usábamos unas bolsas largas, semejantes a almohadas, rellenas con un compuesto suave, como las colchas que se usan en algunos países de Europa.

También encontramos ropa abandonada por los anteriores ocupantes, y nos pusimos esas prendas parduscas sobre nuestra propia ropa. Como era natural, nos quedaban un poco grandes, pero al caer sueltas sobre nuestra ropa, hacían que nuestros cuerpos parecieran más voluminosos, y por lo tanto nos resultaba más fácil pasar por marcianos.

Amelia se recogió el cabello en un apretado rodete —peinado parecido al que preferían las mujeres de Marte— y yo me dejé crecer la barba; cada cuatro o cinco días, Amelia la recortaba con sus tijeras de uñas, para darle el aspecto cuidado que tenía la de los marcianos.

En aquel momento, todo esto nos parecía un asunto prioritario; nos dábamos cuenta de que no éramos como los marcíanos. En este aspecto, nuestros dos días en el desierto nos habían dado una ventaja inesperada: nuestros rostros quemados por el sol, tenían un color aproximado al de la piel de los marcianos. Como los días pasaban y el tinte comenzaba a desaparecer, regresamos un día al desierto más allá de la ciudad, y en unas horas bajo ese sol implacable recuperamos el color por el momento.

Pero esto es adelantar mi narración, pues para relatar cómo sobrevivimos en esa ciudad, primero tengo que describir el lugar en sí.

II

A los pocos días de nuestra llegada, Amelia puso a nuestro nuevo hogar el nombre de Ciudad Desolación, por razones que deberían ser ya evidentes.

La Ciudad Desolación estaba situada en la intersección de dos canales. El primero de ellos, junto a cuyas márgenes habíamos llegado al principio, corría directamente de Norte a Sur. El segundo venía del Noroeste, y luego de la confluencia —donde había un complicado sistema de esclusas— continuaba hacia el Sudeste. La ciudad estaba construida en el ángulo obtuso que formaban ambos canales, y a lo largo de sus orillas Norte y Sur había varios muelles.

Según el cálculo más aproximado que pudimos hacer, la ciudad cubría unos veinticinco kilómetros cuadrados, pero una comparación con ciudades terrestres basada en esto es engañosa, pues la Ciudad Desolación era casi por completo circular. Más aún, los marcianos habían tenido la ingeniosa idea de separar la zona industrial de la zona residencial de la ciudad, pues los edificios estaban diseñados para satisfacer las necesidades cotidianas de los habitantes, mientras la labor fabril se realizaba en las zonas industriales más allá de los límites de la ciudad.