Para sorpresa mía, Amelia no hizo objeción alguna, sino que se dirigió con rapidez a la hamaca más cercana y se subió a ella. Yo miré una vez más hacia el lugar de las explosiones, observando más allá de la torre que estaba junto al edificio, y contemplando cómo continuaba extendiéndose el fuego verde. Aún mientras miraba, hubo otro destello de luz verde, seguido por una explosión, de modo que corrí hasta las hamacas.
Amelia estaba sentada en la que yo solía usar.
—Creo que esta noche me gustaría que estuvieras conmigo —dijo, con voz temblorosa. Yo también me sentía un poco aturdido, pues las explosiones eran muy fuertes, y aunque ocurrían a gran distancia, eran las más intensas que yo había oído.
Apenas podía distinguir la silueta de Amelia en la oscuridad de la habitación. Yo sujetaba el borde de la hamaca con mi mano, y ahora Amelia se.inclinaba para tocarme. En ese momento, hubo otra llamarada, mucho más brillante que las anteriores. Esta vez la onda de choque al llegar sacudió hasta los cimientos del edificio. Ante esto, hice a un lado mis inhibiciones, me subí a la hamaca, y me introduje debajo de la manta junto a Amelia. Ella de inmediato me rodeó con sus brazos, y por un momento logré olvidar las misteriosas explosiones del exterior.
Éstas continuaron, no obstante, a intervalos regulares, durante casi dos horas, y, como si las explosiones las conjuraran, las sirenas de los vehículos marcianos se duplicaron y cuadruplicaron mientras una tras otra resonaban en las calles.
De modo que la noche pasó sin que ninguno de los dos durmiera. Mi atención estaba dividida entre los desconocidos acontecimientos del exterior, y la maravillosa cercanía de Amelia. Tanto la amaba que hasta una intimidad momentánea como ésta no tenía igual para mí.
Por fin llegó el amanecer, el sonido de las sirenas se desvaneció. Hacía una hora ya que el sol había salido, cuando se oyó la última, pero luego todo permaneció en silencio, y Amelia y yo nos bajamos de la hamaca y nos vestimos.
Me acerqué a la ventana y miré hacia el Este... pero no había rastro de lo que provocara las explosiones, fuera de una ligera nube de humo flotando en el horizonte. Estaba a punto de volverme y comunicárselo a Amelia, cuando noté que la torre que estaba junto a nuestro edificio había desaparecido durante la noche. Miré a lo largo de la calle y comprobé que las demás, que eran una característica tan familiar de la ciudad, tampoco estaban.
II
Después de la batahola de la noche anterior, la ciudad estaba anormalmente tranquila, así que fue con un recelo muy comprensible que dejamos el dormitorio para investigar. Si en el pasado la ciudad había tenido una atmósfera de espantosa premonición, entonces esta quietud era como la proximidad de una muerte segura. La Ciudad Desolación nunca había sido un lugar de bullicio, pero ahora se encontraba silenciosa y vacía. Vimos vestigios de la actividad de la noche en las calles: rastros bien marcados en la superficie del camino donde uno de los vehículos había tomado una curva demasiado rápido, y también una pila de vegetales abandonados afuera de uno de los salones dormitorio.
Intranquilizado por lo que veíamos, pregunté:
—¿Crees que deberíamos quedarnos afuera? ¿No estaríamos más seguros adentro de algún edificio?
—Pero tenemos que averiguar qué pasa.
—Si no implica un riesgo personal.
—Querido, no hay ningún lugar donde podamos escondernos en este mundo.
Llegamos finalmente a un edificio a cuya parte superior habíamos subido una vez para ver el tamaño de la ciudad. Convinimos en subir al techo y contemplar la situación desde allí arriba.
El panorama desde la cúspide casi no nos proporcionó más información de la que ya teníamos, pues no había señal de movimiento alguno en ninguna parte de la ciudad. Entonces Amelia señaló hacia el Este.
—¡De modo que allá es donde han llevado las torres! —exclamó.
Fuera de la cúpula protectora de la ciudad, podíamos distinguir apenas un grupo de objetos elevados. Si aquéllas eran las torres, entonces eso explicaría su desaparición de la ciudad. Era imposible ver cuántas había allí, pero haciendo un cálculo razonable se podía asegurar que había un ciento o más. Estaban alineadas en una formación defensiva, entre la ciudad y el lugar donde a la noche habíamos visto las explosiones.
—¿Edward, supones que esto es una guerra?
—Debe serlo. Ciertamente la ciudad no ha reflejado alegría.
—Pero no hemos visto soldados.
—Tal vez los veamos ahora por primera vez.
Me sentía deprimido al máximo, y tenía la impresión de que por fin nos veríamos forzados a aceptar nuestra situación. En ese momento no veía alternativa alguna para la perspectiva de incorporarnos para siempre en la vida marciana. Si esta ciudad estaba en guerra, entonces dos extraños como nosotros pronto serían descubiertos. Si nos ocultábamos nos descubrirían sin duda, y, de ser así, nos tomarían por espías o agentes. Muy pronto tendríamos que presentarnos ante las autoridades e integrarnos con la población.
Al no ver otra posición más ventajosa a nuestra disposición, convinimos en quedarnos donde estábamos hasta que la situación se aclarara. Ninguno de los dos tenía deseos de seguir explorando; la muerte y la destrucción se percibían en el viento.
No tuvimos que esperar mucho... pues ya mientras observábamos la línea de torres que defendían la ciudad, la invasión, sin que nosotros lo supiéramos, había empezado. Lo que sucedió fuera de la cúpula de la ciudad habrá que conjeturarlo, pero habiendo visto las consecuencias puedo decir con cierta seguridad que la primera línea de defensa era una tropa de marcianos equipados solamente con armas de mano. Estos hombres desdichados pronto fueron arrollados, y los que no resultaron muertos se refugiaron en la protección temporal de la ciudad. Todo esto sucedía ya mientras nosotros caminábamos por las calles hacia nuestro actual puesto de observación.
La siguiente etapa tuvo dos facetas simultáneas.
En primer lugar, vimos por fin señales de movimiento; se trataba dé los defensores que huían y regresaban a la ciudad. En segundo lugar, las torres fueron atacadas. El ataque terminó en pocos minutos. Los enemigos tenían algún tipo de arma que emitía calor, la cual, cuando actuaba sobre las torres, las derretía casi de inmediato. Vimos la destrucción como una serie de estallidos de fuego, a medida que este calor alcanzaba una torre tras otra, y las hacía explotar violentamente.
Si mi descripción da a entender que las torres estaban indefensas, entonces debo aclarar que no era así. Cuando poco después vi los despojos de la batalla, comprendí que, si bien al final no había surtido efecto, se había realizado una defensa enérgica, pues varios de los vehículos de los atacantes estaban destruidos.
Amelia deslizó su mano dentro de la mía, y yo la oprimí para darle confianza. Secretamente había depositado mi fe en la cúpula de la ciudad, confiando en que los invasores no lograrían atravesarla.
Oímos gritos. Había más gente en las calles ahora, tanto marcianos de la ciudad como esclavos, corriendo con esa extraña especie de trote, mirando desesperados a su alrededor, tratando de hallar refugio en el laberinto de las calles de la ciudad.
De pronto las llamas envolvieron uno de los edificios junto al límite de la ciudad, y pudimos oír gritos a lo lejos. Se incendió un segundo edificio y luego otro.
Entonces oímos un sonido nuevo: una sirena grave, que subía y bajaba, diferente por completo de los ruidos a que nos habíamos acostumbrado en la ciudad.
—Han atravesado la cúpula —dije.
—¿Qué haremos? —Su voz era tranquila, pero yo percibía que estaba tratando de no dejarse dominar por el pánico. Podía sentir su mano temblando en la mía, ambos teníamos las palmas húmedas de transpiración.