—Debemos quedarnos aquí —dije—. Estamos tan seguros aquí como en cualquier otra parte.
Abajo en las calles, habían aparecido más marcianos; algunos salían de los edificios donde se habían estado escondiendo. Vi que algunos de los que huían de la batalla estaban heridos; dos hombres llevaban a un tercero que arrastraba las piernas. Uno de los vehículos de vigilancia apareció desplazándose con velocidad por las calles, hacia la batalla. Se detuvo al pasar junto a unos marcianos, y pude oír la voz del conductor que al parecer les ordenaba regresar a la lucha. No le prestaron atención y continuaron la retirada, y el vehículo se alejó. Se oían más sirenas, y pronto otros vehículos pasaron veloces junto a nuestro edificio hacia el frente de batalla. Mientras tanto, más edificios junto al borde de la ciudad habían sido alcanzados.
Oí otra explosión al Sur de donde estábamos, y miré hacia allá. Había fuego y humo en aquella dirección ¡y comprendí que otro grupo de invasores había logrado penetrar!
La situación de la ciudad era desesperada, pues no se veía en ninguna parte una defensa organizada, y el nuevo frente no tenía resistencia en absoluto.
Un sonido rechinante y atronador llegaba desde el Este, y luego esa extraña sirena resonó dos veces seguidas. Los marcianos que estaban en la calle cerca de nuestro edificio gritaron desesperados con sus voces más agudas que nunca.
Entonces vimos por fin a uno de los invasores.
Era un vehículo blindado grande, con las hileras de patas cubiertas por planchas metálicas a cada lado. Montado arriba, sobre la parte de atrás, había un tubo de cañón de unos dos metros o un poco más de largo, el cual, mediante el mecanismo de pivotes sobre el que estaba instalado, podía apuntar en cualquier dirección que el conductor del vehículo eligiera. En el mismo momento en que veíamos el aparato invasor, el cañón giró y un edificio del costado estalló de pronto en llamas. Hubo un ruido espantoso, como de chapas de metal destrozadas.
El invasor estaba muy cerca de nosotros, a no más de doscientos metros, y lo podíamos ver con claridad. No daba señal de detenerse, y al cruzar una bocacalle, arrojó otro rayo de energía infernal, y uno de los salones donde habíamos comido a menudo explotó y se incendió.
—¡Edward! ¡Mira!
Amelia señaló hacia la calle lateral, donde veíamos ahora cinco de los vehículos de vigilancia de la ciudad que se acercaban. Observé que los habían equipado con versiones menores del cañón de calor de los invasores, en cuanto tuvieron una línea de tiro despejada, los dos primeros vehículos dispararon.
El efecto fue instantáneo: con una explosión ensordecedora el vehículo invasor estalló en pedazos, arrojando fragmentos en todas direcciones. Apenas tuve tiempo de ver cómo la explosión lanzaba hacia atrás a una de las máquinas que habían atacado, antes de que la onda de choque alcanzara el edificio donde estábamos. Por fortuna Amelia y yo ya estábamos agachados, de lo contrario nos habría hecho caer. Parte del parapeto fue despedido hacia adentro, errándome por poco, y parte del techo detrás de nosotros se desplomó. Por unos instantes el único sonido que pudimos oír fue el estampido de los fragmentos de metal al caer sobre las calles y los edificios.
Los cuatro vehículos de vigilancia intactos continuaron sin vacilar, rodearon al colega dañado y pasaron sobre los restos destrozados del enemigo. Segundos más tarde se habían perdido de vista al dirigirse con rapidez hacia el lugar de la invasión principal.
Tuvimos sólo unos pocos minutos de respiro. Acompañados por la siniestra combinación de rechinantes patas de metal y agudas sirenas, cuatro invasores más se acercaban al centro de la ciudad desde el Sur. Avanzaban con una velocidad aterradora, disparando de vez en cuando a los edificios todavía intactos. El humo que escapaba de los edificios atacados giraba ahora alrededor de nuestras cabezas, y a menudo era difícil ver o respirar.
Desesperados, miramos en todas direcciones para ver si había defensores en las cercanías, pero no era así. Multitud de marcianos corrían desenfrenadamente por las calles.
Tres de los invasores pasaron con gran estruendo junto a nuestro edificio, y se internaron en las calles invadidas de humo hacia el Norte. El último, sin embargo, disminuyó la velocidad conforme se acercaba a los restos de su aliado, y se detuvo delante del metal retorcido. Se quedó allí durante un minuto, luego avanzó despacio hacia nosotros.
Un instante después se detuvo justo debajo de nuestro puesto de observación. Amelia y yo miramos hacia abajo temblorosos.
De pronto dije:
—¡Dios mío, Amelia! ¡No mires!
Era demasiado tarde. Ella también había visto el espectáculo increíble que me había llamado la atención. Por unos segundos fue como si toda la confusión de la batalla se hubiera paralizado, mientras mirábamos anonadados la máquina enemiga.
Era evidente que había sido especialmente diseñada y construida para operaciones de este tipo. Como ya he dicho, en la parte posterior estaba montada el arma destructora que proyectaba calor, y colocada justo delante de ella había una versión mucho mayor de la araña metálica que habíamos visto reparando la torre, ahora acurrucada, con su sobrenatural vida mecánica momentáneamente suspendida.
En la parte de adelante del vehículo estaba el lugar donde se ubicaba el conductor de la máquina; esta sección estaba protegida por delante, por detrás, y a cada lado con blindaje de hierro. La parte superior, sin embargo, estaba abierta, y Amelia y yo estábamos mirando directamente hacia allí.
Lo que vimos adentro del vehículo no era un hombre, que eso quede bien claro desde el principio. El hecho de que era orgánico y no una máquina también era evidente, puesto que su piel se erizaba y su cuerpo latía con vida repugnante. Era de un color apagado, entre gris y verde, y la reluciente porción principal de su cuerpo era más o menos esférica, parecía hinchada, y de metro y medio de diámetro. Desde nuestra posición podíamos ver pocos detalles, fuera de un manchón pálido en la parte posterior, que se podría comparar con el orificio de respiración de una ballena. Pero también podíamos ver sus tentáculos... Éstos se encontraban dispuestos en forma grotesca en la porción delantera del cuerpo, retorciéndose y deslizándose de la manera más repugnante. Más tarde comprobaría que estas prolongaciones maléficas sumaban dieciséis, pero en aquellos primeros momentos de horrorizada fascinación parecía que toda la cabina estaba ocupada por estas extremidades abominables que se arrastraban y se entrelazaban.
Aparté los ojos de ese espectáculo y miré a Amelia.
Se había puesto pálida como un cadáver, y sus ojos se estaban entrecerrando. Pasé mi brazo alrededor de sus hombros, y ella se estremeció instintivamente, como si hubiera sido ese monstruo horripilante y no yo quien la había tocado.
—En el nombre del señor —dijo—. ¿Qué es esto?
Yo no respondí pues una profunda sensación de náuseas ahogaba todas mis palabras y pensamientos. Sólo miré hacia abajo otra vez, a ese ser repugnante, y comprobé que en esos pocos segundos, el monstruo había apuntado su cañón de calor hacia el corazón del edificio donde estábamos acurrucados.
Unos instantes después hubo una violenta explosión, y el humo y las llamas nos envolvieron.
III
Aterrorizados, pues con el impacto otra parte del techo se había desplomado detrás de nosotros, nos pusimos de pie tambaleando y nos dirigimos enceguecidos hacia la escalera por la cual habíamos subido. Un humo espeso surgía del centro del edificio, y había un intenso calor.
Amelia se aferró a mi brazo al derrumbarse más partes de la estructura debajo de nosotros, y surgir sobre nuestras cabezas una cortina de fuego y chispas.