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Entonces salimos del cañón; de inmediato la presión desapareció, y las tres pantallas que yo podía ver se iluminaron con imágenes brillantes.

En la pantalla que enfocaba hacia atrás pude ver durante algunos segundos el cañón que se alejaba y una nube de vapor que escapaba de su boca; en el panel lateral vislumbré imágenes de tierra y cielo girando en un torbellino; en la pantalla de proa sólo podía ver el azul profundo del cielo.

Creí que por fin podría abandonar la protección del tubo sin peligro, y traté de salir, pero descubrí que todavía me sujetaba con fuerza. Había una terrible sensación de vértigo girando en mi cabeza, como si estuviera cayendo de una gran altura, y por último sentí con toda su fuerza los terrores de un encierro sin salida; estaba en verdad atrapado en este proyectil, imposibilitado para moverme, rodando por el cielo.

Cerré los ojos y respiré hondo. El aire que corría dentro del tubo era fresco, y me tranquilizó saber que no estaba planeado que muriera allí.

Respiré hondo una segunda vez y luego una tercera, tratando de mantener la calma.

Al rato abrí los ojos. Dentro del proyectil nada había cambiado hasta donde yo podía ver. Las imágenes en las tres pantallas eran parejas: cada una mostraba el azul del cielo, pero en la de popa podía ver algunos objetos que flotaban detrás de la nave. Me pregunté durante un instante qué podrían ser, pero luego reconocí los cuatro cañones de calor disparados sobre el hielo dentro del tubo. Como los habían desechado supuse que ya no tenían ninguna otra función.

El hecho de que la nave giraba despacio sobre su eje se hizo evidente algunos segundos más tarde, cuando el panel lateral enfocó el horizonte del planeta, balanceándose hacia arriba, atravesado en la pantalla. Poco después todo el panel se inundó con una vista de la superficie, pera estábamos a tanta altura que resultaba casi imposible distinguir detalles. Estábamos pasando sobre lo que parecía una región seca y montañosa, pero era obvio que en algún momento hubo allí una gran guerra, pues el suelo estaba cubierto de cráteres. Luego la nave volvió a girar, de modo que el cielo ocupó otra vez la imagen.

Por la pantalla de proa me di cuenta de que la nave debía haberse estabilizado, porque se podía ver el horizonte. Supuse que estábamos ahora en vuelo horizontal, aunque la nave continuaba rotando sobre su eje, lo que resultaba evidente por el hecho de que el horizonte giraba en forma confusa. Los hombres que controlaban la nave debían tener algún medio para corregir esto, porque oí una serie de sonidos sibilantes y poco a poco el horizonte se estabilizó.

Había pensado que una vez en vuelo no me esperarían más sorpresas, de modo que me alarmé mucho algunos minutos después, cuando hubo una fuerte explosión y una brillante luz verde inundó todos los paneles que podía ver. La llamarada duró un instante, pero otra la siguió segundos más tarde. Como había visto esas llamaradas verdes en las horas previas a la invasión, creí al principio que debían estar atacándonos, pero entre cada explosión, la atmósfera dentro de la nave se mantenía en calma. La frecuencia de estas explosiones verdes aumentó hasta que casi llegaron a ser una por segundo, ensordecedoras. Luego cesaron por un rato, y vi que se inclinaba en forma drástica la trayectoria del proyectil. Durante un instante vi en el panel de proa la imagen de una gran ciudad en el terreno debajo de nosotros, entonces hubo otro estallido de fuego verde que continuó ardiendo fuera de la nave, y todo quedó oscurecido por su brillo. En medio de esa luz atronadora y fulminante, sentí que la tela transparente me apretaba... y la última impresión que tuve fue de una casi insoportable desaceleración, seguida por un tremendo impacto.

Capítulo 12

LO QUE VI DENTRO DE LA NAVE

I

Los paneles estaban oscuros, los tubos de tela se habían aflojado, y todo se hallaba en silencio. El piso presentaba una aguda inclinación hacia adelante, de modo que caí de entre los pliegues que me sostenían y fui a dar contra el tabique, casi sin poder creer que una vez más el proyectil estaba en tierra firme. Junto a mí, los cuatro esclavos también cayeron o salieron de sus tubos, y todos nos reunimos sentados en cuclillas, temblando un poco después de los sustos del vuelo.

No permanecimos solos mucho tiempo. Del otro lado del tabique oí voces, y en seguida uno de los hombres apareció; él también parecía afectado, pero estaba de pie y llevaba su látigo en la mano.

Para mi sorpresa y enojo, levantó ese instrumento diabólico y nos gritó imprecaciones con su voz aguda. Como era natural, yo no comprendí, pero el efecto en los esclavos fue inmediato. Uno de los hombres se puso de pie y le gritó a su vez, pero el hombre de negro lo tocó con su látigo y el esclavo cayó al suelo.

De nuevo el piloto nos gritó. Señaló primero al esclavo que había castigado cuando entramos en la nave, luego al hombre que acababa de aturdir, siguió con el tercer esclavo, luego con la muchacha, y por último me señaló a mí. Volvió a gritar, nos señaló a cada uno por turno, y después hizo silencio.

Como para reforzar su autoridad, se oyó la malvada voz de uno de los monstruos que salía por el enrejado, y resonaba en el pequeño compartimiento de metal.

El esclavo que el piloto había señalado primero yacía inerte en el suelo, donde había caído de su tubo protector, y la muchacha y el otro esclavo se inclinaron para levantarlo. Todavía estaba consciente, pero al igual que el otro hombre parecía haber perdido por completo el control sobre sus músculos. Me acerqué para ayudarlos pero no me prestaron atención.

Estaban ocupados con la cabina saliente que yo había notado antes. Las puertas habían permanecido cerradas durante el vuelo, y yo había supuesto que contenía equipo. En el instante en que la muchacha abrió las puertas pude ver que no era así.

Por la inclinación de la nave las puertas quedaron bien abiertas y me fue posible observar lo que había en su interior. El espacio total no era mayor que el de un armario; apenas había lugar para un hombre de pie. Adosadas al mamparo de metal había cinco abrazaderas, semejantes a esposas, pero hechas con una precisión diabólica, que les confería un claro aire de cirugía.

La muchacha y su compañero empujaron con dificultad al otro esclavo hasta la entrada de la cabina, su cabeza colgando y sus piernas sin vida. No obstante, algo de conciencia debía estar filtrándose en su mente confundida, porque en cuanto comprendió dónde estaban a punto de colocarlo, opuso toda la resistencia que pudo. Sin embargo no era contrincante para los otros dos, y luego de luchar cerca de un minuto, ambos lograron ponerlo de pie dentro de la cabina.

En cuanto la parte principal de su cuerpo hizo contacto, las esposas se cerraron automáticamente. Primero le sujetaron los brazos, luego las piernas, y por último el cuello. Un quejido débil escapó de sus labios, y el hombre movió la cabeza con desesperación tratando de escapar. La muchacha se apresuró a cerrar las puertas y de inmediato los tenues lamentos del desdichado casi dejaron de oírse.

Contemplé a los otros anonadado y en silencio. Ellos miraban el suelo, evitando las miradas. Noté que el piloto seguía junto al tabique, con el látigo listo para ser usado otra vez. Pasaron cinco minutos angustiosos, luego repentinamente se abrieron las puertas de la cabina y el hombre se desplomó atravesado en el suelo.

Como había caído cerca de mis pies me incliné a examinarlo. Estaba inconsciente sin duda, probablemente muerto. Donde las esposas lo habían sujetado había líneas de pequeños orificios, de un par de milímetros de diámetros. De cada uno salía un hilo de sangre, en los brazos, piernas y cuello. No manaba mucha sangre, pues su cuerpo estaba blanco como la nieve; como si le hubieran extraído hasta la última gota.