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En el mismo momento en que yo examinaba a este desdichado, los otros dos arrastraban al segundo hombre aturdido hacia la cabina. Su resistencia fue menor, pues hacía menos tiempo que había recibido el choque eléctrico, y a los pocos segundos su cuerpo estaba esposado en su lugar. Cerraron las puertas.

Uno de los aspectos más impresionantes de esto era el hecho de que los esclavos aceptaban su suerte sin protestar. Los dos que quedaban, el hombre y la muchacha, permanecían de pie, pasivos, esperando que vaciaran de sangre al infeliz que estaba en la cabina. No podía creer que se toleraran tales barbaridades, y, sin embargo, tan poderoso era el régimen de los monstruos, que los marcianos de la ciudad llevaban a cabo hasta Una atrocidad como esta.

Aparté la mirada del hombre del látigo, con la esperanza de que perdiera el interés en mí. Cuando pocos minutos después se abrieron las puertas y el hombre de la cabina cayó inerte sobre el piso, seguí el ejemplo de los otros dos y con calma saqué el cuerpo del camino para dejar libre el acceso a la cabina.

El esclavo que quedaba fue hasta allí por su propia voluntad, las esposas se cerraron sujetándolo, y yo me apresuré a cerrar las puertas.

El hombre del látigo nos miró a la muchacha y a mí durante algunos segundos más, y luego, convencido sin duda de que éramos capaces de continuar solos, volvió inesperadamente a la cabina de control.

Intuí una minúscula oportunidad para escapar, y miré a la muchacha; no parecía interesada y se había sentado de espaldas al tabique. Libre por un momento de actuar y pensar por mi cuenta, miré desesperado todo el compartimiento. Hasta donde podía ver no había ninguna salida salvo la escotilla del otro lado del tabique. Observé el techo y el piso que se curvaban pero no había nada excepto los lugares donde encajaban los tubos flexibles.

Me acerqué despacio al tabique, y desde allí observé a los dos marcianos a cargo de la nave. Estaban de espaldas a mí, ocupados con alguna cuestión de los controles. Miré el mecanismo de rueda que abría y cerraba la escotilla; no podría abrirlo sin que ellos me oyeran.

Detrás de mí las puertas de la cabina se abrieron de golpe, el esclavo se desplomó, y su brazo sin sangre cayó sobre la muchacha. Al oír esto los dos marcianos de los controles se volvieron y yo me escondí. La muchacha me miraba y por un momento me sentí mortificado por la expresión de absoluto terror que se dibujó en su rostro. Luego, sin decir nada, ella se introdujo en la cabina, y quedé solo con los tres cadáveres de los esclavos.

Cerré las puertas de la cabina sin mirar adentro, después fui a un rincón del compartimiento donde no había cuerpos, y vomité violentamente.

II

No podía permanecer en ese compartimiento infernal con sus imágenes y olores de muerte; enceguecido, pasé sobre los cadáveres apilados y me lancé del otro lado del tabique, decidido a terminar con los dos marcianos humanos que eran los instrumentos de esta atormentadora matanza.

Nunca en toda mi vida me había dominado una sensación de furia y náusea tan ciega y destructora. Llevado por el odio, me arrojé a través de la cabina de control y con mi brazo le propiné un fuerte golpe en la nuca al marciano que estaba más cerca. Cayó de inmediato y su frente golpeó contra un borde dentado de los instrumentos.

Su látigo eléctrico rodó al suelo junto a él, y yo lo tomé.

El otro marciano ya estaba sentado en el piso, y en los dos o tres segundos que había durado mi primer ataque sólo tuvo tiempo de volver su rostro hacia mí. Sacudí el látigo con crueldad, alcancé al marciano en medio de la clavícula, de inmediato hizo un gesto brusco y cayó de costado. Fría y deliberadamente me incliné sobre él, y apreté el extremo del látigo contra su sien. Se sacudió como con espasmos durante unos segundos, luego quedó inmóvil. Volví mi atención al otro marciano, que yacía ahora semiconsciente en el suelo, perdiendo sangre por la herida de la cabeza. A él también le apliqué el látigo, luego por fin arrojé a un lado la terrible arma y me alejé. Me sentí mareado y poco después me desmayé. Lo último que recuerdo es el sonido que hizo el cuerpo de la esclava al caer en el compartimiento detrás de mí.

Capítulo 13

UNA BATALLA DE TITANES

I

De mi desmayo, debo haber pasado naturalmente, al sueño, porque no recuerdo las horas que siguieron.

Cuando por fin desperté, estaba tranquilo, y durante algunos minutos no recordé los horribles sucesos que había presenciado. No obstante, tan pronto como me incorporé me vi frente a los cuerpos de los dos marcianos de la ciudad, y todo volvió a mi memoria con vividos detalles.

Consulté mi reloj. Lo había mantenido con cuerda, porque había descubierto que la duración del día marciano era casi la misma que la del día terrestre y, aunque en Marte no era necesario conocer la hora exacta, era un elemento útil para llevar cuenta del tiempo transcurrido. Vi así que había estado a bordo del proyectil más de doce horas. Cada minuto que permanecía dentro de sus confines me recordaba lo que había visto y hecho, de modo que me encaminé directamente a la escotilla y traté de abrirla. Había visto cómo la cerraban, de modo que supuse que si realizaba los movimientos en orden inverso bastaría para abrirla. No fue así; después de moverse unos centímetros, el mecanismo se trabó. Perdí varios minutos tratando de lograr mi propósito, antes de abandonar mis esfuerzos.

Miré la cabina a mí alrededor, pensando por primera vez que muy bien podría encontrarme atrapado aquí. Era una idea aterradora y el pánico comenzó a invadirme; caminé angustiado de un lado para otro.

Por fin, se impuso el buen sentido y me dediqué a realizar un examen minucioso y sistemático de la cabina.

En primer término, examiné los controles, esperando encontrar allí alguna forma de poner en funcionamiento los paneles indicadores, para poder ver dónde había descendido la nave. Como no tuve éxito (el impacto del descenso parecía haber roto los mecanismos), volví mi atención a los controles de vuelo propiamente dichos.

Aunque a primera vista parecía haber una asombrosa confusión de palancas y ruedas, pronto noté que había ciertos instrumentos instalados dentro de los tubos de presión transparentes. Fue en estos tubos que los marcianos habían cumplido el vuelo, de modo que era lógico pensar que habrían debido poder controlar la trayectoria desde su interior.

Separé el material con la mano (ahora que el vuelo había terminado estaba muy fláccido), e inspeccioné esos instrumentos.

Estaban sólidamente construidos —presumiblemente para soportar las distintas presiones de lanzamiento y del impacto final— y su diseño era simple. Sobre el piso se había levantado una especie de estrado, donde se habían instalado dichos instrumentos. Aunque había ciertos cuadrantes con agujas, cuya función ni siquiera me imaginaba, los dos controles principales eran palancas de metal. Una de ellas tenía notable semejanza con la palanca de la Máquina del Tiempo de Sir William: estaba montada sobre pivotes y podía ser movida hacia proa o hacia popa, o a derecha o izquierda. La empuñé, para probar, y la moví alejándola de mí. De inmediato hubo un ruido en otro sector del casco y la nave vibró ligeramente.

La otra palanca estaba coronada por una pieza de una sustancia verde brillante. Ésta tenía un solo movimiento aparente —hacia abajo—, y tan pronto como apoyé la mano sobre ella hubo una tremenda explosión fuera del casco y fui despedido de mi lugar por un movimiento repentino y brusco de toda la nave.