Aunque la corriente de líquido estaba fría, me mojé abundantemente; me quité la ropa y la escurrí para sacarle los últimos vestigios de los líquidos pestilentes que había absorbido.
Cuando consideré que ni yo ni mi ropa quedaríamos más limpios, cerré la canilla y torcí la ropa tratando de secarla. Me puse los pantalones, pero la tela estaba húmeda y pesada y me sentía muy incómodo. Así vestido fui en busca de Amelia.
Había un enrejado grande de metal, asegurado en una de las paredes, poco más allá de la sección donde se tomaban los baños. Amelia estaba de pie frente a dicho enrejado, sosteniendo su andrajosa ropa para que se secara. Volví la espalda de inmediato.
—Trae aquí tu ropa, Edward —dijo.
—Cuando hayas terminado —respondí, tratando de que mi voz no revelara el hecho de que la había visto totalmente desvestida.
Depositó su ropa en el suelo, caminó hasta donde estaba yo, y se detuvo frente a mí.
—Edward, ya no estamos en Inglaterra —dijo—. Contraerás pulmonía si usas ropa mojada.
—Se secará con el tiempo.
—En este clima te enfermarás de gravedad antes de eso. Sólo toma unos minutos secarla.
Pasó junto a mí hacia la sección de los baños, y regresó con el resto de mi ropa.
—Secaré mis pantalones más tarde.
—Los secarás ahora —replicó.
Me quedé consternado durante un momento, y luego, de mala gana, me quité los pantalones. Los sostuve delante de mí de modo que me siguieran cubriendo, y dejé que la corriente cálida los envolviera. Amelia y yo estábamos un poco separados, y aunque estaba decidido a no mirarla indecorosamente, de por sí la presencia de la joven que significaba tanto para mí, y junto a quien había sufrido tanto, hacía imposible no mirarla algunas veces. Era tan hermosa, y, sin ropa como estaba, tenía un porte de gracia y corrección, que volvía inocente una situación que habría escandalizado a la gente más liberal de la Tierra. Mis inhibiciones se debilitaron, y después de unos minutos no pude contener más mis impulsos.
Dejé caer la prenda que sostenía, me acerqué a Amelia con rapidez, luego la tomé en mis brazos y nos besamos apasionadamente durante unos instantes.
II
Estábamos solos en el edificio. Faltaban todavía dos horas para que se pusiera el sol y los esclavos no regresarían antes de eso. Después que nuestra ropa se secó, y nos la pusimos de nuevo, Amelia me llevó por todo el edificio para mostrarme como vivían los esclavos. Las condiciones eran primitivas: las hamacas eran duras y estaban amontonadas, la comida que había tenían que comerla cruda, y no había ningún lugar donde se pudiera estar en privado.
—¿Y estuviste viviendo así? —pregunté.
—Al principio, sí —dijo—. Pero luego descubrí que soy bastante importante. Ven, que te mostraré dónde duermo.
Me llevó hasta un rincón del dormitorio colectivo. Allí las hamacas estaban dispuestas en la misma forma, o así parecía, pero cuando Amelia tiró de una cuerda que colgaba de una polea colocada más arriba, varias hamacas se levantaban para formar un ingenioso biombo.
—Durante el día dejamos las hamacas abajo, por si envían a algún supervisor nuevo a hacer una inspección, pero cuando deseo un momento de intimidad... ¡tengo un tocador para mí sola!
Me llevó a su sector privado, y otra vez, lejos de miradas extrañas, la besé con pasión. ¡Ahora comprendía lo que había ansiado durante aquel espantoso período de soledad!
—Parece que te encuentras como en tu casa —dije finalmente. Amelia estaba tendida al través en su hamaca, mientras yo me hallaba sentado en un escalón que cruzaba parte del piso.
—Uno tiene que aprovechar al máximo lo que encuentra.
—Amelia —continué—, cuéntame qué sucedió después que te capturó aquella máquina.
—Me trajeron aquí.
—¿Eso es todo? ¡No puede ser tan simple!
—No quisiera pasar por eso otra vez —dijo—. ¿Pero qué cuentas tú? ¿Cómo es que después de todo este tiempo sales de una torre?
—Preferiría oírte a ti primero.
Intercambiamos las novedades de cada uno que ambos ansiábamos tanto. La primera preocupación fue que ninguno de los dos estuviera peor debido a sus aventuras, y ambos nos tranquilizamos con respecto a eso. Amelia habló primero, y describió el viaje por tierra hasta este campamento de esclavos.
Su relato fue breve, y al parecer omitió muchos detalles. Si lo hizo para evitarme aspectos más desagradables, o porque ella misma no quería recordarlos, no lo sé. El viaje había durado muchos días; la mayor parte la habían pasado dentro de vehículos cerrados. No podían aplicar medidas sanitarias, y les proporcionaban comida una vez al día. Durante la travesía, Amelia había visto, al igual que yo en el proyectil, cómo se alimentaban los monstruos. Por último, en un estado lamentable, ella y los demás sobrevivientes del viaje —unas trescientas personas en total, pues las arañas mecánicas habían trabajado mucho aquel día en la Ciudad Desolación— habían sido traídos hasta este matorral, y bajo la supervisión de los marcianos de la ciudad cercana, los habían puesto a trabajar con la maleza roja.
A esta altura supuse que Amelia había terminado su historia, pues entonces me lancé a hacer un relato detallado de mis propias aventuras. Sentía la necesidad de contarle mucho, y omití pocos detalles. Cuando me tocó describir la cabina para matar que había en el proyectil, no creí necesario depurar el relato, puesto que ella también había visto el mecanismo en funcionamiento. De todos modos cuando yo describía lo que había visto, Amelia empalideció ligeramente.
—Por favor, no te detengas en esa parte —dijo.
—Pero, ¿no la conoces?
—Claro que sí. Pero no es necesario que adornes tu relato con esos detalles. Ese instrumento bárbaro que describes lo usan en todas partes. Hay uno en este edificio.
Esa revelación me tomó por sorpresa, y lamenté haber mencionado el aparato. Amelia me dijo que cada noche seis o más esclavos eran sacrificados en la cabina.
—¡Pero eso es atroz! —dije.
—¿Por qué crees que los oprimidos habitantes de este mundo son tan pocos? —exclamó Amelia—. ¡Es porque los mejores de ellos son despojados de la vida para alimentar a los monstruos!
—No lo mencionaré otra vez —dije, y continué con el resto de mi relato.
Describí cómo había escapado del proyectil, luego la batalla que había presenciado, y por último, cómo había vencido y matado al monstruo de la torre.
Esto pareció complacer a Amelia, de modo que adorné mi narrativa con adjetivos. Esta vez mis detalles auténticos no encontraron objeción alguna, y más aún, cuando yo describía los últimos momentos del monstruo, Amelia aplaudió y se echó a reír.
—Esta noche debes contar tu historia otra vez —dijo—. Le dará entusiasmo a mi gente.
—¿Tu gente? —pregunté.
—Querido, debes comprender que no sobrevivo aquí por buena suerte. He descubierto que soy su líder prometido, el que, según las leyendas, se supone que los liberará de la opresión.
III
Poco después nos interrumpieron los esclavos que regresaban de trabajar, y por un momento dejamos nuestros relatos de lado.
A medida que los esclavos entraban al edificio por los dos principales corredores con atmósfera artificial, entraban también los marcianos supervisores, quienes al parecer tenían habitaciones propias dentro del edificio. Varios llevaban látigos eléctricos, pero una vez adentro, los arrojaban despreocupadamente a un lado.
He mencionado antes que la, expresión habitual del marciano refleja una extrema desesperación, y estos pobres esclavos no eran una excepción. Con lo que ahora sabía y después de haber visto la matanza de aquella tarde, mi reacción fue más solidaria que antes.