Con el regreso de los esclavos hubo un período de actividad, durante el cual se lavaron la suciedad que había dejado el trabajo del día, y se sirvió la comida. Hacía bastante tiempo que yo no comía, y aunque cruda la maleza casi no era comestible, comí tanta como me fue posible.
Durante la comida se nos unió la niña que Amelia llamaba Edwina. Me asombraba el aparente dominio que tenía de nuestro idioma, y, lo que es más, me divertía el hecho de que aunque la niña no podía pronunciar algunas de las consonantes más sofisticadas del inglés, Amelia le había transmitido las características de su propia voz educada. (Al reproducir las palabras de Edwina en esta narración no trataré de representar fonéticamente el acento sin par que tenía, sino que las expondré en inglés sencillo; de todos modos, al principio me resultó difícil entender lo que la niña decía.)
Noté que mientras comíamos (aquí no había mesas; todos estábamos en cuclillas sobre el piso) los esclavos se mantenían a cierta distancia de Amelia y de mí. Nos dirigían frecuentes miradas furtivas, y sólo Edwina, que estaba sentada con nosotros, parecía cómoda en nuestra compañía.
—Supongo que ya se habrán acostumbrado a ti, ¿no es cierto? —pregunté a Amelia.
—Eres tú quien los pone nerviosos. Tú también desempeñas un papel legendario.
Entonces Edwina, que había oído y comprendido mi pregunta, dijo:
—Tú eres el hombrecillo pálido.
Al oír esto fruncí el ceño y miré a Amelia para ver si ella comprendía. Edwina continuó:
—Nuestros hombres sabios hablan del hombrecillo pálido que surge de la máquina de guerra.
—Ya veo —dije con una sonrisa cortés.
Un poco después, cuando Edwina no podía oír, dije:
—Si eres el Mesías de esta gente, ¿por qué tienes que trabajar en el matorral?
—Yo no lo elegí. Ahora la mayoría de los supervisores están acostumbrados a mí, pero si vienen nuevos de la ciudad, me podrían individualizar si no estoy con los otros. Además las leyendas dicen que el líder del pueblo será uno de ellos. En otras palabras, un esclavo.
—Creo que debería oír estas leyendas —dije.
—Edwina las recitará para ti.
—Hablas de los supervisores —dije—. ¿Cómo es que nadie parece temerles ahora?
—Porque los he convencido de que todos los humanos tienen un enemigo común. Estoy haciendo algo más que desempeñar un papel, Edward. Estoy convencida de que aquí debe haber una revolución. Los monstruos gobiernan a los humanos porque los dividen: han enfrentado un grupo contra otro. Los esclavos temen a los supervisores porque, al parecer, éstos están respaldados por la autoridad de los monstruos. Los marcianos de la ciudad se avienen a apoyar el régimen porque disfrutan de determinados privilegios. Pero como debes haber notado esto es sólo un recurso de los monstruos. Sangre humana es lo único que necesitan, y el sistema de esclavos es el medio para lograr sus fines. Todo lo que he hecho es convencer a los supervisores —que también conocen las leyendas— de que los monstruos son un enemigo común a todos los humanos.
Mientras nosotros hablábamos, los esclavos retiraban los restos de la comida, pero, de pronto, cesó toda actividad debido a una erupción de sonido; la más horrible y aguda sirena resonó en la habitación.
Amelia se había puesto en extremo pálida, entonces se volvió y pasó a su sector privado. Yo la seguí y la encontré llorando.
—Esa llamada —dije—. ¿Significa lo que yo creo?
—Han venido por su comida —respondió Amelia, y continuó su llanto.
IV
No relataré la espantosa escena que siguió, pero cabe decir que los esclavos habían organizado un sistema de sorteo, y los seis desventurados perdedores se dirigieron a la cabina de la muerte en silencio.
Amelia explicó que no había esperado que los monstruos se presentaran en los campamentos de esclavos esta noche. Había muchos muertos dispersos en el matorral, y había tenido la esperanza de que tomarían de esos cuerpos su comida nocturna.
V
Edwina se acercó a Amelia y a mí.
—Nos gustaría oír las aventuras del hombrecillo pálido —le dijo a Amelia—. Nos haría felices.
—¿Quiere decir que tengo que hablarles? —dije—. No sabría qué decir. Y además, ¿cómo lograrían entenderme?
—Es lo que se espera de ti. Tu llegada fue espectacular, y quieren oír el relato de tus propios labios. Edwina será tu intérprete.
—¿Tú lo has hecho?
Amelia asintió.
—Me enteré de este ritual cuando le enseñaba a Edwina a hablar inglés. Cuando ella dominó suficiente vocabulario, ensayamos un pequeño discurso y a partir de ese día me aceptaron como su líder. No te reconocerán plenamente hasta que no lo hagas tú también.
—¿Pero qué debo decirles? —dijo—. ¿Les has dicho que venimos de la Tierra?
—Creí que no lo comprenderían de modo que no se los dije. Se habla de la Tierra en sus leyendas —la llaman “el mundo cálido”— pero sólo como un cuerpo celeste. Así es que no he revelado mi origen. Ya que estamos, Edward, creo que es hora de que tú y yo admitamos que nunca volveremos a ver la Tierra. No hay forma de regresar. Desde que llegué aquí me resigné a ello. Ahora los dos somos marcianos.
Medité sus palabras en silencio. La idea no era de mi agrado, pero yo comprendía lo que Amelia quería decir. Mientras nos aferráramos a esa falsa, esperanza jamás nos estableceríamos.
Finalmente dije:
—Entonces les relataré cómo viajé en el proyectil, cómo subí a la máquina de guerra, y cómo eliminé al monstruo.
—Edward, creo que como desempeñas un papel legendario deberías emplear un verbo más fuerte que “eliminar”.
—¿Me comprendería Edwina?
—Si acompañas tus palabras con las acciones apropiadas.
—¡Pero ya me han visto abandonar la torre todo cubierto de sangre!
—Es el relato de la historia lo que cuenta. Sólo repíteles a ellos lo que me contaste a mí.
Edwina reflejaba la mayor felicidad que yo había visto hasta ahora en un marciano.
—¿Podremos oír las aventuras? —preguntó.
—Eso creo —respondí. Nos pusimos de pie y seguimos a Edwina hasta la parte principal del salón. Habían retirado varias de las hamacas, y todos los esclavos estaban sentados en el suelo. Cuando nos vieron se pusieron de pie y comenzaron a dar saltos. Era un gesto cómico —y no del todo tranquilizador— pero Amelia me susurró que ésta era su forma de expresar entusiasmo.
Noté que había una media docena de marcianos de ciudad presentes, de pie al fondo del salón. Se veía a las claras que todavía no estaban del todo integrados con los esclavos, pero por lo menos no existía el espíritu de intimidación que habíamos observado en la Ciudad Desolación.
Amelia tranquilizó a la multitud levantando la mano y separando los dedos. Cuando hicieron silencio dijo:
—Pueblo mío. Hoy hemos visto morir a uno de los tiranos a manos de este hombre. Ahora él está aquí para describir sus aventuras con sus propias palabras.
Mientras Amelia hablaba, Edwina traducía simultáneamente con algunas sílabas acompañadas de complicados signos con las manos. Cuando ambas terminaron, los esclavos comenzaron a dar saltos otra vez, mientras emitían un sonido agudo y plañidero. Era muy desconcertante y parecía no tener fin.
Amelia me susurró:
—Levanta la mano.
Empezaba a lamentar el haber estado de acuerdo con esto, pero levanté la mano y, para sorpresa mía, se hizo silencio de inmediato. Observé a esta gente —a estos seres extraños, altos y de piel rojiza, entre los cuales el destino nos había arrojado, y de quienes dependía ahora nuestro futuro— y traté de encontrar palabras para empezar. El silencio continuó, y con cierta timidez describí cómo me habían llevado al proyectil. De inmediato, Edwina acompañó mis palabras con su misteriosa interpretación.