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Comencé vacilante, sin saber con seguridad hasta dónde debía llegar. El público permaneció en silencio. A medida que me entusiasmaba con el relato, y encontraba oportunidades para hacer descripciones, la interpretación de Edwina se hacía más florida, y así alentado me permití exagerar un poco.

Mi descripción de la batalla se convirtió en un fragoroso choque de gigantes de metal, un pandemónium de gritos horribles, y una verdadera tempestad de flamígeros rayos de calor. En este punto vi que varios esclavos se habían puesto de pie y saltaban entusiasmados. Cuando llegué a la parte del relato en que me daba cuenta de que el monstruo atacaba a los esclavos con el rayo de calor, todos los presentes estaban de pie, y Edwina hacía signos en extremo dramáticos.

Tal vez en mi historia segaba más tentáculos que en la realidad, y quizá parecía más difícil matar al monstruo de lo que había resultado en verdad, pero me sentía obligado a serle fiel al espíritu de la ocasión antes que satisfacer las demandas de una escrupulosa autenticidad.

Al terminar mi relato, hubo espléndido estallido de vítores y un notable despliegue de saltos de parte del público. Miré a Amelia para ver su reacción, pero antes de que tuviéramos oportunidad de hablar nos rodeó la multitud. Los marcianos nos empujaban y golpeaban con suavidad, lo que interpreté como otras muestras de entusiasmo. Sin pausa y con firmeza nos llevaban hacia el sector privado de Amelia, y cuando llegamos al lugar donde las hamacas estaban suspendidas formando una división, el ruido alcanzó su punto máximo, siguieron el cordial golpeteo un poco y luego nos empujaron juntos del otro lado de la separación.

De inmediato, el bullicio del lado opuesto se apaciguó. Todavía me sentía alentado por el modo cómo me habían recibido, y estreché a Amelia entre mis brazos. Ella estaba tan entusiasmada como yo, y correspondió a mis besos con fervor y sentimiento.

Como nuestros besos se prolongaban, sentí que surgía en mi interior aquel deseo natural que había tenido que ahogar durante tanto tiempo, de modo que, renuente, aparté mi rostro del de ella y relajé mis brazos, en la creencia de que ella se alejaría. En lugar de ello, Amelia me estrechó con fuerza, mientras hundía su rostro en el hueco de mi hombro.

Del otro lado de la separación me llegaba la voz de los esclavos. Ahora parecían estar cantando, un canturreo agudo y carente de melodía. Era tranquilo y extrañamente agradable.

—¿Qué hacemos ahora? —dije después de algunos minutos.

Amelia no respondió en seguida.

Entonces me abrazó con más fuerza y dijo:

—¿Necesitas que te lo diga, Edward?

Sentí que el rubor subía a mis mejillas.

—Quise decir, ¿hay alguna otra ceremonia que debamos llevar a cabo? —dije.

—Sólo lo que se espera de nosotros según la leyenda. La noche que el hombrecillo pálido desciende de la torre...

Murmuró el resto en mi oído.

Amelia no podía ver mi rostro, de modo que cerré los ojos y los apreté con fuerza, ¡casi sin aliento por la emoción!

—Amelia, no podemos. No estamos casados.

Era la última concesión que hacía a los convencionalismos que habían regido mi vida.

—Ahora somos marcianos —dijo Amelia,—. Para nosotros no existe el matrimonio.

Y de este modo, mientras los esclavos marcianos cantaban con sus voces agudas y melancólicas del otro lado de la separación, nosotros abandonamos todo lo que nos quedaba de nuestra condición de ingleses y terrícolas, y durante la noche nos entregamos a nuestra nueva función y a nuestra vida como líderes de los pueblos oprimidos de Marte.

Capítulo 15

PLANES PARA UNA REVOLUCIÓN

I

A la mañana siguiente, desde el momento en que Amelia y yo despertamos, nos trataron con humildad y deferencia. De todos modos, las leyendas que ahora regían nuestra vida, parecían recalcar el hecho de que debíamos trabajar en el matorral con los otros, y por ello pasábamos gran parte del día con barro frío hasta las rodillas. Edwina trabajaba con nosotros, y aunque había algo manso en su mirada que me hacía sentir incómodo, la niña nos era sin duda muy útil.

En realidad ni Amelia ni yo cortábamos mucha maleza. Tan pronto nos establecíamos en el matorral comenzábamos a recibir visitantes: algunos esclavos, otros supervisores, todos ellos evidentemente ansiosos de conocer a quienes se encargarían de dirigir la revolución. Al oír lo que se decía —traducido con entusiasmo, si bien en forma no del todo inteligible, por Edwina— comprendí que las palabras de Amelia sobre la revolución no habían sido en vano. Varios de los supervisores venían de la ciudad misma, y nos enteramos de que allí se hacían elaborados planes para deponer a los monstruos.

Fue un día fascinante, si tomamos en cuenta el hecho de que quizá por fin hubiéramos proporcionado el estímulo a esta gente para que se vengaran de sus repugnantes amos. A decir verdad, Amelia recordó muchas veces a nuestros visitantes mi heroica acción del día anterior. Esta oración se repitió con frecuencia: los monstruos son mortales.

De todos modos, mortales o no, los monstruos todavía existían, y representaban una constante amenaza. A menudo durante el día patrullaban el matorral con una de las inmensas máquinas de guerra con trípode, y en esas ocasiones suspendíamos todas las actividades revolucionarias mientras nos dedicábamos al trabajo.

Durante un momento en que estuvimos solos, pregunté a Amelia por qué había que continuar cosechando la maleza si la revolución estaba tan avanzada. Me explicó que la gran mayoría de los esclavos estaban asignados a esta labor, y si la misma cesaba antes de que la revolución estuviera en marcha, los monstruos comprenderían de inmediato que algo se estaba preparando. En todo caso los principales beneficiados eran los propios humanos, pues la maleza era su alimento básico.

—¿Y las entregas de sangre? —le pregunté—. ¿No se podía entonces detener eso?

Me respondió que rehusarse a seguir dando sangre era el único medio seguro que tenían los humanos de vencer a los monstruos, y con frecuencia habían intentado desobedecer el más temido requerimiento de este mundo. En tales ocasiones las represalias de los monstruos habían sido rápidas y extensas. La última vez, hacía unos sesenta días, habían asesinado a más de mil esclavos. El terror hacia los monstruos era permanente, y aun mientras se preparaba el levantamiento, los sacrificios diarios debían cumplirse.

En la ciudad, no obstante, el orden establecido estaba a punto de caer. Marcianos esclavos y de ciudad se unían por fin, y por toda la ciudad se organizaban grupos de voluntarios; hombres y mujeres que, cuando recibieran la orden, atacarían blancos específicos. Eran las máquinas de guerra las que representaban la mayor amenaza: a menos que hubiera varios cañones de calor en manos de los revolucionarios, no podríamos defendernos de ellas.

—¿No deberíamos estar en la ciudad? —pregunté—. Si estás controlando la revolución deberías hacerlo desde allí, ¿no es cierto?

—Por supuesto. Tengo la intención de ir a la ciudad mañana otra vez. Verás por ti mismo lo muy avanzados que estamos.

Luego llegaron más visitantes: esta vez, una delegación de supervisores que trabajaban en una de las zonas industriales. Nos dijeron, por medio de Edwina, que ya ocurrían pequeños actos de sabotaje, y que por el momento la producción se había reducido a la mitad.