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—¿No podemos hacer nada? —preguntó Amelia.

Observé con tristeza la pantalla.

—No. Como hemos reemplazado a los hombres que deberían haber tripulado esta nave, sólo podemos hacer lo que ellos habrían hecho. Es decir, dirigir la nave manualmente al lugar elegido de antemano por los monstruos. Si seguimos el plan, haremos descender la nave en el punto que aparece en el centro de la retícula. Tenemos que decidir si lo hacemos o no. Puedo dejar que la nave pase de largo sin tocar la Tierra, o puedo dirigirla a un lugar donde sus ocupantes no puedan causar daño.

—Hablaste de que descendiéramos en un océano. ¿Lo decías en serio?

—Es lo único que nos queda por hacer —dije—. Aunque tú y yo seguramente moriríamos, de esa forma evitaríamos verdaderamente que los monstruos escaparan.

—Yo no quiero morir —dijo Amelia, abrazándose a mí.

—Yo tampoco. Pero, ¿tenemos el derecho de lanzar a estos monstruos contra nuestra gente?

Era un tópico angustioso, y ninguno de nosotros conocía las respuestas a los interrogantes que nos planteábamos. Nos quedamos observando la imagen de nuestro mundo durante unos minutos, y luego fuimos a comer. Después, los paneles nos atrajeron una vez más, sobrecogidos por las responsabilidades que recaían sobre nosotros.

En la Tierra, las nubes se habían desplazado hacia el Este, y pudimos apreciar los contornos de las Islas Británicas, rodeadas por un mar azul. El círculo central de la retícula se encontraba directamente sobre Inglaterra. Amelia dijo, con voz tensa:

—Edward, tenemos el ejército más poderoso de la Tierra. ¿No podemos dejar en sus manos la responsabilidad de hacer frente,a esta amenaza?

—Serían tomados por sorpresa. La responsabilidad es nuestra, Amelia, y no debemos evadirla. Estoy preparado a morir para salvar al mundo. ¿Puedo pedirte que hagas lo mismo?

Era un momento pleno de emoción, y sentí que estaba temblando.

Entonces Amelia miró hacia el panel posterior, que aunque no estaba iluminado, era una advertencia constante de los nueve proyectiles que nos seguían.

—¿Ese falso heroísmo salvará al mundo de los monstruos que nos siguen? —dijo.

VIII

Así fue que continué corrigiendo nuestro rumbo y dirigí la retícula principal de modo que se colocara sobre las verdes islas que tanto amábamos.

Una noche, cuando estábamos por irnos a dormir, un ruido que había esperado no volver a oír jamás brotó por un enrejado de metal del mamparo: era el bramido, el chillido de llamada de los monstruos. Con frecuencia uno ha oído la expresión: se me heló la sangre en las venas. En ese momento comprendí la verdad de ese lugar común.

Salí de la hamaca de inmediato y corrí por los pasajes hacia la puerta sellada de la bodega de los monstruos.

Tan pronto como deslicé la plancha de metal, vi que esos seres malditos habían recobrado el conocimiento. Había dos directamente delante de mí, arrastrándose torpemente con sus tentáculos. Me alegré al ver que en un ambiente de mayor gravedad (hacía mucho tiempo que había modificado la rotación de la nave con la intención de lograr una gravedad aproximada a la de la Tierra), sus movimientos eran pesados y desmañados. Era una señal alentadora, en estos momentos en que todas las perspectivas parecían lúgubres, ya que con un poco de suerte su mayor peso en la Tierra sería una considerable desventaja para ellos.

Amelia me había seguido, y cuando me aparté de la puerta ella también espió por la minúscula ventanilla. Vi que se estremecía, y luego se apartó.

—¿No hay nada que podamos hacer para destruirlos? —dijo.

La miré, y quizá mi expresión reveló lo desdichado que me sentía.

—Creo que no —dije.

Cuando volvimos a nuestro compartimiento, descubrimos que los monstruos todavía trataban de comunicarse con nosotros. El bramido repercutía por el salón de metal.

—¿Qué crees que dice? —dijo Amelia.

—¿Cómo podemos saberlo?

—Pero, ¿y si tuviéramos que obedecer sus instrucciones?

—No tenemos nada que temer de ellos —dije—. No pueden llegar hasta nosotros, como tampoco nosotros podemos llegar hasta ellos.

Aun así, esos chillidos eran desagradables al oído, y cuando finalmente cesaron, quince minutos más tarde, nos sentimos aliviados. Volvimos a la hamaca y después de unos minutos nos dormimos.

Algún tiempo después —una mirada a mi reloj reveló que habíamos dormido alrededor de cuatro horas y media— nos despertó un nuevo estallido de chillidos de los monstruos.

Yacíamos allí, esperando que cesara otra vez en algún momento, pero al cabo de cinco minutos, ninguno de los dos pudo soportarlo más. Salí de la hamaca y fui a los controles.

La Tierra aparecía muy grande en el panel de proa. Verifiqué la posición del sistema de retículas y noté al punto que algo sucedía. Mientras dormíamos, nos habíamos desviado nuevamente de nuestro rumbo: aunque la retícula más tenue seguía fija sobre las Islas Británicas, la retícula principal se había desplazado mucho hacia el Este, y mostraba que íbamos a descender en alguna parte del Mar Báltico.

Llamé a Amelia y le mostré lo que sucedía.

—¿Puedes corregirlo? —dijo.

—Creo que sí.

Mientras tanto, el bramido de los monstruos continuaba.

Nos afirmamos, como siempre, y moví la palanca para corregir el rumbo. Logré corregirlo un poco, pero a pesar de todos mis esfuerzos vi que íbamos a errar el blanco por cientos de kilómetros. Mientras observábamos, noté que la retícula más brillante se desplazaba lentamente hacia el Este.

En ese momento, Amelia me señaló una luz verde que se había encendido, una que no se había encendido hasta entonces. Estaba junto al único control que todavía no había tocado: la palanca que, según sabía, disparaba el chorro de fuego verde por la proa.

Instintivamente comprendí que nuestro viaje tocaba a su fin, e irreflexivamente presioné la palanca.

La reacción del proyectil a esta acción mía fue tan violenta y súbita que ambos fuimos lanzados lejos de los controles. Amelia cayó desmañadamente, y yo, sin poder evitarlo, caí sobre ella. Al mismo tiempo, nuestras pocas posesiones y los alimentos que habíamos dejado por el compartimiento volaron en todas direcciones.

Relativamente, yo no me había lastimado en el accidente, pero Amelia se había golpeado la cabeza contra una pieza de metal que sobresalía y le corría la sangre por el rostro. Estaba casi inconsciente y sufría un intenso dolor, y yo me incliné angustiado sobre ella.

Se sostenía la cabeza con las manos, pero extendió un brazo y me apartó, casi sin fuerzas.

—Estoy... estoy bien, Edward —dijo—. Por favor... me siento un poco mareada. Déjame. No es nada grave...

—Querida, déjame ver qué tienes —exclamé.

Había cerrado los ojos y empalidecido terriblemente, pero siguió repitiendo que no tenía nada grave.

—Tienes que ocuparte de conducir la nave —dijo.

Titubeé durante algunos segundos, pero ella me apartó suavemente, de modo que volví a los controles. Estaba seguro de que yo no había perdido el sentido ni por un momento, pero ahora me parecía que nuestro destino estaba mucho más cerca. No obstante, el centro de la retícula principal se había desplazado, de modo que ahora se encontraba sobre algún lugar del Mar del Norte, lo cual indicaba que el fuego verde había modificado drásticamente nuestro rumbo. Sin embargo, continuábamos derivando hacia el Este.

Volví donde estaba Amelia y la ayudé a ponerse de pie. Había recuperado algo de su compostura, pero continuaba sangrando.

—Mi bolso —dijo—. Hay una toalla en él.