Miré a mi alrededor, pero no pude ver el bolso en ninguna parte. Evidentemente, había sido lanzado fuera de su lugar por la primera sacudida y ahora estaba en alguna parte del compartimiento. Vi que la luz verde seguía encendida y el hecho cierto de que la retícula continuaba desplazándose sin pausa hacia el Este me hizo pensar que debería ocupar mi puesto en los controles.
—Yo lo buscaré —dijo Amelia. Sostenía la manga de su uniforme negro sobre la herida, tratando de detener la sangre. Sus movimientos eran torpes y hablaba con dificultad.
La miré con preocupación y desesperación durante un momento, y luego comprendí lo que deberíamos hacer.
—No —dije con firmeza—. Yo lo buscaré. Tú tienes que meterte dentro del tubo de presión, de lo contrario morirás. ¡Aterrizaremos en cualquier momento!
La tomé por un brazo y la conduje con delicadeza al tubo flexible, que había pendido sin usar durante gran parte del vuelo. Me saqué la chaqueta de mi uniforme y se la di a modo de vendaje provisorio. Se la aplicó contra la cara y, al entrar en el tubo, la tela de éste se ciñó sobre su cuerpo. Yo entré en mi tubo y puse la mano sobre los controles. Al hacerlo, sentí que la tela se ajustaba sobre mi cuerpo. Miré a Amelia para asegurarme de que estaba bien sujeta y luego presioné la palanca verde.
Al observar el panel a través de los pliegues de la tela, vi que la imagen quedaba completamente oscurecida por una llamarada verde. Dejé que el chorro de fuego continuara unos segundos y luego solté la palanca.
La imagen del panel se aclaró y vi que la retícula se había desplazado hacia el Oeste una vez más. Ahora se encontraba directamente sobre Inglaterra, y seguíamos nuestro rumbo exacto.
Sin embargo, continuábamos derivando hacia el Este, y mientras observaba la pantalla, las dos retículas volvieron a desalinearse. El contorno de las Islas Británicas estaba casi oscurecido por el terminador nocturno, y yo sabía que en Inglaterra habría personas que estarían observando el crepúsculo, sin imaginarse lo que descendería sobre ellas durante la noche.
Mientras nos encontrábamos todavía seguros dentro de los tubos de presión, decidí encender los motores otra vez, y compensar de ese modo nuestra continua desviación. Esta vez dejé que la llama verde se mantuviera encendida durante quince segundos, y cuando volví a mirar el panel vi que había conseguido desplazar el centro de la retícula brillante a un punto situado en el Atlántico, a varios cientos de kilómetros al Oeste de Land’s End.
Quedaba ya poco tiempo para este tipo de confirmación visuaclass="underline" dentro de pocos minutos Gran Bretaña habría desaparecido del terminador nocturno.
Me liberé del tubo y fui a ver a Amelia.
—¿Cómo te sientes? —dije.
Trató de dar un paso para salir del tubo que la aprisionaba, pero la contuve.
—Yo buscaré tu bolso. ¿Te sientes mejor?
Ella asintió, y vi que el flujo de sangre virtualmente había cesado. Su aspecto era horroroso, porque su cabello estaba apelmazado sobre la herida y había sangre por toda su cara y en su pecho.
Busqué apresuradamente su bolso por todo el compartimiento. Por fin lo encontré —había quedado enganchado directamente encima de los controles— y se lo llevé. Amelia sacó las manos fuera del tubo y buscó dentro del bolso hasta que encontró varios trozos de tela blanca, doblados con cuidado.
Mientras se aplicaba uno de esos trozos de material absorbente a la herida y enjugaba la mayor parte de la sangre, me pregunté por qué nunca había mencionado antes la existencia de esas toallas.
—Ahora estaré bien, Edward —dijo con voz apagada dentro del tubo—. Es sólo una cortadura. Tienes que dedicar toda tu atención a lograr el aterrizaje de esta odiosa máquina.
La miré unos momentos y vi que lloraba. Comprendí que nuestro viaje terminaría de un momento a otro y que ella, tanto como yo, no podía pensar en otro momento más feliz que aquél en que saliéramos de este compartimiento.
Volví a mi tubo de presión y puse la mano sobre la palanca.
IX
Ahora que las Islas Británicas habían quedado invisibles en la parte del mundo en que era de noche, no tenía otra guía que las dos retículas. Mientras las mantuviera alineadas, sabía que mantenía el rumbo. Esto no era tan sencillo como puede parecer, ya que la velocidad con que nos desviábamos aumentaba minuto a minuto. El proceso se complicaba por el hecho de que cada vez que encendía el motor, el panel se inundaba de luz verde que me enceguecía por completo. Sólo cuando apagaba el motor podía ver los resultados de la última corrección que había efectuado.
Utilicé una rutina basada en el método experimentaclass="underline" primero analizaba el panel para determinar cuánto nos habíamos desviado, luego encendía el motor de frenado unos momentos. Cuando apagaba el motor, observaba nuevamente el panel y hacía una nueva estimación de la desviación. A veces, mi estimación era exacta, pero por lo general al compensar me quedaba corto o me excedía.
Cada vez que encendía el motor lo hacía por un período más prolongado, de modo que apliqué un sistema según el cual contaba lentamente para mis adentros. Pronto cada chorro de fuego —que descubrí que podía ser de mayor o menor intensidad según la presión que aplicara sobre la palanca— llegó a durar hasta que yo contara hasta cien o más. La tortura mental era enorme, ya que la concentración que exigía era total; además, cada vez que se encendía el motor la presión física que debíamos soportar era casi intolerable. A nuestro alrededor, la temperatura dentro del compartimiento aumentaba. El aire inyectado en los tubos seguía siendo fresco, pero yo podía sentir que la tela misma se ponía muy caliente.
En los breves intervalos entre uno y otro encendido del motor, cuando la presión con que nos ceñía la tela cedía un poco, Amelia y yo nos ingeniábamos para intercambiar algunas palabras. Me dijo que ya no sangraba, pero que tenía un terrible dolor de cabeza y que se sentía débil y mareada.
Entonces, por fin, la desviación de las dos retículas se volvió tan rápida que no me atrevía a distraer mi atención para nada. En el momento en que apagué los motores, las retículas se separaron bruscamente y presioné la palanca hacia abajo y la mantuve en esa posición.
Ahora, funcionando a su mayor régimen, el motor de frenado producía un ruido de tal intensidad que pensé que el proyectil en sí seguramente iba a hacerse pedazos. La nave entera trepidaba y se estremecía, y donde mis pies tocaban el piso de metal podía sentir un calor intolerable. Los tubos de presión nos ajustaban tanto que apenas podíamos respirar. Yo no podía mover ni el más pequeño músculo y no tenía idea de cómo estaba Amelia. Podía sentir la tremenda potencia del motor como si fuera un objeto sólido contra el cual estuviéramos embistiendo, porque, a pesar de los tubos protectores, me sentía empujado hacia adelante, en contra del sentido de frenado. De esta manera, en ese pandemónium de ruido, calor y presión, el proyectil atravesó el cielo nocturno de Inglaterra como un cometa verde.
El final del viaje, cuando llegó, fue abrupto y violento. Hubo una estremecedora explosión fuera de la nave, acompañada de un impacto y una conmoción que nos aturdió. Luego, en el repentino silencio que siguió de inmediato, liberados de los tubos de presión que se aflojaron, caímos hacia adelante en medio del calor abrasador del compartimiento.
Habíamos llegado a la Tierra, pero estábamos en un estado verdaderamente lamentable.
Capítulo 18
DENTRO DEL FOSO
I
Permanecimos tendidos sin sentido en el compartimiento durante nueve horas, ignorantes, en general, del tremendo desorden en que nos había sumido nuestro aterrizaje. Quizá mientras yacíamos en ese estado de agotamiento no sentimos los peores efectos de esta experiencia, pero lo que habíamos soportado había sido bastante desagradable.