—Ya tengo el blanco a la vista —le grité a Mr. Wells—. Le avisaré tan pronto como haya soltado la granada, y en ese momento tendremos que alejarnos a la mayor distancia posible.
Mr. Wells me indicó que había comprendido, de modo que me incorporé durante un momento y retiré el seguro del percutor. Mientras Amelia me sostenía una vez más, me asomé y sostuve la granada sobre la plataforma.
—¿Listo, Mr. Wells...? —exclamé—. ¡Ahora!
Exactamente en el mismo instante en que solté la granada, Mr. Wells dirigió rápidamente la Máquina del Espacio en una amplia curva ascendente, alejándola de la máquina de guerra. Miré hacia atrás, ansioso por ver el efecto de mi ataque.
Pocos segundos después, hubo una explosión debajo del trípode marciano, y un poco detrás de él.
No podía creer lo que veía. ¡La granada había atravesado la masa metálica de la plataforma y explotado sin causar daño!
Dije:
—No me imaginé que sucedería esto...
—Querido —dijo Amelia—. Creo que la granada todavía estaba atenuada.
Debajo de nosotros, el marciano continuó su camino, ignorante del peligro mortal al que acababa de sobrevivir.
II
El desencanto me dominaba cuando regresamos a salvo a la casa. Para ese entonces, el sol ya se había puesto y una noche, larga y brillante, se extendía sobre el valle transformado. Mientras mis dos compañeros se dirigieron a sus habitaciones para vestirse para la cena, yo caminé de aquí para allá por el laboratorio, resuelto a que no nos arrebataran la venganza de las manos.
Comí con los demás, pero me mantuve en silencio durante toda la comida. Al ver mi malhumor, Amelia y Mr. Wells conversaron un poco acerca del éxito logrado con la construcción de la Máquina del Espacio, pero evitaron con cuidado comentar el fracasado ataque.
Luego, Amelia dijo que iba a la cocina a hornear un poco de pan, de modo que Mr. Wells y yo pasamos al salón de fumar. Con las cortinas bien corridas, y sentados a la luz de una sola vela, hablamos de temas generales, hasta que Mr. Wells consideró prudente analizar otras tácticas.
—Hay dos dificultades —dijo—. Evidentemente, no podemos estar atenuados cuando colocamos el explosivo, porque entonces la granada no tiene efecto alguno, y sin embargo, debemos estar atenuados cuando se produzca la explosión, porque en caso contrario sufriríamos los efectos de la detonación.
—Pero si desconectamos la Máquina del Espacio el marciano nos verá —dije.
—Por eso digo que va a ser difícil. Ambos sabemos con qué rapidez reaccionan esas bestias ante cualquier amenaza.
—Podríamos hacer descender la Máquina del Espacio sobre el techo del trípode mismo.
Mr. Wells sacudió la cabeza con lentitud.
—Admiro su inventiva, Turnbull, pero eso no sería práctico. Me resultó muy difícil mantenerme a la misma velocidad que la máquina. Probar de aterrizar sobre un objeto en movimiento sería sumamente peligroso.
Ambos reconocimos que era urgente encontrar una solución. Durante una hora o. más debatimos nuestras ideas, pero no llegamos a nada satisfactorio. Finalmente, pasamos al salón de estar, donde nos esperaba Amelia, y le planteamos el problema.
Ella lo pensó durante un rato, y luego dijo:
—No veo ninguna dificultad. Tenemos muchas granadas y por lo tanto podemos darnos el lujo de errar algunas. Todo lo que tenemos que hacer es mantenernos en el aire sobre el blanco, aunque a una altura algo mayor que la de hoy. Mr. Wells desconecta entonces el campo de atenuación y, mientras caemos, Edward puede lanzar una granada al marciano. En el momento en que la bomba explote, estaremos nuevamente en la dimensión atenuada, y no importará lo cerca que se produzca la explosión.
Miré a Mr. Wells, luego a Amelia, mientras consideraba las consecuencias de un plan tan arriesgado.
—Parece muy peligroso —dije, por fin.
—Podemos sujetarnos con correas a la Máquina del Espacio —dijo Amelia—. No tenemos por qué caer.
—Pero, aun así...
—¿Se te ocurre algún otro plan? —dijo ella.
III
Hicimos nuestros preparativos a la mañana siguiente, y estuvimos listos para partir a una hora temprana.
Debo confesar que tenía tremendas dudas con respecto a toda la empresa, y pienso que Mr. Wells compartía algunas de mis aprensiones. Sólo Amelia parecía tener confianza en el plan, a tal punto que se ofreció a cumplir ella misma la tarea de apuntar las granadas de mano. Naturalmente, no quise saber nada de eso, pero continuó siendo la única de los tres que mostraba optimismo y confianza esa mañana. En realidad, se había levantado con las primeras luces del alba y había preparado sandwiches para todos nosotros, a fin de que no nos sintiéramos obligados a volver a la casa para almorzar. Además, había instalado algunas correas —fabricadas con cinturones de cuero— sobre los almohadones de la cama, con las cuales nos íbamos a sujetar.
Precisamente en el momento en que estábamos por partir, Amelia salió repentinamente del laboratorio, y Mr. Wells y yo nos quedamos mirándola. Volvió a los pocos momentos, esta vez con una valija de gran tamaño.
Observé la valija con interés, sin reconocerla en el primer momento.
Amelia la depositó en el piso y abrió la tapa. ¡Dentro de ella, envueltas con cuidado en papel de seda, estaban los tres pares de antiparras que yo había traído conmigo el día que vine a ver a Sir William!
Me alcanzó un par, con una leve sonrisa. Mr. Wells tomó el suyo al momento.
—Una excelente idea, Miss Fitzgibbon —dijo—. Nuestros ojos necesitarán protección si vamos a caer por el aire.
Amelia se puso el suyo antes de que partiéramos, y yo le ayudé con el cierre, asegurándome de que no se le enganchara en el cabello. Ella se ajustó las antiparras sobre la frente.
—Ahora estamos mejor equipados —dijo—, y se dirigió a la Máquina del Espacio.
La seguí, con mis antiparras en la mano, tratando de no demorarme en los recuerdos que volvían a mi mente.
IV
Nos esperaba un día de caza extremadamente provechoso. A los pocos minutos de volar sobre el Támesis, Amelia lanzó un grito y señaló hacia el Oeste. Allí, moviéndose lentamente por las calles de Twickenham, se veía una máquina de guerra marciana. Debajo de ella colgaban sus brazos de metal y revisaba casa por casa, evidentemente en busca de sobrevivientes humanos. Por lo vacía que estaba la red que colgaba debajo de la plataforma, dedujimos que no había tenido mucho éxito. Nos parecía imposible que hubiera todavía algún sobreviviente en estos pueblos devastados, aunque nuestra propia supervivencia era señal de que todavía debía haber algunas personas aferrándose a la vida en sótanos y bodegas de las casas.
Dimos varias vueltas con cautela alrededor de la máquina maldita, experimentando una vez más la intranquilidad que habíamos sentido el día anterior.
—Lleve la Máquina del Espacio más arriba, por favor —dijo Amelia a Mr. Wells—. Debemos efectuar nuestra aproximación con sumo cuidado.
Tomé una granada de mano y la sostuve, preparado. La máquina de guerra se había detenido momentáneamente, a investigaba una casa con uno de sus largos brazos articulados, que había introducido por la ventana del piso alto.
Mr. Wells detuvo la Máquina del Espacio a unos quince metros, aproximadamente, por encima de la plataforma.
Amelia se cubrió los ojos con las antiparras y nos aconsejó que hiciéramos lo mismo. Mr. Wells y yo nos colocamos las antiparras y verificamos la posición del marciano. Estaba totalmente inmóvil, salvo por el movimiento de sus brazos de metal.
—Estoy listo, señor —dije, y retiré el seguro del percutor.
—Muy bien —dijo Mr. Wells—. Desconecto la atenuación... ¡ahora!
En el momento en que lo dijo, todos experimentamos una desagradable sensación de sacudida, nuestros estómagos se dieron vuelta y el aire pasó velozmente junto a nosotros. Por acción de la gravedad, caímos hacia la máquina marciana. En ese mismo instante, lancé la granada con desesperación hacia abajo, hacia el marciano.
—Ya disparé —grité.
Hubo una segunda sacudida y nuestra caída se detuvo. Mr. Wells manipuló sus palancas y nos alejamos hacia un lado, en el silencio absoluto de esa extraña dimensión.
Mirando hacia atrás, hacia el marciano, esperamos la explosión... que llegó segundos más tarde. Mi puntería había sido perfecta, y una bola de humo y fuego apareció silenciosamente en el techo de la máquina de guerra.
El monstruo que estaba dentro de la plataforma, tomado por sorpresa, reaccionó con una rapidez asombrosa. La torre saltó separándose de la casa, y al mismo tiempo vimos el tubo del cañón de calor que se ponía en posición de disparo. La cúpula de la plataforma giró en derredor mientras el monstruo buscaba a su atacante. Al dispersarse el humo de la granada, vimos que la explosión había abierto un agujero de bordes desgarrados y que el motor interno debía haberse averiado. Los movimientos de la máquina de guerra no eran tan suaves o tan rápidos como los que habíamos visto antes, y un denso humo verde brotaba del interior de ella.
El rayo de calor entró en acción con un destello y giró, sin dirección fija, hacia uno y otro lado. La máquina de guerra dio tres pasos hacia adelante, vaciló, y luego trastabilló hacia atrás. El rayo de calor cayó sobre algunas de las casas vecinas, haciendo estallar en llamas los techos.
Luego, toda la horrible plataforma explotó en una bola de fuego verde brillante. Nuestra bomba había dañado el horno que había en el interior.
Para nosotros, sentados en el silencio y la seguridad de la atenuación, la destrucción del marciano fue un acontecimiento silencioso, misterioso.
Vimos volar en todas direcciones los fragmentos de esa máquina de destrucción, vimos una de las enormes patas salir dando tumbos, vimos la masa de la plataforma destrozada caer en mil pedazos sobre los techos de Twickenham.
Fue curioso... la escena no me causó alborozo, y lo mismo sucedió con mis dos compañeros. Amelia observó en silencio el metal retorcido que en una oportunidad había sido una máquina de guerra, y Mr. Wells dijo, sencillamente:
—Veo otra.
Hacia el Sur, avanzando en dirección a Molesey, se veía una segunda máquina de guerra.