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Sintió de pronto que debía decirle algo amable.

— Bueno, echemos una ojeada a ese…, ese espectrograma — ofreció al fin.

— Por favor — dijo la muchacha feliz—, vayamos a mi casa. Se los mostraré allí.

Hasta entonces Rusanov había entendido una sola cosa: en esta muchacha que acababa de conocer había trazos de madurez y trazos de juventud. La vida le había enseñado a Rusanov, por otra parte, a sacar conclusiones acerca de la gente. No olvidaba nunca unas palabras que le había dicho en España un comisario de las Brigadas Internacionales, ex profesor de matemática: «No juzgues a los hombres sino después de un segundo encuentro».

Puede ocurrir cualquier cosa, se dijo, sonriéndose. De la boca de los niños… Pero la astrónoma Alla Vladimirovna Yungovskaya no tenía aspecto de niño.

La muchacha, aparentemente, sentía la necesidad de decir algo.

— Escúcheme — dijo—, este descubrimiento no es tan complicado ni incomprensible como puede parecer al principio. Supongamos que Procyon tiene un sistema planetario propio. Supongamos también que haya seres racionales en esos planetas y que hayan decidido enviar una señal al espacio. Las ondas de radio no sirven. Se dispersan con demasiada facilidad. Tampoco los rayos gamma o los rayos Roentgen, que son absorbidos muy rápidamente. Lo más práctico sería, por lo tanto, las ondas electromagnéticas de longitud interespaciada, o, en otras palabras, ondas de luz, luz.

«Hay algo más todavía. Las señales tienen que ser comprensibles para todas las criaturas racionales. ¿Letras de un alfabeto? Los alfabetos pueden ser muy distintos. ¿Cifras? Hay muchos sistemas de cálculo. Podemos decir que en general no hay en los distintos mundos objetos realmente similares, excepto la tabla de los elementos químicos. Esta tabla es válida en todos los mundos. En todos los planetas el elemento químico más liviano es el hidrógeno, y le siguen el helio, el litio, y así sucesivamente. La tabla de Mendeleiev puede transmitirse fácilmente mediante rayos luminosos. Cada uno de los elementos químicos tiene su propio espectro, su propio pasaporte. Comprende usted, pues, que mi descubrimiento, no puede llamarse casual, y merecería casi el título de ley…

Rusanov alzó una mano, como invitando a la muchacha a que escuchase, y Yungovskaya calló.

Se detuvieron en la calle. Las campanas de las torres del Kremlin resonaron claramente en el aire helado.

—¡Feliz Año Nuevo! — dijo Rusanov y Alla respondió con una sonrisa silenciosa.

Se quedaron allí un rato escuchando los sonidos de las campanas que morían a lo lejos.

Luego echaron a caminar otra vez, más rápidamente.

— Respóndame, respetable guardiana de las estrellas — comenzó a decir Rusanov—. Quizá esto sea parte de algún proceso que se desarrolla en la estrella misma.

—¡No, no! La temperatura de Procyon es sólo de ocho mil grados centígrados, y de acuerdo con las líneas de estos espectros la fuente de las radiaciones debe de tener una temperatura de más de un millón de grados. Una fuente artificial sin duda, producida en uno de los planetas del sistema de Procyon. La energía es tan tremenda que es difícil imaginársela…, y sin embargo… Aquí, por favor, hemos llegado a mi casa.

La muchacha llevó a Rusanov a un cuarto donde un piano y una biblioteca ocupaban casi la mitad del espacio. Un mapa astronómico colgaba de una pared, y sobre la mesa había una lámpara de pantalla verde.

Alla le indicó a Rusanov que se sentara y le trajo un álbum. Era un álbum común, de los que se emplean para conservar las fotografías de la familia. Rusanov nunca había examinado espectrogramas en su vida, pero ahora sintió —sintió sin entender— que la muchacha había hecho realmente un descubrimiento.

—¿Me…, me cree usted? — preguntó la muchacha en voz baja.

Rusanov respondió sin sonreír…

— Sí, le creo.

— Todo parece tan increíble — dijo la muchacha—. A veces yo misma creo que estoy soñando…, que me despertaré y que todo se desvanecerá —hizo una pausa; de algún lado llegaban los sonidos apagados de una música—. Además separé otros veinte espectrogramas de Procyon. Mire esto. Procyon es una estrella similar a nuestro sol. Quinta clase espectral. Las líneas de los metales neutros como el calcio, el hierro y otros aparecen claramente. En estos otros espectros sin embargo hay unas líneas realmente extraordinarias. Y algo aun más maravilloso: sumas de elementos. Esto me llevó a creer que los otros noventa espectrogramas son una clase de alfabeto, y que estos veintidós en cambio son un mensaje…, una carta…

— Y usted ha descifrado esa carta — interrumpió Rusanov.

Alla meneó la cabeza.

— No, no he podido. Desde un punto de vista lógico yo hubiera tenido que descifrarla fácilmente. No lo sé…, probé y no ocurrió nada. Sin embargo, estos dos espectrogramas… Yo misma no estoy segura, entiéndame… No se ría. Quizá yo me haya sugestionado, ¿Quién sabe? Pero estos dos espectrogramas me llamaron en seguida la atención. Sentí en un momento que yo estaba mirando algo realmente íntimo, escrito en un idioma extranjero. Y sólo cuando ya estaba en el tren, viniendo hacia Moscú, pensé que quizá… Usted sabe, probablemente, que en la tabla de Mendeleiev las propiedades de los elementos se repiten cada ocho números. Si hacemos a un lado el último número tenemos la octava, como en la música. Los sonidos se repiten cada siete tonos. Pues bien, de pronto vi una escala en el espectrograma. Dicen que es peligroso aventurar hipótesis en el trabajo científico. Sin embargo, traté de encontrar una notación musical en los espectrogramas, y parece que la encontré…

—¿Y usted…, transcribió esa música? — preguntó Rusanov, estremeciéndose, con una voz rara, como si hubiese hablado desde muy lejos.

— Sí, la transcribí —Alla Yungovskaya se acercó al piano—. Si usted quiere…

— Un momento.

Rusanov atravesó nerviosamente la habitación deteniéndose junto a la ventana.

—¿Se ve a Procyon desde aquí?

Yungovskaya descorrió la cortina.

— Allí a la derecha, encima de la casa de al lado… ¿La ve? Esa luz ha viajado once años…

Rusanov miró la estrella brillante. Era un poeta lírico y sabía descubrir el suave encanto de la naturaleza rusa, sabía cómo mostrar poéticamente lo que Levitan había mostrado en sus cuadros.

Rusanov había escrito bastante poesía amorosa, y una sonrisa atravesaba a menudo sus poemas más íntimos y tristes, como un rayo de sol que atraviesa un velo de nubes. Y las estrellas eran para Rusanov el símbolo de lo lejano y lo inalcanzable.

— Sí —dijo Rusanov en voz baja—, toque, por favor.

No sabía nada de análisis espectral. Pero sabía de música. Sólo la música podía decirle si la muchacha tenía razón o no. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para dejar la ventana.

Alla Yungovskaya alzó la tapa del piano. Suspendió las manos un instante sobre el teclado y en seguida tocó un primer acorde. Había algo de alarmante en esos sonidos que se extendieron por el cuarto y murieron lentamente. Y luego siguieron otros nuevos acordes.

En los primeros momentos Rusanov no oyó más que una salvaje combinación de sonidos. Pero luego apareció una melodía…, aparecieron dos melodías. Se unieron, y pareció que la primera llevaba lentamente a la otra, más rápida e impetuosa. Los sonidos se inflamaron como chispas de un incendio, combinándose en una intimidad dolorosa y al mismo tiempo extraña e incomprensible.

Era música, pero una música insólita, que a veces oprimía, humillaba, y parecía expresar sentimientos, inhumanos, superiores, más elevados.

Las manos de la pianista se detenían a veces en el teclado. Y luego parecían cobrar de pronto nuevas fuerzas, y la doble melodía se alzaba otra vez, más alta y más convincente, como una voz que llamaba. Rusanov se incorporó maquinalmente, como obedeciendo a esa voz, y se acercó al piano.