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– ¡No! No… aún no.

Cornwallis asintió.

– ¿Teme a alguien? -preguntó Pitt sin esperanzas.

– A nadie que yo conozca -dijo Cornwallis secamente-. ¿Tiene motivos para hacerlo? ¿Es eso lo que le inquieta a Narraway, un atentado contra él?

De nuevo Pitt no pudo responder. El silencio le preocupaba, aunque sabía que Cornwallis lo comprendería.

– ¿Siente afecto por alguien? -preguntó con obstinación. No podía permitirse claudicar.

Cornwallis reflexionó unos minutos.

– Es posible -dijo al fin-. Aunque no sé hasta qué punto. Pero creo que en ciertos sentidos la necesita, aunque solo sea como su anfitriona. Pero creo que siente por ella todo el afecto que es capaz de sentir un hombre de su carácter.

– ¿Ella? ¿Quién es ella? -preguntó Pitt, finalmente esperanzado.

Cornwallis zanjó la cuestión con una sonrisa irónica.

– Su hermana es una viuda encantadora y con don de gentes. Parece tener, o al menos lo aparenta, la sutileza y la sensibilidad moral que él nunca ha demostrado, a pesar de su reciente título de sir, del que usted sabe más que yo. -No era una pregunta. Jamás se metería donde no le llamaban, y una negativa le dolería. Frunció ligeramente el ceño; apenas una sombra entre las cejas-. Pero solo he coincidido con ella en un par de ocasiones y no entiendo mucho de mujeres. -De pronto parecía cohibido-. Alguien con más dotes podría decirle todo lo contrario. Ella es, sin duda, una de las figuras políticas más valiosas del partido, con el poder y la voluntad para apoyarle. De cara a los votantes, cuenta con poco más que su oratoria. -Parecía desalentado, como si temiera que eso fuera suficiente.

Pitt temía aún más lo que podía ocurrir. Había visto a Voisey enfrentarse a la multitud. Era un duro golpe descubrir que tenía una aliada política con tantas aptitudes. Había esperado que su condición de soltero fuera su único punto débil.

– Gracias -dijo en voz alta.

Cornwallis sonrió débilmente.

– ¿Más sidra?

* * * * *

Emily Radley disfrutaba de una buena cena, especialmente cuando en el ambiente se respiraba peligro y emoción, luchas de poder, conflictos verbales, en los que la ambición permanecía oculta tras la máscara del humor o el encanto, el deber público o la pasión por la reforma. Aún no habían disuelto el Parlamento, pero iban a hacerlo cualquier día, todos lo sabían. Entonces la lucha se haría pública. Sería encarnizada y rápida, cuestión de una semana más o menos. No había tiempo para titubear, reconsiderar un golpe o moderar una defensa. Se actuaba a sangre caliente.

Se preparó como si se dispusiera a participar en una campaña de guerra. Era una mujer atractiva y tenía perfecta conciencia de ello. Pero ahora que estaba en la treintena y tenía dos hijos, debía esmerarse más para ser la mejor. Había dejado de lado los juveniles tonos pastel que había preferido por su delicado color, y había seleccionado de la última moda de París algo más osado, más sofisticado. La falda y el corpiño eran de seda azul oscuro, pero tenían una pieza de un pálido gris azulado cortada en diagonal que le cubría el pecho y se sujetaba en el hombro izquierdo y en la cintura, con otro corte profundo y unos lazos que le caían de la cadera. La prenda tenía los habituales hombros altos y plisados, y se puso, como era de esperar, unos guantes de cabritilla hasta los codos. Escogió los diamantes en lugar de las perlas.

El resultado era realmente excepcional. Se sentía preparada para habérselas con cualquier mujer que estuviera en la estancia, hasta con su mejor amiga en esos momentos: la deslumbrante y extraordinariamente elegante Rose Serracold. Le agradaba muchísimo Rose; había simpatizado con ella desde el día que se habían conocido, y esperaba sinceramente que su marido, Aubrey, ganara su escaño en el Parlamento, pero no tenía ninguna intención de que la eclipsara nadie. El escaño de Jack era muy seguro. Había servido con distinción y había hecho varios amigos valiosos en el poder que no dudarían en apoyarle ahora, pero no debía darse nada por sentado. El poder político era una querida muy caprichosa a la que se debía cortejar siempre que se podía.

El coche se detuvo fuera de la magnífica casa de Park Lane, y Emily y Jack se apearon. Los recibió un lacayo en la puerta y cruzaron el vestíbulo, donde fueron anunciados. Emily entró en el salón del brazo de Jack con la cabeza alta y un aire de confianza. Los saludaron los anfitriones a las nueve menos cuarto, quince minutos después de la hora indicada en la invitación, que habían recibido oportunamente hacía cinco semanas. Habían calculado a la perfección. La puntualidad revelaba una vulgar impaciencia, mientras que era una grosería llegar tarde. Y como la cena se anunciaba unos veinte minutos después de que llegara el primer invitado, si uno llegaba mucho más tarde se exponía a que le hicieran pasar al salón cuando los demás entraban ya en el comedor.

El protocolo, de una rigidez inalterable, establecía quién debía entrar con quién y en qué orden; de lo contrario, habría sido el caos. La capacidad para llamar la atención por la propia belleza siempre era digna de admiración; también lo era la facultad de lograrlo mediante el ingenio, pero entrañaba riesgos. Hacer el ridículo sería desastroso.

No se sirvieron bebidas en el breve tiempo que transcurrió antes de que el mayordomo anunciara la cena. La costumbre era sentarse e intercambiar cumplidos con los conocidos hasta que empezaba la procesión hacia el comedor.

El anfitrión encabezó la marcha del brazo de la dama de más categoría, seguido del resto de los invitados, por orden del rango de las damas, y acompañados finalmente por la anfitriona del brazo del invitado de rango superior.

Emily solo tuvo tiempo para hablar un momento con Rose Serracold, fácilmente reconocible con su cabeza rubia ceniza y su perfil recto y de facciones marcadas, antes de volver sus ojos color aguamarina hacia los últimos invitados en llegar. A Rose se le iluminó la cara de placer y se acercó apresuradamente a ella, haciendo girar su tafetán rosa. El vestido le caía por delante hasta la cintura sobre un brocado bordado color burdeos, que aparecía reproducido en las piezas de la mitad de la cadera y las enaguas. Hacía que sus esbeltas caderas parecieran muy curvadas y su cintura muy estrecha. Solo a una mujer extraordinariamente segura de sí misma se le habría visto tan deslumbrante con semejante vestido.

– ¡Emily, cuánto me alegro de verte! -exclamó con deleite. Miró de arriba abajo el conjunto de Emily con aprobación, pero se abstuvo de comentar nada, secretamente divertida-. ¡Qué bien que hayas podido venir!

Emily le devolvió la sonrisa.

– ¡Como si no lo supieras ya! -Arqueó las cejas. Las dos sabían que Rose había sido informada de la lista de invitados; en caso contrario, no habría aceptado la invitación.

– Bueno, solo tenía una vaga idea -admitió Rose. Se inclinó más hacia ella-. Se parece un poco al baile de la víspera de Waterloo, ¿verdad?

– No es una ocasión que yo recuerde -murmuró Emily con fingida malicia.

Rose torció ligeramente el gesto.

– ¡Mañana entramos en batalla! -respondió con exagerada paciencia.

– Querida, llevamos meses en guerra -replicó Emily mientras Jack era atraído hacia un grupo de hombres cercano-. ¡Si no años!

– No dispares hasta que les veas el blanco de los ojos -advirtió Rose-. O, en el caso de lady Garson, el amarillo. Esa mujer bebe lo suficiente para ahogar a un caballo.

– ¡Tendrías que haber visto a su madre! -Emily se encogió de hombros con delicadeza-. Habría ahogado a una jirafa.

Rose echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada tan fuerte y contagiosa que hizo que una media docena de hombres la miraran con placer, mientras sus esposas lo hacían con desaprobación antes de darle deliberadamente la espalda.

El comedor resplandecía con la luz de las arañas, que se reflejaba en las mil facetas del cristal sobre la mesa, y con el plateado brillo sobre el lino blanco como la nieve. Había boles de plata rebosantes de rosas y largas ramas de madreselva esparcidas por el centro de la tela que desprendían una intensa fragancia.