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– Lo haré. -La besó en la mejilla y, tras darse la vuelta, salió por la puerta y bajó las escaleras hasta la calle, donde le esperaba el coche.

– ¿Listo, señor? -preguntó el cochero desde la cabina.

– Sí -asintió Pitt.

Levantó la mirada hacia él, luego subió al carruaje y se sentó mientras el coche se ponía en movimiento. ¿Qué podía querer de él Víctor Narraway que no pudiera esperar a que regresara al cabo de tres semanas? ¿Se limitaba a ejercer su poder para volver a dejar sentado que era él quien mandaba? Difícilmente podía necesitar su opinión: seguía siendo un novato en la Brigada Especial. No sabía casi nada de los fenianos, y carecía de conocimientos sobre la dinamita u otra clase de explosivos. Sabía muy poco sobre las conspiraciones en curso y, con franqueza, tampoco quería saber más sobre el tema. Él era un detective, un policía. Se le daba bien resolver crímenes, desentrañar los detalles y las pasiones de asesinos individuales, no las maquinaciones de espías, anarquistas y revolucionarios políticos.

Había tenido un gran éxito en Whitechapel, pero eso se había terminado. Todo lo que la Brigada Especial había podido llegar a saber alguna vez había sido silenciado y permanecía oculto en los cuerpos que habían sido decorosamente enterrados para encubrir las terribles desgracias que les habían sucedido. Charles Voisey seguía vivo, y no podían probar nada contra él. Pero de algún modo se había hecho justicia. Se las habían ingeniado para que pareciera que él, el héroe secreto del movimiento para derrocar el trono, había arriesgado la vida para salvarlo. Pitt sonrió y se le hizo un nudo en la garganta al recordar con dolor cómo había permanecido de pie al lado de Charlotte y Vespasia en Buckingham Palace, mientras la reina concedía el título de sir a Voisey por los servicios prestados a la Corona. Voisey había abandonado su postración y se había levantado demasiado indignado para hablar, y Victoria, creyéndolo turbado, le había sonreído con indulgencia. El príncipe de Gales lo había elogiado, y Voisey había dado media vuelta y había pasado de nuevo por delante de Pitt con los ojos encendidos por el odio. Incluso ahora Pitt sentía un frío nudo en el estómago al recordarlo.

Sí, Dartmoor sería el lugar perfecto: amplios cielos despejados y barridos por el viento, el olor a tierra y a hierba de los caminos sin pavimentar… Pasearían y hablarían, ¡o simplemente pasearían! Haría volar cometas con Daniel y Edward, se subirían a las rocas y cogerían conchas, y observarían los pájaros y los animales. Charlotte y Jemima podrían hacer lo que quisieran: ir a visitar a gente, hacer nuevas amistades, contemplar los jardines o coger flores silvestres.

El coche se detuvo.

– Ya hemos llegado, señor -dijo el cochero-. Entre directamente. El señor le espera.

– Gracias. -Pitt se bajó y cruzó la acera hasta los escalones que llevaban a una puerta sencilla de madera. No era la trastienda en la que se había reunido con Narraway en Whitechapel. ¿Acaso cambiaba de base según sus necesidades? Abrió la puerta sin llamar y entró. Se encontró en un pasillo que conducía a una agradable salita con ventanas que miraban a un pequeño jardín, en su mayor parte abarrotado de rosales a los que les hacía mucha falta una poda.

Víctor Narraway estaba sentado en uno de los dos sillones y alzó la vista hacia Pitt sin levantarse. Era un hombre esbelto y de estatura mediana que vestía con pulcritud, pero su aspecto llamaba la atención debido a la inteligencia que traslucía su rostro. Aun en reposo irradiaba energía, como si su mente nunca descansara. Tenía el pelo negro, recio y abundante, y profusamente salpicado de canas, unos ojos casi negros con los párpados caídos, y una nariz larga y recta.

– Siéntese -ordenó, mientras Pitt seguía de pie-. No tengo intención de alzar la vista hacia usted. Y usted se cansará y empezará a moverse nervioso, lo cual hará que me enfade.

Pitt se metió las manos en los bolsillos.

– No dispongo de mucho tiempo. Me voy a Dartmoor en el tren del mediodía.

Narraway arqueó sus pobladas cejas.

– ¿Con su familia?

– Sí, por supuesto.

– Lo siento.

– ¡No tiene por qué sentirlo! -replicó Pitt-. Voy a pasarlo muy bien. Y después de lo de Whitechapel, me lo he ganado.

– Es cierto -reconoció Narraway en voz baja-. De todos modos, no va a ir.

– Ya lo creo que voy a ir. -Hacía apenas unos meses que se conocían y habían trabajado juntos en un caso, aunque no codo con codo. El trato que ambos se deparaban era muy distinto de la larga relación que tenía con Cornwallis, por quien sentía un profundo afecto y en quien había confiado más de lo que cualquier otra persona podría imaginar. Seguía sin saber qué pensar de Narraway y, desde luego, no confiaba en él, a pesar de su comportamiento en Whitechapel. Creía que servía al país y era un hombre de honor según su propio código ético, pero Pitt aún no sabía cuál era ese código, y entre ellos no existía ningún vínculo que le moviera a confiar en su amistad.

Narraway suspiró.

– Siéntese, por favor, Pitt. Suponía que me iba a poner en una situación incómoda a nivel moral, pero no físico. Me desagrada tener que alargar el cuello para mirarle.

– Hoy me voy a ir a Dartmoor -repitió Pitt.

– Estamos a dieciocho de junio. El Parlamento suspenderá sus sesiones el veintiocho. -Narraway hablaba cansinamente, como si se tratara de algo triste e indescriptiblemente agotador-. Habrá elecciones generales inmediatamente. Me imagino que hacia el cuatro o cinco de julio tendremos los primeros resultados.

– Entonces perderé mi derecho al voto -replicó Pitt-, porque no estaré aquí. Aunque dudo que eso cambie algo.

Narraway lo miró con fijeza.

– ¿Tan corrupto es su distrito electoral?

Pitt parecía ligeramente sorprendido.

– No lo creo. Pero hace años que es liberal y, según la opinión general, Gladstone saldrá elegido, aunque por un estrecho margen. ¡No me habrá llamado tres semanas antes de que me incorpore para decirme eso!

– No exactamente.

– ¡Ni siquiera aproximadamente!

– ¡Siéntese! -ordenó Narraway con rabia contenida, haciendo que su voz cayera como un mazazo.

Pitt se sentó por efecto de la sorpresa más que de la obediencia.

– Manejó muy bien el asunto de Whitechapel -dijo Narraway con voz baja y serena, recostándose de nuevo y cruzando las piernas-. Tiene coraje, imaginación e iniciativa. Hasta tiene moral. Derrotó al Círculo Interior ante los tribunales, aunque es posible que se lo hubiera pensado dos veces de haber sabido contra quién luchaba. Es un buen detective, el mejor que tengo. ¡Que Dios me asista! -continuó-. La mayoría de mis hombres están más acostumbrados a tratar con explosivos y atentados. Hizo bien al derrotar a Voisey, pero al darle la vuelta al asesinato y hacer que le concedieran el título de sir por haber salvado el trono fue genial. La perfecta venganza. Algunos de sus amigos republicanos lo consideran ahora un architraidor a la causa. -Esbozó una sonrisa-. Ese hombre iba a ser su futuro presidente, y ahora hay quienes no le permitirían ni pegar sellos.

Aquel debería haber sido el elogio más grande posible, y sin embargo, al observar la mirada fija y sombría de Narraway, Pitt solo fue consciente del peligro.

– Jamás le perdonará -observó Narraway con tanta tranquilidad como si solo hubiera comentado la hora que era.

A Pitt se le hizo un nudo en la garganta, de modo que su respuesta sonó áspera.

– Lo sé. Nunca he creído que lo haría. Pero usted también me dijo al final del caso que su venganza no se limitaría a algo tan sencillo como la violencia física. -Tenía las manos rígidas y el cuerpo frío, pero no estaba preocupado por él, sino por Charlotte y los niños.

– Y no lo hará -dijo Narraway con delicadeza. Por un instante su rostro se suavizó-. Pero su genialidad es tal que ha utilizado su brillante idea para su propio provecho.