– ¿Tenía muchos clientes de la alta sociedad? -La voz de Pitt era inexpresiva.
– Seguro que lo sabe. -Rose arqueó ligeramente las cejas.
– Sé lo que pone en su agenda -admitió él-. Gracias por su colaboración, señora Serracold. -Volvió a levantarse.
– Señor Pitt… señor Pitt, mi marido va a presentarse candidato al Parlamento. Yo…
– Lo sé -murmuró él-. Y me hago cargo del partido que puede sacar la prensa conservadora de sus visitas si se hacen públicas.
Ella se ruborizó, pero su expresión era desafiante y no respondió inmediatamente.
– ¿Sabía el señor Serracold que veía a la señorita Lamont?
– No. -Apenas emitió un murmullo-. Iba a verla las tardes que él pasaba en el club. Siempre a la misma hora. Fue bastante fácil.
– Corrió un gran peligro -señaló él-. ¿Iba sola?
– ¡Por supuesto! Es algo… personal. -Rose hablaba con gran dificultad. Le costaba un esfuerzo enorme hacerle aquella petición-. Señor Pitt, si usted pudiera…
– Seré discreto mientras pueda -prometió-. Pero cualquier cosa que recuerde podría ser de utilidad.
– Sí… por supuesto. Ojalá se me ocurriera algo. Aparte del tema de la justicia… Voy a echarla de menos. Buenos días, señor Pitt. Inspector… -Vaciló un instante. Había olvidado el nombre de Tellman, pero no tenía importancia. No se molestó en esperar que él se lo dijera, y salió de la habitación dejando que la criada los acompañara a la puerta.
Tanto Pitt como Tellman se abstuvieron de hacer comentarios al salir de la casa de los Serracold. Pitt advirtió que Tellman estaba tan confuso como él. Ella no era el tipo de mujer que había esperado, teniendo en cuenta que se trataba de la esposa de un hombre que se presentaba para uno de los cargos públicos más altos del gobierno. Era excéntrica y lo bastante arrogante para parecer insultante, y sin embargo, había en ella una honradez que él admiraba. Sus opiniones eran ingenuas pero idealistas, nacidas de un anhelo de tolerancia que ella misma no era capaz de alcanzar.
Pero por encima de todo era vulnerable, porque había algo que había deseado de Maude Lamont tan desesperadamente que había acudido a sus sesiones espiritistas de vez en cuando, aun siendo consciente del coste político que aquello podía tener si llegaba a saberse. Y tenía el pelo largo, entre dorado y plateado. Pitt no podía olvidar el cabello en la manga de Maude, que podía significar algo o nada.
– Averigua más cosas acerca del modo en que Maude Lamont conseguía a sus clientes -le dijo a Tellman mientras alargaban el paso al bajar por el sendero-. Entérate de si solo trataba con ricos. Y si el espiritismo justificaba sus ingresos.
– ¿Chantaje? -dijo Tellman con un disgusto imposible de disimular-. Es patético que te embauquen con esas… esas patrañas. ¡Pero la mayoría de personas se dejan embaucar! ¿Merece la pena comprar el silencio?
– Eso depende de lo que hayan averiguado de nosotros -replicó Pitt, bajando de la calzada y esquivando unos excrementos de caballo-. Casi todos tenemos algo que preferiríamos mantener en secreto. No tiene que ser necesariamente un crimen, basta con una indiscreción o un punto flaco que tememos que sea explotado. A nadie le gusta que le tomen por tonto.
Tellman miró fijamente al frente.
– Todo el que acude a una mujer que escupe clara de huevo y dice que es un mensaje del mundo de los espíritus, y se lo cree, es tonto -dijo, con una ferocidad que brotaba de una compasión que no quería sentir-. Pero averiguaré todo lo que pueda sobre ella. ¡Ante todo me gustaría saber cómo lo hizo!
Subieron a la acera del otro lado de la calle en el preciso momento en que un simón de cuatro caballos pasaba a menos de un metro de ellos.
– En mi opinión, se trata de una combinación de trucos mecánicos, maña y poder de sugestión -respondió Pitt, deteniéndose junto al borde de la acera para dejar pasar otro coche tirado por cuatro caballos-. ¿Supongo que sabes que era clara de huevo por la autopsia? -preguntó, con un tono un tanto cáustico.
Tellman gruñó.
– Y gasa -explicó-. Se asfixió con ella. La tenía en la garganta y los pulmones, la pobrecilla.
– ¿Queda algo más que no hayas mencionado?
Tellman le lanzó una mirada de odio.
– ¡No! Era una mujer sana de unos treinta y siete o treinta y ocho años. Murió de asfixia. Ya has visto los cardenales. Eso es todo. -Gruñó-. Y me he propuesto averiguar lo que la gente no quiere que se sepa. ¿Era lo bastante lista para hacer conjeturas a partir de las preguntas que hacía la gente, como dónde escondía el tío abuelo Ernie el testamento? ¿O tuvo mi padre una aventura amorosa con la vecina de enfrente? ¡Lo que fuera!
– Supongo que escuchando en fiestas -respondió Pitt-, observando a la gente, haciendo preguntas y presionando un poco de vez en cuando, lograba reunir suficiente información para hacer deducciones muy acertadas. Y el resto se lo proporcionaban las propias conclusiones que sacaba la gente de lo que ella decía. La culpabilidad proviene de amenazas tanto imaginarias como reales. ¿Cuántas veces hemos visto a alguien traicionarse a sí mismo porque cree que sabemos algo cuando en realidad no es así?
– Muchas -respondió Tellman, esquivando el carro de un verdulero ambulante-. Pero ¿y si presionó demasiado y alguien la tomó con ella? Ese habría sido su fin.
– Parece haberlo sido. -Pitt le miró de reojo.
– Entonces ¿qué tiene que ver esto con la Brigada Especial? -preguntó Tellman, con un matiz colérico en la voz-. ¿Solo porque Serracold se presenta al Parlamento? ¿Acaso la Brigada Especial juega a la política? ¿Es eso?
– ¡No, no es eso! -replicó Pitt, dolido y furioso por el hecho de que Tellman considerara siquiera aquella posibilidad-. No me importa tanto quién gane como que la lucha sea limpia. Creo que la mayoría de propuestas que he oído de Aubrey Serracold son descabelladas. No tiene la más mínima idea de lo que es el mundo real. Pero si le derrotan quiero que lo haga gente que no está de acuerdo con él y no gente que cree que su mujer cometió un crimen, si es que no lo hizo.
Tellman siguió andando en silencio. No se disculpó, aunque un par de veces abrió la boca y tomó aire como si fuera a hablar. Cuando llegaron a la vía principal se despidió y se alejó en el sentido opuesto al de Pitt, con la espalda rígida, la cabeza erguida, mientras Pitt buscaba un coche de punto para ir a ver a Víctor Narraway.
– ¿Y bien? -preguntó Narraway, recostándose en su asiento y mirando a Pitt sin pestañear.
Pitt se sentó sin que él se lo pidiera.
– Por ahora parece que fue uno de los tres clientes de esa velada -respondió-. El general de división Roland Kingsley, la señora Serracold o un hombre cuya identidad nadie conocía excepto la misma Maude Lamont.
– ¿Qué quiere decir «nadie»? ¿Se refiere a ninguno de ellos?
– Así es. Al parecer, la criada no sabía quién era. Dice que nunca le vio. Entraba y salía por las puertaventanas y la puerta del muro del jardín.
– ¿Por qué? ¿Dejaban abierta la puerta del muro? Entonces podría haber entrado o salido cualquiera.
– La puerta del muro del jardín que daba a Cosmo Place estaba cerrada con llave pero no atrancada -explicó Pitt-. Otros clientes tenían la llave. No sabemos quiénes. No hay constancia de ello. Las puertaventanas se cerraban solas, de modo que no hay forma de saber si alguien salió por una de ellas una vez que estuvo muerta. En cuanto al motivo, es evidente: no quería que nadie supiera que estaba allí.
– ¿Por qué estaba allí?
– No lo sé. La señora Serracold cree que era un escéptico que trataba de demostrar que Maude Lamont era una impostora.
– ¿Por qué? ¿Por interés académico o personal? Averígüelo, Pitt.