– ¡Eso me propongo! -replicó Pitt-. ¡Pero antes me gustaría saber quién es!
Narraway frunció el entrecejo.
– ¿Ha dicho «Roland Kingsley»? ¿Es el mismo hombre que escribió esa maldita carta sobre Serracold?
– Sí…
– Sí ¿qué? -Los penetrantes ojos oscuros de Narraway traspasaron los de Pitt-. Hay algo más.
– Tiene miedo -dijo Pitt sin mucha convicción-. Una angustia relacionada con la muerte de su hijo.
– ¡Averígüelo!
Pitt había querido decirle que las opiniones personales de Kingsley no parecían tan virulentas como las que había expresado en su carta a los periódicos, pero ahora no estaba seguro de ello. No era más que una impresión, y no se fiaba de Narraway, no le conocía lo suficientemente bien para aventurarse a decir algo tan vago. Se sentía incómodo trabajando para un hombre del que sabía tan poco. No tenía ni idea de sus creencias personales, sus pasiones o necesidades, sus puntos flacos, incluso su pasado antes de que se conocieran; todo estaba envuelto en un halo de misterio.
– ¿Qué hay de la señora Serracold? -continuó Narraway-. No me gusta el socialismo de Serracold, pero cualquier cosa es mejor que tener a Voisey con un pie en la escalera. Necesito respuestas, Pitt. -De pronto se echó hacia delante-. Nos enfrentamos al Círculo Interior. Si tiene dudas acerca de lo que son capaces de hacer, piense en Whitechapel. Piense en la fábrica de azúcar, recuerde a Fetters muerto en el suelo de su propia biblioteca. ¡Piense en lo cerca que estuvieron de ganar! ¡Piense en su familia!
Pitt sintió frío.
– Ya lo hago -dijo entre dientes. Le costó un esfuerzo precisamente porque pensaba en Charlotte y los niños, y odió a Narraway por recordárselo-. Pero si Rose Serracold asesinó a Maude Lamont, no lo voy a encubrir. Si lo hacemos, no seremos mejores que Voisey, y él lo sabrá tan bien como nosotros.
Narraway tenía una expresión sombría.
– ¡No me sermonee, Pitt! -le espetó-. ¡No es usted un policía de ronda que toca el silbato cuando alguien roba una cartera! Hay en juego algo más que un pañuelo de seda y un reloj de oro; estamos hablando del gobierno de la nación. ¡Si quiere respuestas sencillas, vuelva a arrestar a rateros!
– ¿Y en qué ha dicho exactamente que nos diferenciamos del Círculo Interior, señor? -Pitt subrayó la última palabra, y su voz sonó áspera y cortante.
Narraway apretó los labios y su rostro reflejó una cólera intensa, pero también un atisbo de admiración.
– No le he pedido que encubra a Rose Serracold si es culpable, Pitt. ¡No sea tan terriblemente pomposo! ¡Aunque habla como si creyera que puede ser culpable! A propósito, ¿por qué acudió ella a esa desgraciada?
– Aún no lo sé. -Pitt volvió a relajarse en su asiento-. Dice que para ponerse en contacto con su madre, y Kingsley dijo que esa fue la razón que dio a Maude Lamont, pero no me ha dicho por qué le importa tanto el tema como para estar dispuesta a engañar a su marido y poner en peligro su carrera si algún periodista conservador decide dejarla en ridículo.
– ¿Y se puso en contacto con su madre? -preguntó Narraway.
Pitt le miró con un repentino estremecimiento de sorpresa. Los ojos de Narraway eran transparentes; no había en ellos el menor rastro de ironía. Por un instante le dio la impresión de que hubiera creído posible cualquier respuesta.
– No de forma satisfactoria -respondió Pitt con convicción-. Sigue buscando algo, una respuesta que necesita… y teme.
– Creía en los poderes de Maude Lamont. -Era una afirmación.
– Sí.
Narraway tomó aire y lo soltó en silencio, muy despacio.
– ¿Le describió lo ocurrido?
– Al parecer, Maude Lamont cambió de aspecto, le brilló la cara y su aliento se volvió luminoso. Habló con otra voz. -Pitt tragó saliva-. También pareció que se elevaba en el aire y que se le alargaban las manos.
La tensión del cuerpo de Narraway desapareció.
– No son precisamente datos concluyentes. Hay muchas personas que hacen ese tipo de cosas. Trucos vocales, aceite de fósforo. Aun así… supongo que creemos lo que queremos creer… o lo que tememos. -Eludió la mirada de Pitt-. Y algunos nos sentimos obligados a averiguarlo, por mucho que nos duela. Otros prefieren no llegar a saberlo nunca… No pueden soportar perder su última esperanza. -Se irguió bruscamente-. No subestime a Voisey, Pitt. No dejará que su deseo de venganza se interponga en el camino de su ambición. Usted no es tan importante para él, pero no olvidará que fue usted quien le derrotó en Whitechapel. No lo olvidará, y sin duda no se lo perdonará. Esperará el momento oportuno, cuando usted no pueda defenderse. No se precipitará, pero llegará un día en que ataque. Haré lo posible para cubrirle las espaldas, pero no soy infalible.
– Me lo encontré… en la Cámara de los Comunes hace cuatro días -replicó Pitt sin poder evitar estremecerse-. Sé que no lo ha olvidado. Pero si vivo con miedo le estaré dando la victoria. Mi familia está fuera de Londres, pero no puedo detenerle. Reconozco que si creyera que hay alguna escapatoria, tal vez habría intentado recurrir a ella… pero no la hay.
– Es usted más realista de lo que pensaba -dijo Narraway, y muy a pesar suyo, su voz traslucía una actitud de respeto-. Me molestó que Cornwallis le enviase a usted aquí. Lo acepté como favor, pero tal vez no lo fue después de todo.
– ¿Por qué le debe favores a Cornwallis? -Se le escaparon las palabras antes de que pudiera pararse a pensar en ellas.
– ¡No es asunto suyo, Pitt! -replicó Narraway con aspereza-. Váyase y averigüe las maldades que hacía esa mujer… ¡y demuéstrelas!
– Sí, señor.
No fue hasta que estuvo de nuevo en la calle a la luz de última hora de la tarde y en medio del estruendo del tráfico, cuando Pitt se preguntó si Narraway se había referido a Rose Serracold… ¡o a Maude Lamont!
Capítulo 6
Cuando Emily abrió el periódico al día siguiente del descubrimiento del asesinato en Southampton Row, fue directamente a la sección de política nacional. Le llamó la atención un excelente retrato del señor Gladstone, pero por el momento le interesaban más los distritos londinenses. Faltaba menos de una semana para que empezaran las votaciones y se estremecía de emoción; algo que no le había ocurrido en las anteriores elecciones, porque ahora había conocido las posibilidades que ofrecía un cargo, y las ambiciones que había depositado en Jack eran por tanto más elevadas. Él había demostrado su capacidad y, lo que era aún más importante, su lealtad. Esta vez quizá le premiaran con un cargo más importante, y así gozaría de más poder para hacer el bien.
Jack había pronunciado un excelente discurso el día anterior. El público se había mostrado receptivo. Hojeó las páginas buscando algún comentario sobre él. En su lugar vio el nombre de Aubrey Serracold y debajo un artículo que comenzaba bastante bien. Tuvo que llegar a la mitad para percatarse del sarcasmo soterrado, la insinuación velada de la necedad de sus ideas, que, aunque bien intencionadas, nacían de la ignorancia; un hombre rico que jugaba a la política, indescriptiblemente condescendiente en su ambición por cambiar a los demás según idea de lo que les convenía.
Emily se puso furiosa. Dejó caer el periódico y miró a Jack por encima de la mesa del desayuno.
– ¿Has visto esto? -preguntó, señalándolo con el dedo.
– No. -Jack alargó una mano, y ella recogió las páginas caídas y se las pasó. Vio cómo lo leía con el entrecejo cada vez más fruncido.
– ¿Le perjudicará? -preguntó ella cuando él levantó la vista-. Estoy segura de que le ofenderá, pero me refiero a sus posibilidades de que salga elegido -añadió apresuradamente.
A Jack se le iluminaron los ojos con una expresión divertida que dio paso a la ternura.
– Quieres que gane, ¿verdad? Por Rose…