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Ella no se había dado cuenta de lo transparente que había sido. No era nada propio de ella. Por lo general, era una experta en el arte de revelar solo lo que quería, a diferencia de Charlotte, a quien casi todo el mundo podía adivinar el pensamiento. Sin embargo, no siempre era agradable sentirse tan sola.

– Sí -asintió ella-. Creía que era más o menos seguro. Hace décadas que es un escaño liberal. ¿Por qué iba a cambiar ahora?

– Solo es un artículo, Emily. Si dices algo, forzosamente habrá alguien que no esté de acuerdo contigo.

– Tú no lo estás -dijo ella con mucha seriedad-. Jack, ¿no puedes defenderle de todos modos? Hacen que parezca mucho más extremista de lo que es. A ti te escucharían. -Vio cómo vacilaba y cómo se ensombrecía su rostro-. ¿Qué pasa? ¿Ya no tienes confianza en él? ¿O es Rose? Por supuesto que es excéntrica, y siempre lo será. ¿Qué demonios importa eso? ¿Acaso tienen que ser grises nuestros políticos para que sean buenos?

Por un momento la risa asomó al rostro de Jack, y luego desapareció.

– Grises no, pero de un color un poco apagado. No des nada por sentado, Emily. No estés tan segura de que voy a ganar. Hay demasiadas cosas en juego que pueden cambiar el voto de la gente. Gladstone siempre está hablando del autogobierno, pero es la jornada laboral lo que creo que va a decidir la victoria.

– ¡Pero los tories no van a concederla! -protestó ella-. ¡Es aún menos probable que lo hagan ellos que nosotros! ¡Díselo!

– Ya lo he hecho. Pero los argumentos de los tories para no conceder el autogobierno son razonables, al menos para los trabajadores de Londres, cuyos puertos y almacenes abastecen al mundo entero. -Su rostro se crispó-. Me he enterado de lo que dijo Voisey, y la gente le escuchaba. En estos momentos goza de mucha popularidad. La reina le concedió el título de sir por su coraje y lealtad a la Corona. Nadie sabe exactamente qué hizo, pero parece ser que salvó el trono de una amenaza muy seria. Tiene al público prácticamente en el bolsillo incluso antes de haber hablado.

– Creía que la reina no era muy popular -dijo Emily con desconfianza, recordando algunos de los desagradables comentarios que había oído, tanto entre la alta sociedad como entre la gente corriente. Victoria se había ausentado demasiado tiempo de la vida pública, llorando aún a Albert a pesar de que llevaba treinta años muerto. Pasaba su tiempo con su querido Osbourne en la isla de Wight, o en Balmoral, en las Tierras Altas escocesas. La gente apenas la veía. No había ocasiones solemnes, ni pompa, ni emoción, ni color, ni el sentimiento de unidad que solo ella podría haber proporcionado.

– Aun así no queremos que nos la quiten -señaló Jack-. Somos tan perversos en general como individualmente. -Dobló el periódico y, dejándolo en la mesa, se levantó-. Aunque evidentemente apoyaré a Serracold. -Se inclinó y la besó apresuradamente en la frente-. No sé cuándo volveré. Probablemente para cenar.

Ella le observó mientras salía por la puerta, luego se sirvió otra taza de té y volvió a abrir el periódico. Fue entonces cuando vio el artículo que hablaba de la muerte de Maude Lamont, según el cual la policía no tenía dudas de que se trataba de un asesinato. Se mencionaba la comisaría de Bow Street, y al parecer el inspector Tellman estaba a cargo del caso. El propio Tellman no había hecho ninguna declaración, pero no faltaban las hipótesis. Los periodistas se habían inventado lo que no sabían: quiénes eran sus clientes; quién había acudido allí esa noche; a qué personas del pasado había afirmado invocar y qué había revelado para que hubiese terminado en asesinato; quién tenía secretos tan atroces que era capaz de matar para ocultarlos. El rumor del escándalo, la violencia y la crueldad eran irresistibles.

Lo leyó por segunda vez, pero no era necesario. Había memorizado cada palabra y todas sus desagradables implicaciones. Y podía recordar con toda claridad a Rose Serracold diciendo: «Sin ver los efectos, ¿cómo voy a saber que es auténtico, y no solo el médium que me dice lo que cree que quiero oír?». La médium a quien Rose había consultado era una mujer, y en esos momentos la más notoria en Londres era Maude Lamont. De alguna manera, los cabos deshilachados se iban soltando en lo que había parecido un camino recto. En lo más recóndito de su ser sentía inquietud por Rose, por la vulnerabilidad que percibía en ella, un miedo que amenazaba con aumentar y ponerla en peligro a ella y a Audrey, y posiblemente incluso a Jack. Había llegado el momento de hacer algo.

Subió al cuarto de los niños para pasar la mañana con su hija pequeña, Evangeline, a quien siempre le asaltaban preguntas sobre los temas más diversos. Sus palabras favoritas eran «por qué».

– ¿Dónde está Edward? -Se encontraba sentada en el suelo con el ceño fruncido-. ¿Por qué no está aquí?

– Se ha ido de vacaciones con Daniel y Jemima -respondió Emily, tendiéndole su muñeca favorita.

– ¿Por qué?

– Porque se lo prometimos.

– ¿Por qué? -Los ojos extraordinariamente abiertos de la niña no revelaban una actitud desafiante.

– Él y Daniel son muy buenos amigos. -Al pensar en ello, a Emily le inquietó el hecho de que no hubieran dejado que Thomas fuese con ellos, y que casi al mismo tiempo hubieran vuelto a destituirlo incomprensiblemente de su cargo en Bow Street. De repente, y sin explicación alguna, Charlotte se había mostrado reacia a llevarse a Edward, cuando poco antes había estado más que dispuesta. Había comentado con desgana que Thomas no estaría allí, y había insinuado que era posible que se diera alguna situación desagradable, pero no había especificado nada.

– Yo también soy muy buena amiga -dijo Evie, dándole vueltas a la frase en la cabeza.

– Por supuesto que lo eres, cariño. Eres muy buena amiga mía -aseguró Emily en tono tranquilizador-. ¿Pintamos? Yo pinto este trozo y tú puedes dibujar la casa ahí.

Evie empezó con entusiasmo, cogiendo el lápiz con la mano izquierda. Emily se planteó si debía colocárselo en la derecha, pero decidió no hacerlo.

Estaba preocupada por Charlotte. Le iba a resultar muy difícil hacerse a la idea de que Pitt ya no estaba en un puesto de responsabilidad en la policía. No era exactamente un empleo del que sentirse orgullosa, pero era medianamente respetable. Ahora trabajaba en algo de lo que ella apenas hablaba y ya no discutían juntas sus casos. Por supuesto, el sueldo era otra cuestión, ¡y desde luego no tan bueno como el anterior!

Lo que más afectaba a Emily era que ya no podía intervenir en ninguna cuestión. En el pasado había ayudado a Charlotte cuando esta se había involucrado en algunos casos de Pitt; concretamente en los más pintorescos y dramáticos, en los que había implicada gente de los estratos sociales más elevados. Ella y Charlotte tenían acceso a salones de la alta sociedad en los que Pitt jamás podría introducirse. Prácticamente habían resuelto algunos de los asesinatos más extraños y atroces. Últimamente ese tipo de cosas habían ocurrido cada vez menos, y Emily empezaba a darse cuenta de lo mucho que echaba de menos, no solo la compañía de Charlotte y el reto y la emoción de aquellas experiencias, sino también la irrupción en su vida de las pasiones del triunfo y la desesperación, el peligro, la decisión, la culpabilidad y la inocencia, que le habían hecho reflexionar más que las previsibles cuestiones políticas que siempre parecían relacionadas con las masas y no con los individuos, con teorías y leyes antes que con la vida de hombres y mujeres de carne y hueso, sus sueños y su capacidad para sentir alegría o dolor.

Volver a ayudar a Charlotte y Thomas sería un duro recordatorio de los apremios de la realidad y la vida. Le obligaría a poner a prueba sus creencias como jamás lo lograría limitándose a reflexionar. Le asustaba, y por esa misma razón también se sentía atraída. Charlotte estaba en Dartmoor. No tenía la dirección exacta; Thomas y Charlotte habían sido muy vagos. Pero iría a ver a Rose Serracold y averiguaría más cosas sobre la muerte de esa médium con la que ella había estado relacionada, Maude Lamont.