Terminó de amasar el pan y lo dejó en el molde, y luego salió al jardín para lavarse las manos en la bomba de agua. Lanzó una mirada al manzano y vio a Daniel en la rama más alta, que apenas lograba soportar su peso, y a Jemima colgada de la que estaba justo debajo. Esperó a que el movimiento de las hojas le indicara dónde estaba Edward, pero no se produjo.
– ¡Edward! -gritó. No podían haber transcurrido más que unos minutos-. ¡Edward!
Silencio. A continuación Daniel miró hacia ella.
– ¡Edward! -gritó ella, corriendo hacia el árbol.
Daniel se descolgó por las ramas y luego se deslizó por el tronco hasta llegar al suelo. Jemima empezó a bajar con mucho más cuidado, pues su descenso se veía obstaculizado por la inexperiencia y la tela de la falda.
– Desde allí arriba se ve todo el jardín -dijo Daniel, juicioso-. Y por allí hay un sendero de fresas silvestres -señaló sonriendo.
– ¿Está allí Edward? -preguntó Charlotte con una voz fuerte y áspera que no pudo controlar. Al oírse supo que estaba comportándose de manera ridícula, pero no podía evitarlo. Edward solo había ido a coger fresas, como haría cualquier niño. No tenía motivos para preocuparse y menos para que le entrara el pánico. Estaba permitiendo que la imaginación se impusiera a la razón-. ¿Está allí?
– No lo sé. -Esta vez Daniel la miró ansioso-. ¿Quieres que vuelva a subir y mire?
– ¡Sí! Sí, por favor.
Jemima aterrizó en la hierba y se irguió, mirando con irritación un pequeño rasgón en su vestido. Vio que Charlotte la miraba y se encogió de hombros.
– ¡Las faldas a veces son estúpidas! -dijo enfadada.
Daniel volvió a trepar al árbol ágilmente, colgándose de las ramas. Sabía exactamente cómo hacerlo.
– ¡No! -gritó desde lo alto-. Debe de haber encontrado otro mejor. ¡No le veo!
Charlotte sintió que el corazón le daba un vuelco y le palpitaban los oídos de forma ensordecedora. Se le nubló la vista. ¿Y si Voisey se había vengado de Pitt haciendo daño al hijo de Emily? ¡O lo había confundido con uno de los suyos! ¿Qué debía hacer?
– ¡Gracie! -gritó-. ¡Gracie!
– ¿Qué? -Gracie abrió de par en par la puerta trasera y salió corriendo, con los ojos desorbitados por el miedo-. ¿Qué ha pasado?
Charlotte tragó saliva, tratando de dominarse. No debía dejarse llevar por el pánico y asustar a Gracie. Era estúpido e injusto. Sabía que eso era exactamente lo que estaba haciendo y aun así no podía evitarlo.
– Edward se ha ido… se ha ido a coger fresas -dijo sin aliento-. Pero ya no está allí. -Buscó rápidamente una excusa razonable para explicar el terror que Gracie debía de advertir en su expresión y en sus palabras-. Me dan miedo esos pantanos. Hasta los animales salvajes a veces se quedan atrapados en ellos… Yo…
Gracie no esperó a que acabara.
– ¡Quédese aquí con ellos! -Hizo un gesto en dirección a Daniel y Jemima-. Iré a buscarlo. -Y sin esperar la respuesta de Charlotte, se recogió la falda y echó a correr a una velocidad sorprendente por la hierba hasta la verja, que se quedó girando sobre sus goznes.
Daniel se volvió hacia Charlotte con el rostro pálido.
– No se metería en el pantano, mamá. Nos lo enseñaste, era todo verde y brillante. ¡Él sabe que es peligroso!
– No, por supuesto que no -asintió ella, mirando fijamente la verja. ¿Debía llevarse con ella a Daniel y Jemima e ir también, o estaban más seguros allí? No podía dejar sola a Gracie buscando a Edward. ¡En qué estaba pensando! ¡No debían separarse!-. ¡Vamos! -Salió disparada hacia la verja al tiempo que cogía a Daniel de la mano, que casi perdió el equilibrio-. ¡Ven, Jemima! Iremos todos a buscar a Edward. ¡Pero no os separéis! ¡Debemos permanecer juntos!
Apenas habían recorrido unos cien metros del camino, precedidos por la figura menuda y tiesa de Gracie a otros cien metros de ellos, cuando apareció sobre la loma un carro de dos ruedas tirado por dos caballos, y con un profundo alivio que le llenó los ojos de lágrimas, Charlotte vio a Edward sentado junto al conductor, balanceándose precariamente y sonriendo satisfecho.
Estaba tan furiosa con él por el susto que le había dado que le habría dado encantada unos azotes en el trasero que le hubieran obligado a cenar de pie, ¡y hasta a desayunar! Pero sería totalmente injusto; no lo había hecho con mala intención. Al verle tan satisfecho hizo un esfuerzo por reprimir sus emociones y llamó a Gracie, y se abrió paso por los surcos del camino para hablar con el conductor, que se había detenido al verlas.
Gracie retrocedió y miró por un instante a Charlotte, parpadeando con fuerza para disimular la intensidad de su propio alivio. En ese instante Charlotte se dio cuenta de la cantidad de cosas que se habían estado ocultando y tratando de proteger la una de la otra, fingiendo que no estaban allí, y le invadió una gratitud y un afecto extraordinariamente profundo por aquella joven con quien tan poco tenía en común a primera vista, y a la que tan unida estaba en realidad.
La casa de Pitt de Keppel Street estaba exactamente como siempre: no había ni un adorno ni un libro fuera de sitio. Hasta había flores en el jarrón de la repisa de la chimenea del salón, y la luz del sol de primera hora de la mañana que entraba a raudales por las ventanas de la cocina caía sobre el banco y se derramaba por el suelo. Archie y Angus dormitaban hechos un ovillo en la cesta de la ropa, ronroneando débilmente. Y sin embargo, aquel vacío hacía que todo resultase tan distinto que parecía un cuadro antes que la realidad. El agua rompió a hervir en el fogón, pero su sonido solo sirvió para acentuar el silencio. No se oían pasos por las escaleras, ni el trajín de Gracie en la trascocina o la despensa. Nadie preguntaba a gritos dónde estaba un zapato o un calcetín, o un libro del colegio. No se oía la respuesta de Charlotte, ni ningún recordatorio de la hora que era. El tictac del reloj de la cocina parecía resonar por toda la casa.
Sin embargo, a Pitt le tranquilizaba que estuvieran fuera de Londres, seguros en el anonimato en Devon. Se había dicho a sí mismo que no creía que nadie del Círculo Interior fuera a vengarse de él siguiendo las órdenes de Voisey y haciendo daño a su familia. Voisey no contrataría a nadie en quien no confiara; no podía permitirse correr riesgos, y el giro que había dado Pitt a los acontecimientos en Whitechapel había convertido a Voisey en un traidor, no solo para sus aliados y amigos, sino también en lo referente a su causa. Ese hecho debería haber dividido al Círculo de acuerdo con las lealtades políticas y el interés propio, pero Pitt no tenía manera de saber si así había sido.
No podía quitarse de la cabeza la mirada de odio que le había lanzado Voisey al pasar por su lado en Buckingham Palace, poco después de recibir el título de sir que Vespasia y él habían planeado, sirviéndose del sacrificio de Mario Corena. Aquel episodio había puesto fin para siempre a las ambiciones de Voisey de ser el primer presidente republicano de Gran Bretaña.
Y había vuelto a ver ese mismo odio en sus ojos cuando se habían encontrado en la Cámara de los Comunes. Una pasión así no se extinguía. Si Pitt se sentía relativamente tranquilo sentado a la mesa de su cocina, era porque sabía que su familia estaba escondida y fuera de peligro, a kilómetros de distancia. Por mucho que echara de menos el mero hecho de saber que estaban en casa, la soledad era un precio pequeño que debía pagar.
¿Había alguna relación entre el asesinato de Maude Lamont y la tentativa de Voisey de obtener un escaño parlamentario? Por lo menos existían dos posibles nexos: el hecho de que Rose Serracold hubiera estado en la sesión esa noche, y que Roland Kingsley, que también había estado presente, hubiera escrito a los periódicos despotricando con tanta vehemencia contra Aubrey Serracold. Pitt no había advertido nada en las ideas políticas del general de división que hiciera pensar en una opinión así.