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– Por lo visto, no buscaba a nadie en particular. Parecía ser escéptico.

– ¡Mejor aún! Trataba de desacreditarla, intentaba demostrar que era una impostora. No sería difícil. Aunque el mero hecho de que no la desenmascarara sugiere otro motivo.

– Tal vez -coincidió Pitt, mientras volvían a pasar por debajo de la farola.

Una ligera brisa soplaba desde el río, y levantaba las hojas sueltas de periódicos viejos, las arrastraba por los adoquines y las posaba de nuevo. En los portales había mendigos; era demasiado temprano para acurrucarse e intentar pasar la noche. Una mujer de la calle ya había emprendido la caza de algún cliente. Pitt y Jack sintieron el gusto amargo del aire mientras se dirigían juntos al puente.

* * * * *

Pitt durmió mal. El silencio que reinaba en la casa era opresivo; hablaba de vacío, y no de tranquilidad. Se despertó tarde con dolor de cabeza, y estaba sentado a la mesa de la cocina cuando sonó el timbre. Se levantó y fue a abrir sin ponerse los zapatos.

En el umbral estaba Tellman con aspecto de tener frío, a pesar de que la mañana era agradable y las nubes altas se estaban dispersando. Hacia mediodía el sol brillaría y haría calor.

– ¿Qué pasa? -preguntó Pitt, retrocediendo e invitándole tácitamente a pasar-. A juzgar por tu cara, nada bueno.

Tellman entró ceñudo, con su rostro chupado tenso y firme. Miró alrededor como si por un momento se hubiera olvidado de que Gracie no estaba allí. Parecía desamparado, como si a él también le hubieran abandonado.

Pitt le siguió hasta la cocina.

– ¿Qué pasa? -repitió, mientras Tellman se acercaba al otro extremo de la mesa y se sentaba, sin prestar atención al hervidor de agua ni buscar siquiera con la mirada un bizcocho o alguna galleta.

– Es posible que hayamos encontrado al hombre que aparece mencionado en la agenda con un dibujo… ¿Cómo lo llamaste…? ¿Cartucho? -dijo con serenidad, esforzándose por despojar sus palabras de toda emoción, dejando que Pitt sacara sus propias conclusiones.

– ¿Cómo?

El silencio de la habitación era agobiante. Un perro ladraba a lo lejos, y Pitt alcanzó a oír el ruido de un saco de carbón al ser vaciado por la rampa del sótano de la casa de al lado. Sintió una extraña desazón. Era una premonición de la tragedia que veía en el rostro de Tellman, como si dentro de él ya se hubiera instalado el peso de la oscuridad.

Tellman levantó la mirada.

– Encaja con la descripción -dijo en voz baja-. Estatura, edad, constitución, pelo, hasta la voz, o eso dice el informante. Supongo que es cierto, o el superintendente Wetron no nos lo habría comunicado.

– ¿Qué le hace pensar que es ese hombre y no cualquiera de los miles que también encajan con la descripción? -preguntó Pitt-. Solo sabemos que es de estatura mediana, que tiene unos sesenta años, que no es ni gordo ni flaco, y que tiene el pelo gris. Debe de haber miles de hombres así, decenas de miles que viven no muy lejos de Southampton Row en tren. -Se inclinó sobre la mesa-. ¿Qué más tenemos, Tellman? ¿Por qué ese hombre?

Tellman no parpadeó.

– Porque al parecer es un profesor retirado que perdió a su mujer tras una larga enfermedad. Todos sus hijos murieron jóvenes. No tiene a nadie más, y ha sido un duro golpe para él. Empezó a comportarse de manera extraña, yendo por ahí hablando con mujeres jóvenes, tratando de recuperar el pasado. Sus hijos muertos, supongo. -Parecía hundido, como si le hubieran sorprendido entrometiéndose en algún asunto muy embarazoso y privado, como un mirón-. Ha logrado que se empiece a hablar de él… un poco.

– ¿Dónde vive? -preguntó Pitt insatisfecho-. ¿Por qué demonios cree Wetron que ese desgraciado tiene algo que ver con la muerte de Maude Lamont? ¿Vive cerca de Southampton Row?

– No -dijo Tellman en voz baja-. En Teddington.

Pitt creyó haber oído mal. Teddington era un pueblo situado a varios kilómetros Támesis arriba, más allá de Kew, incluso de Richmond.

– ¿Cómo has dicho?

– Teddington -repitió Tellman-. Podría venir en tren con bastante facilidad.

– ¿Por qué diablos iba a hacerlo? -preguntó Pitt con incredulidad-. ¿Acaso no abundan las médiums? ¿Por qué Maude Lamont? Era bastante cara para un profesor jubilado, ¿no?

– Así es. -Tellman parecía muy desgraciado-. Todavía se le considera un gran pensador y es muy respetado. Escribe los libros de texto de mayor autoridad sobre ciertos temas. Para la mayoría de nosotros resultarían oscuros, pero su gente tiene un altísimo concepto de él.

– Que tuviera los medios para venir a la ciudad no significa que lo hiciera para consultar a una médium cuyas sesiones no acababan casi hasta medianoche -arguyó Pitt.

Tellman respiró hondo.

– Podría darse el caso si fueras un clérigo de alto rango y tu reputación se basara en tu profunda comprensión de la fe cristiana. -En su rostro volvía a advertirse una tensión entre la compasión y el desdén-. Si quisieras hallar respuestas de boca de mujeres que escupen huevos y estopillas, y te dicen que son fantasmas, creo que tratarías de ir lo más lejos posible de tu casa. ¡Personalmente, preferiría marcharme a otro país! No me sorprende que entrara y saliera por la puerta del jardín, y que nunca dijera ni a la señorita Lamont cómo se llamaba.

De pronto todo adquirió una trágica claridad para Pitt. Eso explicaba lo extraño del secretismo y los subterfugios, y el motivo por el que aquel hombre tenía tanto miedo de que se supiera su identidad que ni siquiera había dicho qué espíritus quería invocar. Era algo trágico, y al mismo tiempo muy engañoso, y con un poco de imaginación, resultaba fácil de comprender. Era un anciano que se había visto despojado de todo lo que había amado. El último golpe de la muerte de su mujer había podido con su equilibrio mental. Hasta los más fuertes tenían una noche oscura del alma en algún momento de la larga travesía de la vida.

Tellman le observaba, esperando su reacción.

– Iré a verle -dijo Pitt con tristeza-. ¿Cómo se llama y en qué parte de Teddington vive?

– En Udney Road, número cuatro, a pocos metros de la estación de tren. Línea de Londres y Sudoeste.

– ¿Y cómo se llama?

– Francis Wray -respondió Tellman escudriñando los ojos de Pitt.

Pitt pensó en el cartucho con la letra inclinada dentro del círculo, como una efe al revés. Ahora entendía la desdicha de Tellman y por qué no podía dejarla de lado, por mucho que quisiera.

– Entiendo -afirmó.

Tellman abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla. No había realmente nada que decir que los dos no supieran ya.

– ¿Qué han averiguado tus hombres de los otros clientes? -preguntó Pitt al cabo de un minuto.

– No mucho -respondió Tellman, adusto-. Gente de toda clase… Prácticamente lo único que tienen en común es dinero y tiempo de sobra para dedicarse a buscar señales de los que ya han muerto. Algunos se encuentran solos, otros se sienten confusos y necesitan creer que su marido o padre sigue al corriente de lo que ocurre y sabe que le quieren. -Su voz fue bajando de tono-. Muchos de ellos solo están ligeramente interesados y buscan un poco de emoción, quieren divertirse. Ninguno tiene un rencor tan grande para hacer algo al respecto.

– ¿Has averiguado algo de los demás clientes que entraban por la puerta del jardín desde Cosmo Place?

– No. -En los ojos de Tellman brilló un destello de resentimiento-. No sabemos cómo encontrarles. ¿Por dónde empezamos?

– ¿Cuánto sacaba aproximadamente Maude Lamont de todo esto?

Tellman abrió mucho los ojos.

– ¡Unas cuatro veces lo que yo gano, incluso después del ascenso!

Pitt sabía exactamente lo que ganaba Tellman. Podía imaginar el dinero que obtenía Maude Lamont si trabajaba cuatro o cinco días a la semana.