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Pitt se despidió con la mano hasta que el tren se perdió de vista al tomar la curva de las vías, y luego retrocedió lo más deprisa que pudo por el andén hasta salir a la calle. En la parada de coches de punto, se subió al primero y pidió al cochero que le llevara a la Cámara de los Comunes.

Se recostó y pensó en lo que iba a decir cuando llegara allí. Se encontraba al sur del río, pero no tardaría mucho en llegar, ni siquiera con el tráfico de la hora del almuerzo. Las cámaras del Parlamento estaban en la orilla norte, a unos treinta minutos.

Siempre le había preocupado mucho la injusticia social, los males de la pobreza y la enfermedad, la ignorancia y los prejuicios, pero no tenía muy buen concepto de los políticos y dudaba que trataran muchos de los problemas que le preocupaban a menos que los obligaran individuos con una gran pasión por la reforma. Era el momento de volver a evaluar ese juicio apresurado y averiguar más tanto sobre los individuos como sobre el sistema.

Empezaría por su cuñado, Jack Radley, el segundo marido de Emily y el padre de su hija, Evangeline. Cuando se conocieron, Jack era un hombre encantador que no tenía ni título ni suficiente dinero para distinguirse en la alta sociedad, pero sí el ingenio y la buena apariencia para que lo invitaran a tantas casas que disfrutaba de una vida elegante y bastante holgada.

Desde que se había casado con Emily, esa clase de existencia le había parecido cada vez más vacía, hasta que, llevado por un impulso, se había presentado al Parlamento y había sorprendido a todos, sobre todo a sí mismo, al ganar un escaño. Tal vez se había debido a una racha de buena suerte política, o a que su escaño se hallaba en uno de los muchos distritos electorales donde la corrupción determinaba los resultados, pero desde entonces se había convertido en un político bastante serio y más importante de lo que su vida pasada habría hecho prever a cualquiera. En el asunto irlandés de Ashworth Hall había demostrado coraje así como aptitudes para actuar con dignidad y buen criterio. Al menos podría proporcionar a Pitt información más detallada, y tal vez con mayor fidelidad, que la que obtendría de una fuente pública.

Al llegar a la Cámara de los Comunes, Pitt pagó al cochero y subió las escaleras. No esperaba que le dejaran entrar directamente, y se disponía a escribir una nota en una de sus tarjetas y hacérsela llegar a Jack, pero el policía de la puerta lo conocía de sus tiempos en Bow Street y al verle se le iluminó la cara de satisfacción.

– Buenas tardes, señor Pitt. Me alegro de verle, señor. ¿No habrá problemas aquí?

– En absoluto, Rogers -respondió Pitt, dando gracias por acordarse del nombre del hombre-. Quiero ver al señor Radley, si es posible. Se trata de un asunto bastante importante.

– Enseguida, señor. -Rogers se volvió y llamó por encima del hombro-: ¡George! Acompaña al señor Pitt a ver al señor Radley. ¿Lo conoces? El señor diputado de Chiswick. -Se volvió de nuevo hacia Pitt-. Vaya con George, señor. Le llevará arriba, porque se puede perder en diez minutos en esta madriguera.

– Gracias, Rogers -dijo Pitt con sinceridad-. Eres muy amable.

En efecto, era un auténtico laberinto de pasillos y escaleras con oficinas a cada paso y gente que iba y venía, absorta en sus asuntos. Encontró a Jack solo en una habitación que evidentemente compartía con alguien. Dio las gracias a su guía y esperó a que saliera para cerrar la puerta y volverse para hablar.

Jack Radley rondaba la cuarentena, pero era un hombre bien parecido y con una cordialidad natural que le hacía parecer más joven. Se sorprendió al ver a Pitt, pero dejó a un lado los periódicos que estaba leyendo para mirarlo con curiosidad.

– Siéntate -le invitó-. ¿Qué te trae por aquí? Creía que por fin ibas a tomarte unas vacaciones. ¡Tienes a Edward contigo! -Su mirada se ensombreció, y Pitt advirtió con amargura que su cuñado era consciente de lo injusto de su situación actual en la Brigada Especial y que temía que le pidiera ayuda para cambiarla. Era algo que no estaba en su mano, y Pitt lo sabía mejor que él.

– Charlotte se ha llevado a los niños -respondió-. Edward estaba muy emocionado y dispuesto a conducir él mismo el tren. Yo debo quedarme un tiempo aquí. Como sabes, dentro de unos días se celebrarán las elecciones. -Permitió que su rostro trasluciera un atisbo de humor-. Por motivos que no puedo explicar, necesito información sobre algunos temas a debate… y sobre ciertas personas.

Jack contuvo el aliento.

– Motivos de la Brigada Especial. -Pitt sonrió-. No personales.

Jack se sonrojo ligeramente. No solían pillarle desprevenido, y menos Pitt, quien no estaba acostumbrado al debate político y a la ofensiva de la oposición. Tal vez había olvidado que los interrogatorios de sospechosos se basaban prácticamente en los mismos elementos: los rodeos, el estudio de rostros y gestos, la anticipación y la emboscada.

– ¿Qué temas? -preguntó Jack-. ¡Está el autogobierno de Irlanda, pero hace generaciones que se habla de él! No se ha hecho ningún progreso al respecto, aunque Gladstone sigue con ello. Ya se hundió una vez por culpa de ese asunto y creo que va a volver a costarle votos, pero nadie ha sido capaz de hacerle renunciar. Y bien sabe Dios que lo han intentado. -Hizo una mueca ligeramente irónica-. En cambio, del autogobierno de Escocia o de Gales se habla bastante menos.

Pitt se sobresaltó.

– ¿El autogobierno de Gales? -repitió con incredulidad-. ¿Hay alguien que lo respalde?

– No muchos -admitió Jack-. Lo mismo que el de Escocia, pero es uno de los temas que se están debatiendo.

– ¿No afectará los escaños de Londres?

– Podría, si tú lo defendieras. -Jack se encogió de hombros-. Por regla general, los que más se oponen a tales cosas son los que se hallan geográficamente más lejos de ellas. Los londinenses se inclinan a pensar que "Westminster debería gobernarlo todo. Cuanto más poder tienes, más quieres.

– El autogobierno, al menos en el caso de Irlanda, lleva décadas en el orden del día. -Pitt dejó el tema de lado por el momento-. ¿Qué más?

– La jornada de ocho horas -respondió Jack sombrío-. Es el tema más candente, al menos hasta la fecha, y no me parece que haya ninguno que le iguale en importancia. -Miró a Pitt con el entrecejo ligeramente fruncido-. ¿Qué pasa, Jack? ¿Un complot para derrocar al viejo? -Se refería a Gladstone. Se habían producido atentados contra su vida.

– No -se apresuró a decir Pitt-. Nada tan evidente. -Le habría gustado decir a Jack toda la verdad, pero no podía hacerlo por el bien de Jack, y por el suyo propio. Debía evitar que le culpasen de traición-. Distritos corruptos, pelea sucia.

– ¿Desde cuándo se preocupa por eso la Brigada Especial? -preguntó Jack con escepticismo, recostándose un poco en su asiento y tirando sin darse cuenta un montón de libros y papeles con el codo-. Se supone que su misión es detener a anarquistas y dinamiteros, sobre todo fenianos. -Frunció el entrecejo-. No me mientas, Thomas. Prefiero que me digas que no me meta donde no me llaman a que me engañes con evasivas.

– No son evasivas -replicó Pitt-. Se trata de un escaño en particular y, que yo sepa, no tiene nada que ver con el problema irlandés ni con los dinamiteros.

– ¿Por qué tú? -dijo Jack sin perder la compostura-. ¿Tiene algo que ver con el caso Adinett? -Se refería al asesinato que había enfurecido tanto a Voisey y al Círculo Interior que se habían vengado de Pitt haciendo que lo echaran de Bow Street.

– Indirectamente -admitió Pitt-. Te estás acercando a ese punto en el que preferirías que te dijera que no te metas donde no te llaman.

– ¿Qué escaño? -preguntó Jack con absoluta serenidad-. No puedo ayudarte si no lo sé.

– No puedes ayudarme de todos modos -respondió Pitt secamente-. A menos que sea con información sobre los temas que se tratan y con algún que otro consejo táctico. Ojalá hubiera prestado más atención a la política en el pasado.