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– Fue el pecado de Saúl-continuó Wray con entusiasmo, como si Pitt hubiera expresado en alto sus pensamientos.

Pitt se había quedado completamente en blanco. Ninguna de las cosas que había aprendido en el colegio acudió a su memoria.

– El rey Saúl de la Biblia -dijo Wray con repentina delicadeza, casi disculpándose-. Buscó el espíritu del profeta Samuel a través de la bruja de Endor.

– Ah. -La intensidad que se advertía en el rostro de Wray, la fijeza de su mirada, lograron aplacar a Pitt. Estaba experimentando una emoción casi incontrolable. Se vio obligado a preguntar-: ¿Y lo encontró?

– Oh, sí, por supuesto -respondió Wray-. Pero fue el germen de su carácter desafiante, el orgullo contra Dios que en el fondo no era sino cólera, envidia y un terrible pecado. -Estaba muy serio, y en la sien le palpitaba un pequeño músculo de manera incontrolable-. Nunca subestime el peligro que entraña querer saber lo que no debería saberse, señor Pitt. Conlleva un mal monstruoso. ¡Evítelo como si fuera un pozo contaminado por la peste!

– No tengo ningún deseo de investigar tales cosas -dijo Pitt con franqueza, y luego, embargado por la gratitud y la culpabilidad, se dio cuenta de lo fácil que era decirlo cuando uno no tenía una profunda pena, una soledad como la que envolvía a aquel hombre, una verdadera tentación de hacerlo-. Quiero creer que si perdiera a un ser muy querido buscaría consuelo en la fe en la resurrección según las promesas de Dios -añadió, avergonzado al descubrir que le temblaba la voz. Un repentino frío se apoderó de él cuando penetró en su mente la imagen de Charlotte y los niños, sin él, en un lugar que él nunca había visto siquiera. ¿Estaban fuera de peligro? ¡Aún no había tenido noticias de ellos! ¿Les estaba protegiendo de la mejor manera, y lo estaba haciendo lo suficientemente bien? ¿Y si no era así? ¿Y si Voisey se aprovechaba de ello para vengarse? Podía ser una venganza burda, obvia y demasiado rápida, que podía resultar peligrosa para él… pero también exquisitamente dolorosa para Pitt… y definitiva. Si ellos morían, ¿qué sentido tendría la vida para él?

Miró al anciano abatido que tenía delante, tan embargado por su pérdida que parecía impregnar el aire de la habitación, haciendo que sintiese en su propia carne el dolor. Si él estuviera en su situación, ¿se comportaría de otro modo? ¿No era absurdo e increíblemente arrogante, el indicio de una estupidez complaciente, estar tan seguro de que él nunca recurriría a médiums, cartas de tarot, hojas de té o cualquier cosa que llenara el vacío en el que habitaba solo, en medio de un universo lleno de desconocidos a cuyo corazón no podía llegar?

– Al menos eso espero -volvió a decir-. Pero, por supuesto, no lo sé.

Los ojos de Wray se llenaron de lágrimas que le corrieron por las mejillas sin que llegase a parpadear.

– ¿Tiene familia, señor Pitt?

– Sí, tengo mujer y dos hijos. -¿Agravaría su dolor al decírselo?

– Es afortunado. Dígales todo lo que desea decirles mientras esté a tiempo. No deje pasar un solo día sin dar gracias a Dios por lo que le ha dado.

Pitt hizo un esfuerzo por recordar qué le había llevado allí. Debía convencerse de una vez por todas de que Wray no era el hombre que aparecía representado con el cartucho en la agenda de Maude Lamont.

– Lo intentaré -prometió-. Por desgracia, debo hacer lo posible por averiguar cómo murió Maude Lamont e impedir que acusen a la persona equivocada de haberla matado.

Wray le miró sin comprender.

– Si era algo ilegal, debe intervenir la policía, por penoso que sea. Comprendo perfectamente que no quiera involucrarla, pero me temo que moralmente no tiene otra elección.

Pitt sintió una punzada de vergüenza por confundir deliberadamente a aquel hombre.

– Ya está involucrada, señor Wray. Pero una de las personas que estuvo presente la última noche es la esposa de un hombre que va a presentarse candidato al Parlamento, y la tercera persona es alguien que desea mantener en secreto su identidad, y hasta la fecha lo ha logrado.

– ¿Y quiere saber quién es? -dijo Wray en un momento de sorprendente clarividencia-. Aunque lo supiera, señor Pitt, si me lo hubieran dicho confidencialmente no podría revelarle a usted ese secreto. Lo único que podría hacer sería aconsejar al hombre en cuestión con todas mis fuerzas que fuera franco con usted. Pero antes le habría aconsejado, con todos los argumentos a mi alcance, que abandonase definitivamente una práctica tan dañina y peligrosa como es jugar con lo que saben los muertos. La única forma de averiguar algo de forma virtuosa es a través de la oración. -Sacudió ligeramente la cabeza-. ¿Qué le ha hecho pensar que yo podía ayudarle? No lo comprendo.

Pitt improvisó en un arrebato de ingenio.

– Tiene fama como entendido en el tema, y por su enérgica oposición a ello. Pensé que tal vez me podía ofrecer información útil sobre los médiums, en particular sobre la señorita Lamont. Es muy famosa.

Wray suspiró.

– Me temo que los pocos conocimientos que tengo son generales, y no particulares. Y últimamente mi memoria no es tan buena como solía serlo. Olvido cosas, y lamento decir que tengo tendencia a repetirme. Cuento los chistes que me hacen gracia demasiadas veces. La gente es muy amable, aunque yo casi preferiría que no lo fuera. Ahora nunca sé si ya he mencionado antes lo que estoy diciendo o no.

Pitt sonrió.

– ¡No me ha dicho nada dos veces!

– No le he contado ningún chiste -dijo Wray con tristeza-. Ni hemos almorzado aún, y seguramente le enseñaré cada flor al menos dos veces.

– Una flor merece contemplarse al menos dos veces -respondió Pitt.

Poco después llegó Mary Ann para decirles con cierto nerviosismo que la comida estaba lista, y se dirigieron al pequeño comedor, donde Pitt comprobó que la joven se había tomado la molestia de procurar que resultase aún más atractivo. En la mesa había un jarrón de porcelana con flores, un mantel cuidadosamente planchado con una vajilla de porcelana que tenía el borde azul y una cubertería bien reluciente. Mary Ann sirvió una espesa sopa de verduras con pan crujiente, mantequilla, un tierno queso blanco que se desmenuzaba y un escabeche casero que Pitt supuso que era de ruibarbo. Todo aquello hizo que se diera cuenta de lo mucho que echaba de menos los toques domésticos en su propia casa ahora que Charlotte y Gracie estaban fuera.

El postre era una tarta de ciruelas con nata muy espesa. Se abstuvo de hacer más preguntas con un gran esfuerzo.

Wray parecía contento de poder comer en silencio. Tal vez le bastaba con tener a alguien sentado delante.

Después se levantaron y salieron a admirar el jardín. Solo entonces Pitt vio en el aparador un folleto que anunciaba los poderes de Maude Lamont, en el que se ofrecía a traer de vuelta a los desconsolados los espíritus de los seres queridos que habían fallecido y así darles la oportunidad de decirles todas las cosas importantes que la muerte les había impedido mencionar.

Wray se había adelantado y había salido al sol, deslumbrado por su reflejo en las flores brillantes y el limpio color blanco de la cerca pintada. Casi tropezándose con el umbral de la puerta vidriera, Pitt salió detrás de él.

Capítulo 8

El obispo Underhill no pasaba mucho tiempo hablando personalmente con sus feligreses. Cuando lo hacía era fundamentalmente en ocasiones formales: bodas, confirmaciones, algún que otro bautizo. Sin embargo, una de las obligaciones de su cargo consistía en estar disponible para aconsejar a los clérigos de su diócesis, y cuando tenían alguna carga espiritual, era razonable que acudieran a él en busca de ayuda y consuelo.

Isadora estaba acostumbrada a ver a hombres angustiados de todas las edades, desde coadjutores abrumados por sus responsabilidades o sus ambiciones de adquirir más, hasta clérigos de alto rango que a veces creían que no iban a dar abasto a la hora de atender a sus feligreses y ocuparse de las tareas administrativas.