Выбрать главу

A los que más temía ella era a los desconsolados, los que habían perdido a una esposa o un hijo y acudían en busca de un mayor consuelo y fortaleza en su fe que los que podían ofrecerles sus rituales diarios. Podían apoyar a otras personas, pero a veces les abrumaba su propia aflicción.

Aquel día era el pastor Arthur Patterson, que había perdido a su hija en el parto. Era un hombre entrado en años y de cuerpo enjuto, y permanecía sentado en el gabinete del obispo con la cabeza inclinada y la cara medio oculta entre las manos.

Isadora apareció con la bandeja de té y la dejó en la mesa pequeña. No se dirigió a ninguno de los dos hombres; se limitó a llenar las dos tazas en silencio. Conocía a Patterson lo suficientemente bien para no tener la necesidad de preguntarle si quería leche o azúcar.

– Creí que lo entendería -dijo Patterson desesperado-. ¡He sido pastor de la Iglesia durante casi cuarenta años! Sabe Dios a cuánta gente he ofrecido consuelo cuando ha perdido a alguien, y ahora todas esas palabras que he dicho con tanta dedicación no significan nada para mí. -Miró al obispo-. ¿Por qué? ¿Por qué no las creo cuando me las digo a mí mismo?

Isadora esperaba que el obispo respondiera que todo se debía a la conmoción, la indignación ante el dolor, y que debía darse tiempo para curarse. Hasta la muerte que es esperada constituye algo inmenso y extraño que requiere coraje para hacerle frente, tanto en el caso de un hombre dedicado al servicio de Dios como en el de cualquier otro. La fe no es una certeza, y el hecho de creer no hace que el dolor desaparezca.

El obispo parecía buscar las palabras adecuadas. Tomó aire y lo expulsó en un suspiro.

– Querido amigo, todos experimentaremos grandes pruebas de fe a lo largo de nuestras vidas. Estoy seguro de que en estos momentos sabrá estar a la altura con su habitual fortaleza. Usted es un hombre bueno, no le quepa la menor duda.

Patterson levantó la vista hacia él; el sufrimiento resultaba tan patente en su cara que parecía como si no hubiera reparado en la presencia de Isadora.

– Si soy un hombre bueno, ¿por qué me ha pasado esto a mí? -suplicó-. ¿Y por qué no siento nada más que confusión y dolor? ¿Por qué no veo la mano de Dios ni un susurro de lo divino por ninguna parte?

– Lo divino es un misterio infinito -respondió el obispo, mirando fijamente más allá de la cabeza de Patterson, en dirección a la pared del fondo, con una expresión de intensa preocupación. Parecía como si no viera más consuelo que el que veía el mismo Patterson-. Está fuera de nuestro alcance. Tal vez no estamos hechos para comprenderlo.

La angustia deformó las facciones de Patterson, e Isadora, que procuraba no moverse por miedo a hacerse notar, creyó que el hombre estaba a punto de gritar de frustración, ante la imposibilidad de encontrar respuestas a su alcance.

– ¡No tiene ningún sentido! -gritó, con voz estrangulada-. Estaba viva, totalmente viva, con la niña en sus entrañas. Resplandecía de alegría a medida que se acercaba la hora… y de pronto no hubo más que sufrimiento y muerte. ¿Cómo pudo ser? ¿Cómo? ¡No tiene sentido! Es cruel y desproporcionado, y estúpido, como si el universo no tuviera sentido. -Rompió a llorar-. ¿Por qué me he pasado la vida diciendo a la gente que hay un Dios justo que nos ama, que todo forma parte de un plan perfecto que algún día veremos realizado? Y cuando yo mismo necesito convencerme de ello… no encuentro más que oscuridad… y silencio. ¿Por qué? -Su voz adquirió un tono más apremiante y airado-. ¿Por qué? ¿Toda mi vida ha sido una farsa? Dígame.

El obispo vaciló, incómodo, cambiando el peso del cuerpo al otro pie.

– ¡Dígamelo! -gritó Patterson.

– Querido amigo… -balbuceó el obispo-. Querido… amigo, estamos viviendo tiempos oscuros… Todos pasamos por ellos, tiempos en que el mundo parece monstruoso. El miedo lo cubre todo como la noche, y el amanecer es… inimaginable…

Isadora no pudo soportar más.

– Señor Patterson, su sensación de pérdida es terrible, desde luego -dijo con tono apremiante-. Si de verdad ama a alguien, su muerte tiene que dolerle, pero más aún si es alguien joven. -Dio un paso al frente, sin atender a la expresión sorprendida del obispo-. Pero la pérdida forma parte de nuestra experiencia humana, tal como Dios ha querido que sea. El hecho de que nos duela hasta situarnos al límite de nuestra capacidad de aguante es la clave. Al final todo se reduce a una pregunta: ¿confía usted en Dios o no? Si es así, debe soportar el dolor hasta que lo haya superado. Si no, será mejor que se examine y empiece a preguntarse en qué cree exactamente. -Bajó ligeramente la voz-. Creo que descubrirá que sus experiencias personales le dicen que su fe está ahí… no todo el tiempo, pero sí la mayor parte de él. Y con eso basta.

Patterson la miró asombrado. La angustia disminuyó a medida que empezaba a considerar lo que ella había dicho.

El obispo se volvió hacia ella; la incredulidad redujo la tensión de su cara hasta que tuvo exactamente la misma expresión que cuando dormía, un misterioso vacío esperando a ser llenado con pensamientos.

– La verdad, Isadora… -empezó a decir, y luego volvió a interrumpirse. Saltaba a la vista que no sabía cómo lidiar con ella o con Patterson, pero por encima de ambos había una profunda emoción que superaba incluso su cólera o su embarazo. Su habitual complacencia se había desvanecido; Isadora estaba tan acostumbrada a la sutil confianza del obispo en su capacidad para responder a todas las cuestiones que su ausencia era como una herida en carne viva.

Se volvió hacia Patterson.

– La gente no muere porque sea buena o mala -dijo ella con firmeza-. Y desde luego no lo hace para castigar a otra persona. Esa idea es monstruosa y destruiría los conceptos del bien y del mal. Hay montones de razones, pero muchas de ellas se limitan sencillamente a la mala suerte. Lo único a lo que podemos aferrarnos en cualquier momento, es a la certeza de que Dios es dueño de un destino más amplio, y no necesitamos saber cuál es. De hecho, no lo entenderíamos si nos lo dijeran. Lo único que necesitamos es confiar en El.

Patterson parpadeó.

– Hace que parezca muy simple, señora Underhill.

– Es posible. -Ella sonrió con repentina tristeza ante la fuerza de las enseñanzas que había adquirido a partir de sus propias oraciones desatendidas, y la soledad que a veces era casi insoportable-. Pero no es lo mismo que decir que es fácil. Eso es lo que debería hacerse. No digo que yo pueda hacerlo mejor que usted o que cualquier otra persona.

– Es usted muy sabia, señora Underhill. -Patterson la miró con gravedad, tratando de descifrar en su rostro la experiencia que le había enseñado tales cosas.

Isadora se volvió. La experiencia en cuestión era demasiado delicada para compartirla con nadie, y si él intuía algo, traicionaría por entero a Reginald. Ninguna mujer que era feliz en su matrimonio sentía aquella desolación dentro de ella.

– Beba el té mientras todavía está caliente -aconsejó ella-. No resuelve los problemas, pero nos da fuerzas para intentarlo. -Y sin esperar una respuesta, salió de la habitación y cerró la puerta con sigilo detrás de ella.

Una vez en el pasillo, se apoderó de ella la sensación de haberse entrometido. En toda su vida de casada nunca había usurpado de aquel modo el papel de su marido. El suyo consistía en apoyar, ofrecer sostén y ser discreta y leal. Acababa de violar casi todas las reglas existentes. Le había hecho parecer totalmente inepto frente a uno de sus subordinados.

¡No! Eso era injusto. ¡Se había comportado como un inepto! ¡Ella no había sido la causante! Él había vacilado cuando debería haberse mostrado firme, lleno de serena confianza, un ancla para cuando Patterson se viera sacudido por las tempestades, al menos temporalmente, que escapaban a su control.

¿Por qué? ¿Qué diablos le pasaba a Reginald? ¿Por qué no había podido expresar con vehemencia y convicción que Dios nos amaba a todos (hombres, mujeres y niños), y que cuando algo nos resultaba incomprensible debíamos recurrir a la confianza? Ese es el significado de la fe. La mayoría de nosotros solo nos sentimos capaces de aferramos a la fe cuando tenemos o creemos tener todo lo que queremos. Pero la única forma de medir algo es poniéndolo a prueba.