Volvió a la cocina para hablar con la cocinera de la cena del día siguiente. Esa noche ella y el obispo iban a asistir a otra de esas recepciones políticas interminables. Sin embargo, solo faltaban unos días para las elecciones y entonces, al menos, ese tipo de cosas terminarían.
¿Qué tenía ante sí? Solo variaciones de lo mismo, prolongándose en una soledad infinita.
Se encontraba de nuevo en la sala de estar cuando oyó que Patterson se marchaba y supo que en unos minutos el obispo entraría para enfrentarse a ella por su intrusión. Esperó, preguntándose qué iba a decir. ¿Sería más sencillo a la larga limitarse a disculparse? Nada justificaba lo que había hecho. Le había desacreditado ofreciendo el consuelo que debería haber dado él.
Un cuarto de hora después seguía esperando, cuando él entró por fin en la habitación. Estaba pálido, y ella esperaba que el estallido de cólera se produjera en cualquier momento. Pero seguía negándose a entonar una disculpa.
– Pareces agotado -comentó, con menos compasión de la que sabía que debían sentir, lo cual hizo que se avergonzase sinceramente. Debería haberle importado. De hecho, él se desplomó en la silla como si realmente estuviera bastante enfermo-. ¿Qué te pasa en el hombro? -Trató de compensar su indiferencia al ver que hacía una mueca y se frotaba el brazo mientras cambiaba ligeramente de postura.
– Un poco de reumatismo -respondió-. Es muy doloroso. -Sonrió, con un gesto forzado que desapareció casi al instante-. Debes hablar con la cocinera. Últimamente la calidad de la comida está bajando. No he sufrido mayor indigestión en toda mi vida.
– ¿Tal vez un poco de leche y arrurruz? -sugirió Isadora.
– ¡No puedo vivir de leche y arrurruz el resto de mis días! -replicó él-. ¡Necesito que mi casa funcione como Dios manda y que se sirva comida comestible! Si prestaras atención a tus obligaciones en lugar de inmiscuirte en las mías, no tendríamos ese problema. Eres responsable de mi salud y deberías preocuparte por ella en lugar de intentar consolar a alguien como el pobre Patterson, que se desmorona ante las vicisitudes de la vida.
– La muerte -le corrigió ella.
– ¿Qué? -El obispo levantó una mano y la miró furioso. Estaba realmente pálido y tenía el labio superior cubierto de sudor.
– Es la muerte lo que le resulta imposible aceptar -señaló Isadora-. Era su hija. Debe de ser terrible perder a un hijo, aunque Dios sabe que les sucede a bastantes personas. -Ocultó el doloroso vacío que sentía en su interior ante la imposibilidad de que aquello llegase a ocurrirle a ella. Había lidiado con él hacía años; solo de vez en cuando volvía inesperadamente y la sorprendía.
– No era una niña -replicó él-. Tenía veintitrés años.
– Por el amor de Dios, Reginald, ¿qué demonios tiene que ver la edad con eso? -Cada vez le costaba más esfuerzo no perder los estribos-. De todos modos, no importa cuál sea la causa de su dolor. Nuestra tarea consiste en tratar de darle consuelo, o al menos asegurarle que cuenta con nuestro apoyo y que con el tiempo la fe eliminará su dolor. -Respiró hondo-. Incluso si ese momento no llega hasta la otra vida. Seguramente esa es una de las principales funciones de la Iglesia: brindar fuerzas frente a las pérdidas y congojas que el mundo no puede aliviar.
El se levantó de pronto, tosiendo y llevándose una mano al pecho.
– La tarea de la Iglesia, Isadora, consiste en mostrar el camino moral de modo que los que tenemos fe podamos alcanzar la… -Se interrumpió.
– Reginald, ¿estás enfermo? -preguntó ella, que comenzaba a creer que efectivamente lo estaba.
– ¡No, por supuesto que no estoy enfermo! -exclamó él furioso-. Solo estoy cansado y tengo indigestión… y un poco de reumatismo. ¡Te agradecería que dejaras las ventanas abiertas o cerradas, y no entreabiertas, que es lo que causa más corrientes de aire! -Su voz era áspera, e Isadora se sorprendió al percibir en ella lo que le pareció una nota de miedo. ¿Se debía al evidente fracaso en su intento por ayudar a Patterson? ¿Acaso temía que le descubrieran alguna debilidad, que vieran que no estaba a la altura?
Trató de recordar alguna otra ocasión en que le hubiese oído reconfortar a los desconsolados o a los moribundos. Seguramente se había mostrado más firme… Las palabras habían acudido a él con fluidez: citas de las Escrituras, sermones anteriores, palabras de los grandes hombres de la Iglesia. Tenía una voz bonita; era la única cualidad física que nunca había dejado de agradarle, incluso en esos momentos.
– ¿Estás seguro de que te sientes…? -No sabía a ciencia cierta lo que quería decir. ¿Iba a presionarle para escuchar una respuesta que no quería oír?
– ¿Qué? -preguntó él, volviéndose en el umbral-. ¿Enfermo? ¿Por qué lo preguntas? Ya te lo he dicho, es indigestión y un poco de agarrotamiento. ¿Por qué? ¿Crees que es otra cosa, algo más grave?
– No, por supuesto que no -se apresuró a responder ella-. Tienes toda la razón. Perdóname por haber armado tanto alboroto. Me ocuparé de que la cocinera tenga más cuidado con las especias y las pastas. Y con el pavo… El pavo es muy indigesto.
– ¡Hace años que no comemos pavo! -exclamó él indignado, y salió por la puerta.
– Lo comimos la semana pasada -dijo ella para sí-. En casa de los Randolph. ¡Y no te sentó bien!
Isadora se arregló con gran esmero para la recepción.
– ¿Es una ocasión especial, señora? -preguntó su doncella con interés y un poco de curiosidad, mientras le recogía el pelo en lo alto para que luciera el mechón blanco que tenía justo a la derecha del pico entre las entradas. Era asombroso y ella no trataba de esconderlo.
– No espero que sea especial -respondió Isadora, burlándose un poco de sí misma-. Pero me encantaría que pasara algo excepcional. Promete ser una velada indescriptiblemente aburrida.
Martha no sabía muy bien qué decir, pero captó perfectamente la idea. Isadora no era la primera señora para la que había trabajado que ocultaba una profunda inquietud tras una fachada de buena conducta.
– Sí, señora -dijo obediente, y siguió peinándola de un modo un poco más extremado y realmente favorecedor.
El obispo no hizo ningún comentario sobre el aspecto de su mujer: llevaba un exagerado peinado y un vestido verde océano con su corpiño ceñido de forma atrevida, que se cruzaba a muy baja altura sobre su pecho y estaba cubierto de exquisito encaje blanco, el mismo que se entreveía donde la falda tenía cortes y la seda caía recta hasta el suelo por delante, y en amplios pliegues por la espalda. La observó y volvió a apartar la mirada mientras la ayudaba a subir al carruaje y ordenaba al cochero que se pusiera en camino.
Ella permaneció sentada a su lado a la tenue luz y se preguntó cómo sería vestirse para un hombre que la mirara con deleite, que se recreara con el color y diseño de su vestido, que apreciara cómo le favorecía y, por encima de todo, que la encontrara muy hermosa. Había algo encantador en casi todas las mujeres, tal vez no fuera más que un instante de gracilidad o una inflexión de la voz, pero encontrar a alguien que lo apreciara debía de ser como desplegar las alas y sentir el sol en la cara.
El hecho de que él nunca hablara con ella de modo íntimo o con placer la consumía por dentro de tal modo que debía hacer un gran esfuerzo para mantener la cabeza alta, sonreír y caminar como si creyera en sí misma.
De nuevo se permitió fantasear. ¿ Le habría gustado a Cornwallis su vestido? Si se hubiera vestido para él, ¿se habría quedado al pie de la escalera y la habría visto bajar con una mirada de asombro, hasta con cierto respeto reverencial, al comprobar lo hermosa que podía estar una mujer y reparar en las sedas, los encajes y el perfume, todas las cosas con las que tan poco familiarizado estaba?