¡Basta! Debía controlar su imaginación. Se ruborizó ante sus propios pensamientos y se volvió deliberadamente hacia el obispo para decir algo, cualquier cosa que rompiera el hechizo de su fantasía.
Sin embargo, durante todo el trayecto él guardó un silencio muy poco propio de él, como si no fuera consciente de que ella estaba a su lado. Por lo general, hablaba de quién iba a asistir a la reunión, y enumeraba sus virtudes y defectos, y comentaba qué cabía esperar de ellos en términos de contribución al bienestar de la Iglesia en general, y de su diócesis en particular.
– ¿Qué crees que podemos hacer para ayudar al pobre señor Patterson? -preguntó Isadora por fin cuando casi habían llegado-. Parece que lo está pasando muy mal.
. -Nada -respondió el obispo, volviéndose-. La mujer ha muerto, Isadora. No se puede hacer nada ante la muerte. Está ahí, delante de nosotros y a nuestro alrededor esperándonos de forma inexorable. Digamos lo que digamos a la luz del día, cuando liega la noche no sabemos de dónde venimos y no tenemos ni idea de adónde nos dirigimos… si es que hay algún lugar al que ir. No te muestres condescendiente con Patterson diciéndole lo contrario. Si descubre la fe, lo hará él solo. No puedes ofrecerle la tuya, suponiendo que la tengas y no estés diciendo simplemente lo que tú misma quieres oír, como la mayoría de la gente. Ahora será mejor que te prepares, estamos a punto de llegar.
El carruaje se detuvo, y se apearon y subieron las escalinatas mientras se abría la puerta principal. Como siempre, les anunciaron formalmente. En otro tiempo Isadora se emocionaba al oír llamar a Reginald por su título. Le parecía que tenía infinitas posibilidades, que era más meritorio que un título nobiliario porque no se heredaba, sino que era concedido por Dios. Se quedó contemplando el despliegue de sonidos y colores que tenía ante sí mientras entraba en la sala del brazo de él. En ese momento no le parecía más que un honor concedido por hombres a alguien que había encajado en su modelo, que había complacido a la gente adecuada y había evitado ofender a nadie. No era el más apto, osado y valiente para cambiar vidas, sino sencillamente el que menos probabilidades tenía de poner en peligro lo existente, lo conocido y cómodo. Era un conservador a ultranza que defendía todo lo presente en aquel lugar, ya fuera bueno o malo.
Les presentaron y ella le siguió un paso por detrás, saludando a la gente con una sonrisa y una respuesta educada. Trató de mostrarse interesada por ellos.
– El señor Aubrey Serracold -le dijo lady Warboys-. Se presenta para el escaño en Lambeth sur. El obispo Underhill y su esposa.
– Encantada, señor Serracold -respondió Isadora educadamente, y de pronto se dio cuenta de que, después de todo, había algo en él que le llamaba la atención.
Él le respondió con una sonrisa y la miró a los ojos con un regocijo secreto, como si ambos fueran conscientes de la misma broma absurda que el honor les obligaba a representar delante de aquel público. El obispo pasó a la siguiente persona e Isadora se sorprendió a sí misma devolviendo la sonrisa a Aubrey Serracold.
Tenía la cara alargada y un mechón de su pelo rubio le caía por encima de una ceja. Recordó haber oído en alguna parte que era el segundo hijo de un marqués o algo por el estilo, y que podría haber utilizado el tratamiento de «lord», pero había preferido no hacerlo. Se preguntó cuáles eran sus opiniones políticas. Esperaba que tuviera alguna y no estuviera buscando únicamente un nuevo pasatiempo para aliviar el aburrimiento.
– No me diga, señor Serracold -dijo Isadora con un interés que no tuvo que fingir-. ¿Y a qué partido pertenece?
– No estoy muy seguro de cuál de los dos está dispuesto a hacerse responsable de mí, señora Underhill -replicó él con una ligera mueca-. He sido lo bastante ingenuo para expresar unas cuantas opiniones personales que no han sido precisamente populares a nivel universal.
Un tanto a su pesar, Isadora se sintió interesada, y su curiosidad debió de reflejarse en su cara, porque él se explicó inmediatamente.
– Para empezar, he cometido el pecado imperdonable de dar prioridad al proyecto de ley de la jornada de ocho horas por encima del relacionado con el autogobierno irlandés. No veo por qué no podemos comprometernos a aprobar ambos, y con ello obtener el apoyo de más gente y un poder que sirva de base para realizar otras reformas muy necesarias, empezando por devolver el Imperio a sus habitantes legítimos.
– No estoy segura sobre el tema del Imperio, pero el resto suena sumamente razonable -convino ella-. Demasiado para que se convierta en ley.
– Es usted una cínica -dijo él con fingida desesperación.
– Mi marido es obispo -respondió ella.
– ¡ Ah! Por supuesto… -Se vio obligado a interrumpir su réplica ante la necesidad de saludar a las tres personas que se unieron a ellos, entre ellas su mujer, a quien Isadora no conocía, aunque había oído hablar de ella con tanta inquietud como admiración.
– Encantada, señora Underhill. -Rose le devolvió el saludo con fingido interés. Isadora no estaba mezclada en asuntos de política ni seguía realmente la moda, a pesar de su vestido verde océano. Era una mujer de elegancia conservadora que poseía esa clase de belleza que no cambia.
Rose Serracold, en cambio, era escandalosamente vanguardista. Su vestido era una combinación de satén color burdeos y encaje de guipur que creaba un contraste de lo más espectacular con su cabello asombrosamente rubio, como la mezcla de sangre y nieve. Sus brillantes ojos color aguamarina parecían examinar a todos los invitados con una suerte de avidez, como si buscara a una persona en particular que no encontraba.
– El señor Serracold me estaba hablando de las reformas que desea llevar a cabo -dijo Isadora para trabar conversación.
Rose le dedicó una sonrisa deslumbrante.
– Estoy segura de que usted tiene sus propias ideas acerca de tales necesidades -respondió-. Sin duda, en su ministerio su marido debe de tener plena conciencia de la pobreza y las injusticias que podían aliviarse con leyes más justas. -Dijo aquello desafiando a Isadora a que se declarase ignorante en tales lides y quedase, por tanto, como una hipócrita en relación con el cristianismo que profesaba a través del obispo.
Isadora respondió sin pararse a medir sus palabras.
– Por supuesto. Lo que me cuesta imaginar no son los cambios, sino cómo llevarlos a cabo. Para que una ley sea buena debe hacerse respetar, y debe existir un castigo que seamos capaces de infligir con plena disposición si se viola, como seguramente haremos, aunque solo sea para ponernos a prueba.
Rose se mostró encantada.
– ¡Ha pensado realmente en ello! -Su sorpresa era palpable-. Discúlpeme por haber cuestionado su franqueza. -Bajó la voz, de modo que solo la oyeran los que estaban cerca de ellas, y siguió hablando a pesar del repentino silencio que se había hecho mientras los demás aguzaban el oído-: Tenemos que hablar, señora Underhill. -Alargó su elegante mano, de dedos esbeltos y guarnecidos de anillos, separó a Isadora del grupo en el que se habían encontrado más o menos por azar-. Disponemos de un tiempo terriblemente escaso -continuó-. Debemos ir más allá del partido si queremos hacer realmente el bien. La abolición de las tasas para la enseñanza primaria que conseguimos el año pasado ya ha obtenido efectos maravillosos, pero eso solo es el principio. Debemos hacer mucho más. El libre acceso a la educación es la única solución duradera a la pobreza. -Tomó aire y luego continuó-: Debemos abrir el camino para que las mujeres sean capaces de restringir sus familias. La pobreza y el agotamiento, tanto físico como mental, son el resultado inevitable de tener un hijo tras otro sin disponer de fuerzas para cuidarlos, ni dinero para darles de comer o vestir. -Volvió a mirar a Isadora con una expresión de sincero desafío en sus ojos-. Y le pido disculpas si esto va en contra de sus convicciones religiosas, pero ser la esposa de un obispo y ocupar la residencia que se les ha proporcionado es muy distinto de estar en un par de habitaciones sin agua corriente y con un pequeño fuego, tratando de mantener a una docena de niños limpios y alimentados.