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Luego el presente regresó como una ola: humano, ajetreado, controvertido, ensimismado. Salisbury y su compañero entraron en el comedor, y Pitt y Jack Radley salieron. Habían recorrido veinte metros por el pasillo cuando Jack habló.

– ¿Quién iba con Salisbury? -preguntó-. ¿Lo conoces?

– Sir Charles Voisey -respondió Pitt, sobresaltándose al oír su voz áspera-. El futuro candidato parlamentario por Lambeth sur.

Jack se detuvo.

– ¡Ese es el distrito de Serracold!

– Sí… -respondió Pitt con calma-. Sí… lo sé.

Jack espiró muy despacio; en su rostro se reflejó la comprensión, y el origen del miedo.

Capítulo 2

Pitt se sentía terriblemente solo en la casa sin Charlotte y los niños. Echaba de menos la calidez, las risas, la excitación, hasta las peleas. No se oía el repiqueteo de los tacones de Gracie, ni sus comentarios irónicos; su única compañía eran los dos gatos, Archie y Angus, que dormían hechos un ovillo en las zonas iluminadas por la luz del sol que entraba por las ventanas de la cocina.

Pero cada vez que recordaba la mirada llena de odio de Voisey, se sentía tan profundamente aliviado al pensar que su familia estaba fuera de Londres, donde ni Voisey ni ningún otro miembro del Círculo Interior podría encontrarla, que se quedaba sin aliento. Una pequeña casa de campo en una aldea en los límites de Dartmoor era el lugar más seguro posible. Aquella certeza le permitía hacer todo lo que estaba en su mano por impedir que Voisey obtuviera el escaño y empezara su ascenso a un poder que corrompería la conciencia del país.

Sin embargo, mientras desayunaba sentado a la mesa de la cocina una tostada carbonizada, mermelada casera y té preparado en una gran tetera, se sintió acobardado ante una tarea tan imprecisa, tan incierta. No había un misterio que resolver, ni explicaciones que ofrecer, ni nada específico que buscar. Su única arma era la información de que disponía. El escaño que se disputaba Voisey hacía años que era liberal. ¿Qué electores esperaba que cambiasen de voto? Representaba a los tories, la única alternativa frente a los liberales con alguna posibilidad de formar gobierno, a pesar de que la opinión de la mayoría era que esta vez el señor Gladstone ganaría, aunque su mandato no duraría mucho.

Pitt cogió otra tostada de la rejilla y la untó con mantequilla. A continuación extendió una gruesa capa de mermelada. Le gustaba su sabor, tan agrio que parecía embargarle los sentidos.

¿Se proponía Voisey conquistar el terreno neutral entre los dos partidos y aumentar así sus votos? ¿O desilusionar a los más pobres y empujarlos hacia el socialismo, dividiendo así el sector de votantes de la izquierda? ¿Contaba con un arma escondida hasta entonces con la que perjudicar a Aubrey Serracold y mermar así su campaña electoral? No podía hacer las tres cosas abiertamente. Pero con el respaldo del Círculo Interior no necesitaba actuar abiertamente. Nadie a excepción de los capitostes -tal vez nadie a excepción del mismo Voisey- conocía los nombres o los cargos de todos sus miembros, o incluso cuántos eran.

Pitt terminó la tostada, se bebió lo que quedaba de té y dejó los platos donde estaban. La señora Brady los fregaría cuando llegara, y sin duda volvería a dar de comer a Archie y Angus. Eran las ocho de la mañana y había llegado el momento de obtener más información sobre el programa electoral de Voisey, los temas en los que se iba a basar su campaña, las personas que le apoyaban abiertamente y el lugar donde iba a hablar. Gracias a Jack había descubierto algo relacionado con Serracold, pero no bastaba.

En la ciudad hacía calor y había polvo, y estaba atestada de tráfico de todos los ámbitos: el comercio, los negocios y el recreo. Había vendedores callejeros que pregonaban sus mercancías en casi cada esquina, y coches con damas que habían salido a ver los monumentos y se protegían la cara del sol con una colección de sombrillas de bonitos colores que parecían enormes flores demasiado abiertas. Pasaban carros pesados que transportaban fardos de mercancías, carretas de leche y verduras, ómnibus y las habituales hordas de coches de punto. Hasta las aceras estaban abarrotadas, y Pitt tuvo que abrirse paso haciendo eses entre la gente. El ruido asaltaba los oídos y la mente del viandante: las voces que parloteaban, los gritos de los vendedores que anunciaban un centenar de artículos en venta, el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines, el tintineo de los arreos, los aullidos de frustración de los cocheros, el golpeteo de los cascos de los caballos…

Habría preferido que Voisey hubiera sabido lo menos posible de él, pero después de su encuentro en la Cámara de los Comunes el interés de Pitt ya no era ningún secreto. Lo lamentaba, pero no podía hacer nada para enmendarlo, y tal vez ya era inevitable; hubiera sido mejor posponerlo, aunque solo fuera por poco tiempo. Voisey tal vez habría estado demasiado absorto en sus batallas políticas y la emoción de la campaña electoral para advertir el interés que mostraba una persona más por él.

Hacia las cinco de la tarde Pitt sabía los nombres de las personas que apoyaban la candidatura de Voisey, tanto públicamente como en privado; al menos de aquellas de las que se tenía constancia. También sabía que los puntos que defendía Voisey eran los valores de la corriente tradicional tory del comercio y el Imperio. Era evidente que iban a atraer a los terratenientes, industriales y magnates de las compañías navieras, pero el voto se había extendido hasta el hombre corriente que no tenía más que su casa o habitaciones alquiladas por más de diez libras al año, y que eran los defensores lógicos de los sindicatos y del Partido Liberal.

El hecho de que pareciera imposible que Voisey ganara el escaño preocupaba a Pitt mucho más que si hubiera visto una brecha, un punto débil que se pudiera explotar. Significaba que el ataque venía de un flanco del que no sabía cómo protegerse, y ni siquiera tenía idea de dónde estaba su punto vulnerable.

Se dirigió al sur del río, en dirección a los muelles y las fábricas a la sombra de la estación ferroviaria de London Bridge, con la intención de sumarse a la multitud de trabajadores para escuchar el primer discurso público que iba a pronunciar Voisey. Le intrigaba enormemente ver cómo se comportaba, así como la clase de respuesta que recibía.

Se detuvo en una de las tabernas y tomó una ración de pastel de carne y una jarra de sidra, prestando atención a las conversaciones de las mesas de alrededor. Se oían muchas carcajadas, pero debajo de ellas se percibía una inconfundible nota de amargura. Solo oyó una alusión a los irlandeses o al controvertido problema del autogobierno, y hasta eso se trató medio en broma. Pero el tema de la jornada laboral provocó resentimiento y un apoyo considerable a los socialistas, aunque apenas nadie parecía conocer los nombres de ninguno. Pitt no oyó mencionar a Sydney Webb o a William Morris, ni al elocuente y vociferante dramaturgo Shaw.

Hacia las siete estaba delante de una de las puertas de la fábrica; los lados planos y grises de los edificios se elevaban en el aire lleno de humo. A lo lejos se oía el rítmico golpeteo de la maquinaria, y el olor de los gases del coque y los ácidos le irritó la garganta. A su alrededor había más de cien hombres vestidos con uniforme marrón y gris, cuya tela estaba desteñida y remendada una y otra vez, deshilachada por los puños y gastada por los codos y las rodillas. Muchos de ellos llevaban gorras de tela pese a que hacía una tarde agradable y, lo que era todavía más insólito, no llegaba una brisa fría del río. La gorra era una costumbre, casi parte de su identidad.

Pitt pasó inadvertido entre ellos, pues su habitual desaliño constituía un disfraz perfecto. Escuchó sus risas y sus ruidosas bromas a menudo crueles, y percibió el matiz de desesperación que latía en ellas. Y cuanto más escuchaba, menos comprendía cómo Voisey -con su dinero, su situación privilegiada, sus finos modales y ahora también su título-, podía ganarse siquiera a uno de ellos, y no digamos a la mayoría. Él representaba todo lo que les oprimía y lo que creían, justificadamente o no, que les explotaba en su trabajo y les robaba sus gratificaciones. A Pitt le asustaba todo aquello porque sabía demasiado para creer que Voisey fuera un soñador que confiaba en la suerte.