En la calle había varias personas gritando. Los coches de bomberos no tardarían en llegar.
– Sí -asintió Narraway, y una sonrisa de blancos dientes apareció en su cara manchada de humo-. ¡Ya lo creo!
Capítulo 15
Poco se pudo rescatar de los escombros de la casa de Southampton Row, pero los coches de bomberos impidieron al menos que el incendió se extendiera hacia el sur y alcanzara la casa vecina, o avanzara hacia el norte recorriendo Cosmo Place.
Era indudable que la primera explosión se había producido cuando las cortinas habían prendido y el fuego se había propagado hasta los brazos de una lámpara de gas, que había reventado otra cañería maestra de gas en el ala norte de la casa. Esta había dejado escapar el gas y, tan pronto como lo habían alcanzado las llamas, había hecho estallar el salón y sus alrededores.
Pitt y Narraway tuvieron la suerte de salir de allí únicamente con unos rasguños y cardenales y la ropa hecha trizas. Habría que esperar hasta que la noche estuviera avanzada, o bien hasta la mañana siguiente, para poder acceder a las ruinas con plena seguridad y ocuparse de los restos de Lena Forrest y el obispo Underhill.
Y a menos que hubiera constancia de una conexión entre Maude Lamont y Voisey en los papeles que tenía la Brigada Especial, ya no habría modo de demostrar nada. En Southampton Row seguro que ya no habría nada que hacer, y Lena Forrest no podría volver a hablar.
Pitt sabía lo que eso significaba. Había muy pocos motivos para congratularse, salvo quizá la certeza de que Rose Serracold no era culpable. Y no tenía ninguna de las pruebas de la conexión con Voisey que esperaban encontrar. Estaba allí, pero era imposible demostrarla, lo que la hacía aún más dolorosa. Voisey podría mirarlos y saber que eran totalmente conscientes de lo que había hecho y de por qué lo había hecho, y de que tendría éxito.
– Voy a ir a Teddington -dijo Pitt, después de caminar durante unos minutos por la acera esquivando a los caballos y los coches de bomberos-. Aunque no pueda demostrar nada, quiero estar seguro de que Francis Wray no se suicidó.
– Iré con usted -dijo Narraway con rotundidad. Y con un amago de sonrisa, añadió-: ¡No lo hago por usted! Tengo suficiente interés en atrapar a Voisey como para correr cierto riesgo, por pequeño que sea. Pero primero será mejor que uno de los dos vaya a Bow Street e informe de lo que ha ocurrido aquí. ¡Les hemos resuelto el caso! -exclamó bastante satisfecho. Luego frunció el entrecejo-. ¿Por qué demonios no está aquí Tellman?
Pitt estaba demasiado cansado para molestarse en mentir.
– Le envié a Devon para que se llevara a mi familia a otra parte. -Vio cómo Narraway se acaloraba-. Voisey sabía dónde estaban. Me lo dijo él mismo.
– ¿Llegó hasta allí?
– Sí -dijo Pitt con infinita satisfacción-. ¡Ya lo creo que lo hizo!
Narraway gruñó. No valía la pena hacer ningún comentario. Parecía que la oscuridad se cerniese alrededor de Pitt, y los comentarios fáciles serían peores que inútiles.
– Hablaré de esto con Wetron -optó por decir-. Usted puede decírselo a Cornwallis. Merece saberlo.
– Lo haré. Y alguien tiene que comunicárselo a la mujer del obispo.
– Cornwallis encontrará a alguien -se apresuró a decir Narraway-. Usted no tiene tiempo. Y de todos modos, no puede ir con ese aspecto.
Llegaron a la esquina de High Holborn. Narraway tomó el primer coche de punto vació que pasó, y Pitt, el segundo.
Isadora volvió a casa después de haberle dicho a Cornwallis que el obispo había ido a Southampton Row. Cuando llegó se sentía desgraciada y terriblemente avergonzada por el paso irrevocable que había dado. Había hecho público el secreto de su marido, y Cornwallis era un policía y no podía tratar aquella información de forma confidencial.
Era posible que el obispo fuera realmente la persona que había matado a la desgraciada médium, aunque cuanto más pensaba en ello, menos creía que él hubiera sido el responsable. Pero no tenía derecho a callarse información basándose en sus propias opiniones cuando no lo sabía con certeza.
Creía que conocía a su marido, pero no había sido para nada consciente de sus crisis de fe, del terror que anidaba en él; un terror que no podía haber surgido de golpe aunque a él se lo hubiera parecido. Aquella debilidad debía de llevar años en estado latente; tal vez siempre había estado allí.
¿Hasta qué punto llegamos a conocer a los demás, sobre todo si no nos importan de forma real y profunda, si no despiertan en nosotros la compasión y el esfuerzo de observar, escuchar, emplear la imaginación y dejar de situarnos a nosotros mismos en primer plano? El hecho de que él no la conociera a ella, o no tuviera particular interés en hacerlo, no era excusa.
Se sentó pensando en todas esas cosas, sin moverse de la silla, sin encontrar nada que le reconfortara o que mereciera la pena hacer hasta que él volviera, con o sin la prueba que buscaba.
¿Qué iba a decirle entonces? ¿Tendría que confesarle que había ido a ver a Cornwallis? Probablemente. No sería capaz de mentirle, de vivir bajo el mismo techo, de sentarse a la mesa frente a él y entablar una conversación trivial ocultando todo el tiempo ese secreto.
¡Por supuesto, siempre había la posibilidad de que la policía le sorprendiera en Southampton Row con la prueba! ¡Entonces él seguramente adivinaría lo que ella había hecho! Nunca la perdonaría. No era un hombre que perdonara. El motivo estaba muy bien, pero la práctica ardía como ácido en sus entrañas.
Seguía sentada sin hacer nada, absorta en sus pensamientos, cuando la criada entró para anunciar que el subcomisario Cornwallis estaba en la sala y quería verla.
A Isadora le dio un vuelco el corazón y por un momento se sintió tan mareada que no pudo levantarse. ¡De modo que era Reginald quien había matado a la médium! Le habían detenido. Le dijo a la criada que iría enseguida, y al ver que se quedaba mirándola, se dio cuenta de que solo había hablado en su imaginación.
– Gracias -dijo en alto-. Le recibiré. -Se levantó muy despacio-. Por favor, no nos interrumpas a menos que te llame… Temo… que pueden ser malas noticias. -Pasó por delante de la joven al salir al pasillo, y entró en la sala y cerró la puerta detrás de ella antes de enfrentarse a Cornwallis.
Por fin le miró. Estaba muy pálido, y mantenía la mirada fija como si algo le hubiera impactado profundamente y tardara en reaccionar de una manera más física. Dio un paso hacia ella y se detuvo.
– Yo… No se me ocurre una manera más delicada de decírselo… -empezó a decir.
Todo pareció girar alrededor de ella. ¡Era cierto! No había creído que pudiera ser verdad, ni siquiera hacía unos momentos.
Sintió cómo las manos de él la sujetaban por los brazos, sosteniendo casi su peso. Era ridículo, pero se le doblaban las rodillas. Retrocedió tambaleándose y se dejó caer en una de las sillas. El estaba inclinado sobre ella, con el rostro crispado por una emoción que le abrumaba.
– El obispo Underhill fue a Southampton Row y habló un rato con el ama de casa, Lena Forrest -decía-. No sabemos exactamente cuál fue la causa, pero hubo un incendio y luego una explosión que hizo estallar la cañería maestra del gas.
Isadora parpadeó.
– ¿Está… herido? -¿Por qué no preguntaba lo que era realmente importante: «¿Es culpable?»?
– Me temo que luego hubo otra explosión, más grande -dijo él en voz baja-. Murieron los dos. Queda muy poco de la casa. Lo siento mucho.
¿Muerto? ¿Reginald estaba muerto? Era lo único que no se le había ocurrido. Debería estar horrorizada y experimentar una sensación de pérdida y un gran y doloroso vacío dentro de ella. ¡La compasión estaba bien, pero no aquella sensación de huida!