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Cerró los ojos, aunque no por la tristeza, sino para que Cornwallis no viera la confusión que reinaba en ella, el alivio abrumador que sentía al no tener que ver a Reginald sufrir la vergüenza, la humillación, el rechazo de sus colegas, y la confusión y el dolor que les seguirían. Luego tal vez una larga y debilitadora enfermedad, y el miedo a la muerte que la acompañaría. En lugar de ello, la muerte le había llegado de forma repentina, sin que le hubiera dado tiempo siquiera de reconocer su cara.

– ¿Se sabrá la verdadera razón por la que fue allí? -preguntó Isadora, abriendo los ojos y mirándole.

– No veo por qué -respondió Cornwallis-. Fue el ama de casa quien mató a Maude Lamont. Al parecer, su hermana había tenido una trágica experiencia con una médium hacía años y se suicidó a raíz de ello. Lena nunca lo superó. Creyó en Maude Lamont hasta hace poco. Al menos eso me ha dicho Pitt. -Se arrodilló delante de ella, sosteniendo las manos rígidas de la mujer en las suyas-. Isadora.

Era la primera vez que la llamaba por su nombre.

De pronto ella sintió deseos de llorar. Era la conmoción, el calor que emanaba de él al estar tan cerca de ella. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

Por un momento Cornwallis no supo qué decir. Luego se inclinó hacia ella y, abrazándola, dejó que llorara largamente, segura en sus brazos, muy cerca de él, apoyando la mejilla en su pelo. E Isadora permaneció así hasta mucho después de que el impacto inicial remitiera, porque no quería moverse, y en el fondo sabía que él tampoco lo deseaba.

* * * * *

Pitt volvió a reunirse con Narraway en la estación para esperar el tren de Teddington. Narraway tenía una sonrisa tensa y dura en los labios, y saboreaba aún la satisfacción que había experimentado cuando había informado a Wetron de que el caso estaba cerrado y se lo había cedido.

– Cornwallis se lo dirá a la señora Underhill -dijo Pitt brevemente. Estaba pensando en el juez de instrucción, y albergaba la mínima esperanza de que al examinar el cadáver de Wray hubiera encontrado algo que demostrara una verdad mejor que la que Pitt temía.

En el trayecto en tren consideraron que tenían poco que decirse. Ambos estaban agotados física y emocionalmente por la tragedia de la mañana, y ninguno de los dos había tenido tiempo de cambiarse de ropa. Al menos Pitt sentía una mezcla de compasión y repulsión hacia el obispo. El miedo era un sentimiento que conocía demasiado bien para no comprenderlo, tanto si era al dolor físico y la extinción, como a la humillación emocional. Pero había poco que admirar en aquel hombre. Era una compasión sin respeto.

Lena Forrest era un caso diferente. Pitt no podía aprobar lo que había hecho. Había asesinado a Maude Lamont para vengar un ultraje, no para salvar su vida o la de alguien, al menos no directamente. O tal vez era eso lo que pretendía. Nunca lo sabrían.

No obstante, había planeado el asesinato con mucho cuidado e ingenuidad, y después de llevarlo a cabo, había permitido que la policía sospechara de otras personas.

Sin embargo, sentía lo mucho que había sufrido desde la muerte de su hermana. Y si habían sospechado que otros individuos habían matado a Maude Lamont, era solo porque ella les había dado motivos reales para odiarla y temerla. Era una mujer capaz de actuar con extraordinaria crueldad y utilizar las tragedias de las personas más vulnerables para su propio provecho.

Pitt suponía que Cornwallis se sentía de forma similar. En cuanto a Narraway, no tenía ni idea, ni pensaba preguntarle. Si después de aquello le dejaban seguir trabajando en Londres, se lo debería a él. No podía permitirse enfadarse con él ni despreciarle.

Permanecieron sentados todo el camino hacia Teddington y siguieron hasta Kingston. El ruido del tren bastaba para hacer difícil la conversación, y ninguno de los dos tenía ningún deseo de hablar de lo ocurrido o de las consecuencias que podía tener.

En Kingston tomaron un coche de punto que les llevó de la estación al depósito de cadáveres donde habían realizado la autopsia. El cargo de Narraway bastó para atraer la atención casi inmediata de un médico muy irritado. Era un hombre corpulento de nariz respingona y cabello ralo. Debía de haber sido bien parecido en su juventud, pero sus facciones se habían vuelto toscas. Miró con mucho desagrado a los dos hombres mugrientos y magullados.

Narraway le sostuvo la mirada sin pestañear.

– No puedo imaginar qué interés tiene la Brigada Especial en la muerte de un desgraciado anciano que tanto destacó en vida -dijo el médico secamente-. ¡Me alegro que solo tuviera amigos, y no una familia que se sintiera consternada por todo este asunto! -Agitó una mano, indicando la sala que se encontraba a sus espaldas, donde supuestamente se realizaban las autopsias.

– Afortunadamente su imaginación, o la falta de ella, no cuenta -replicó Narraway con tono gélido-. Solo nos interesan sus dotes forenses. ¿Cuál fue la causa de la muerte del señor Wray en su opinión?

– No es una opinión, es un hecho -replicó el médico-. Murió envenenado con digital. Una ligera dosis debió de aminorar el ritmo, y eso bastó para detenerlo del todo.

– ¿Ingerido en qué forma? -preguntó Pitt. Podía sentir cómo su propio corazón le latía con fuerza mientras esperaba la respuesta. No estaba seguro de si la quería oír.

– Polvos -dijo el médico sin vacilar-. Probablemente tabletas trituradas, en la mermelada de frambuesa de una tartaleta. Fue ingerida poco antes de que muriera.

Pitt se sobresaltó.

– ¿Qué?

El médico le miró con creciente irritación.

– ¿Voy a tener que repetírselo todo?

– ¡Si es lo bastante importante, sí! -replicó Narraway. Se volvió hacia Pitt-. ¿Qué pasa con la confitura de frambuesa?

– No tenía -respondió Pitt-. Me pidió disculpas por ello. Dijo que era su favorita y que se le había acabado.

– ¡Reconozco la confitura de frambuesa cuando la veo! -exclamó el médico furioso-. Apenas fue digerida. El pobre hombre murió poco después de comerla. Y no hay duda de que estaba en la tartaleta. Tendría que presentar unas pruebas inapelables, y no puedo imaginar cuáles podrían ser, para hacerme creer que no se fue a la cama con unas tartaletas de confitura y un vaso de leche. La digital estaba en la confitura, no en la leche. -Miró a Pitt con profundo desagrado-. Aunque desde el punto de vista de la Brigada Especial, no veo qué diferencia hay entre una cosa y la otra. De hecho, no veo el motivo por el cual todo eso sea de su incumbencia.

– Quiero el informe por escrito -dijo Narraway. Miró a Pitt y este asintió-. La hora y la causa de la muerte, y concretamente que la digital que le mató estaba en la confitura de frambuesa de la tartaleta. Esperaré.

El médico salió murmurando para sí y dejó solos a Pitt y a Narraway.

– ¿Y bien? -preguntó Narraway, tan pronto como el doctor dejó de oírles.

– No tenía confitura de frambuesa -insistió Pitt-. Pero justo cuando yo me iba llegó Octavia Cavendish con una cesta de comida para él. ¡Debieron de ser las tartaletas que había dentro! -Trató de reprimir la esperanza que brotó en su interior. Era demasiado precipitada, demasiado frágil. El peso de la derrota seguía oprimiéndole-. Pregunte a Mary Ann. Recordará lo que desenvolvió y sacó de ella. Y le dirá que antes de recibir la cesta no había tartaletas de confitura en la casa.

– ¡Ya lo creo que lo haré! -dijo Narraway con vehemencia-. Lo haré, y cuando tengamos por escrito el informe de la autopsia, no podrá desdecirse.

El médico volvió unos minutos después y le entregó un sobre cerrado. Narraway lo tomó, lo rasgó y leyó con detenimiento el papel que había dentro mientras el médico le lanzaba una mirada furibunda, ofendido ante la desconfianza con que se le había tratado. Narraway le miró con desdén. No confiaba en nadie. Su trabajo dependía de su capacidad para ser exacto hasta en el último detalle. Un error, algo dado por supuesto, una sola palabra, podían costar vidas.